16 Mar Sin camellos por estas pampas
Por Fernando Sánchez Zinny
Eduardo Ladislao Holmberg fue un excepcional naturalista y un muy interesante escritor de fines del siglo XIX y comienzos del siguiente, además de primer director del Zoológico. Lo citamos acá por la extraña referencia suya existente en una descripción del entonces Territorio Nacional de los Andes; dice, poco más o menos (cito de memoria): “Insistamos con la experiencia, malograda la vez primera, de aclimatar camellos, que tanto se recomiendan en cuanto a transporte, por su resistencia y capacidad para llevar cargas”, de lo que cabe deducir que una tentativa ya se había hecho, circunstancia sobre la que no tengo dato alguno, pero sobre la que escuché comentarios con cierta reiteración.
Frecuentemente fueron encomiadas -hasta bien entrado el siglo XX- las ventajas que reportaría introducir camellos, sobre todo para la zona de secano que abarca la precordillera y los llanos y sierras que van desde el valle de Ullún, en San Juan, hasta las estribaciones del Ambato, en Catamarca, y también el sudoeste de Santiago del Estero y el áspero norte cordobés. Toda esa área -esto ha llegado a ser casi un lugar común- “se parece a Arabia”, semejanza que a partir del relieve y el clima vendría a legitimar de antemano la intención de acentuarla mediante el añadido de pacientes y sufridos camellos.
¿Pero alguna vez, en efecto, alguien se propuso hacerlo, tal como lo da a entender la frase de Holmberg? En verdad, no lo sé, pero resulta poco creíble que nunca se haya probado. Porque de esos animales, a mano estaban los de Canarias, origen de los de Australia, donde proliferaron y subsisten hoy en calidad de cimarrones. Y para esa misma época el ejército de los Estados Unidos había constituido unidades de camelleros para patrullar la frontera mexicana: ejemplos recientes, pues, no faltaban.
Casi todo importado
Sin contar con que nuestra entera historia es la de la incorporación constante de especies exóticas, proceso siempre bienvenido por la sociedad criolla, incluso hoy día, con el agregado, encima, de que entonces muy poca atención se prestaba a argumentos del tipo de los que hoy llamamos ecológicos. Al fin y al cabo, casi todo lo nuestro es importado, aun lo de prosapia americana como el maíz, la papa, el tabaco y hasta el ombú. Con los españoles de yelmo vinieron caballos, burros, vacas, chanchos, cabras, ovejas, gallinas, perros y gatos, más el trigo, la viña y el olivo, los frutales y los árboles de sombra; por accidente habían llegado simultáneamente ratas, cucarachas y pasturas blandas. Gente ostentosa, que quería cazar con ínfulas principescas, trajo jabalíes y ciervos colorados, y en aquel mismo momento los productores importaban sementales variados con vistas a mejorar razas… ¿Por qué no también camellos?
Hará unos veinte años, un pampeano inquieto propuso llevar camellos al extremo oeste de su provincia, área desolada que padece grave escasez de agua; lo hizo cautamente, abrió el paraguas ante la imaginable recepción hilarante a su iniciativa. Aunque arguyó acerca de lana, carne y piel, en mente tenía, sobre todo, la opinión sustentada en un libro que por unos años tuvo carácter de devocionario zonal: La Patagonia y sus problemas , del general José María Sarobe, publicado en 1935. Este oficial había sido agregado militar en Japón y observador en la campaña de Manchuria, de 1931.
De ese trance bélico volvió fascinado con los camellos -en este caso los asiáticos de dos jorobas-, a los que de inmediato quiso implantar en nuestro sur, por obvios motivos logísticos: soportaban temperaturas de 40 grados bajo cero o más, marchaban setenta u ochenta kilómetros por día con cargas de 450 kilogramos, aguantaban diez días sin beber y cuarenta sin comer… Pero tampoco bastó el fervor castrense: nuestros únicos camellos siguieron siendo las elegantes siluetas nocturnas sobre las que van los Reyes Magos; si los chicos llegasen a olvidar del todo esa historia, no quedarían sino los de enciclopedias, los de internet y los del Zoológico.
LA NACION