08 Mar El trabajo, la maternidad y las equivocaciones
Por Lucy Kellaway
La semana pasada fui a la fiesta que dio una amiga que acababa de tener un bebé. La mitad de demás invitadas también habían sido madres hacía relativamente poco, con lo que por todas partes había bebés llorando, durmiendo y comiendo.
Me senté entre dos mujeres que estaban muy entretenidas discutiendo su vuelta al trabajo. Una trabajaba por su cuenta y no había tenido licencia por maternidad, mientras la otra estaba en la mitad del año que se había tomado libre y planeaba reintegrarse para trabajar part-time.
Mientras las escuchaba recordé esa particular mezcla de camaradería, competencia, ansiedad y agotamiento, y pensé en qué poco habían cambiado las cosas en los 20 años que pasaron desde que tuve mi primer hijo. Ahora las mujeres se hacen estas preguntas sobre cómo dividir el tiempo entre un bebé y un trabajo exactamente con la misma sensación de urgencia y confusión que entonces. Pese al hecho de que tenemos dos décadas más de datos, no estamos más cerca que antes de encontrar una respuesta.
Cuando recientemente se anunció que Marissa Mayer, con un embarazo avanzado, había sido nombrada CEO de Yahoo, la única respuesta sensata era encogerse de hombros. Después de todo, no es la primera mujer exitosa embarazada en el mundo. Pero nadie se encogió de hombros: en cambio, se escribieron más de 4.000 artículos periodísticos en los que se la consideraba desde una heroína a una mala madre.
En cierta forma, es aburrido e inútil seguir teniendo estas discusiones una y otra vez. Sin embargo, puedo entender por qué no hemos encontrado respuestas satisfactorias: es porque no existen. No hay una extensión ideal para la licencia por maternidad. Nadie sabe cuál es la mejor forma de combinar la maternidad con un trabajo. Y, por sobre todas las cosas, no existe la manera justa y equilibrada de hacer las cosas. En cambio, todo es un continuo y fluido juego de supervivencia cuyas normas son poco claras, cambiantes y diferentes para cada uno.
La consecuencia inmediata de tomar conciencia de esto debería ser dejar de hablar del tema. La razón por la que no podemos dejar de hablar del tema es que resulta demasiado importante. Mi decisión de pasar un tercio de mi vida escribiendo artículos como este en lugar de estar diciéndole a mis hijos que salgan de Facebook parece la más difícil que he tomado en la vida. Además, a diferencia de la mayoría de las otras grandes decisiones -en las que usualmente uno por lo menos puede juzgar, en retrospectiva, si ha hecho las cosas bien- en este caso nunca lo sabrá. No hay una prueba de control.
En realidad, no hay siquiera una manera de decir qué es lo correcto y apropiado: simplemente hay muchas variedades de lo incorrecto e inapropiado. El otro día uno de mis hijos me llamó por teléfono al trabajo para decirme que se iba a un festival de música pop y cuando llegué a casa resultó que se había ido con destino desconocido casi sin dinero, sin comida y sin pantalla solar en pleno verano. Todo eso parecía vagamente inapropiado.
Así es como funciona. Es un proceso que involucra mucha prueba y error, y cuando los errores parecen demasiado grandes uno hace lo mismo que Anne-Marie Slaughter -la alta funcionaria del Departamento de Estado que dejó su puesto en Washington para estar cerca de su familia- y espera que los errores disminuyan bajo el nuevo régimen. Lo realmente notable en su caso no fue que dejara un muy buen trabajo en la Casa Blanca o que escribiera una nota un poco loca en la que declaraba que su decisión probaba que las mujeres no pueden tenerlo todo. Lo que es extraordinario es que Slaughter llegara a su sexta década sin haberlo descubierto antes.
Por otra parte, a falta de una mejor manera de medir lo que estamos haciendo, nos dedicamos compulsivamente a una actividad muy destructiva: compararnos. Nos comparamos con Slaughter y con Mayer, y cuando nos cansamos de compararnos con extraños, entramos en chat rooms de Internet y nos comparamos con gente que ni siquiera sabe usar las mayúsculas.
Pero lo que hacemos más frecuentemente es lo que hacían las mujeres de la fiesta: nos comparamos inútilmente con la gente que conocemos. Yo tengo una desagradable sensación en la boca del estómago cuando oigo decir que una amiga ha enviado a sus hijos a Florencia para que pasen el verano haciendo un tour de historia del arte y, en cambio, me siento bastante animada cuando otra declara que sus chicos duermen hasta el mediodía en las vacaciones y pasan las tardes tirados en el sofá mirando YouTube en la oscuridad. Ambas respuestas son estúpidas de mi parte, porque no son mis hijos. Sin embargo, como resultado de estas comparaciones, descubrí algo que es alentador en un marco más bien sombrío. A una amiga que dejó de trabajar fuera de casa hace décadas para criar cuatro hijos deliciosos, divertidos y cultos, le acaba de decir su hijo mayor que es una nulidad patética que ha desperdiciado su vida. Esto es bastante extraño porque uno de mis chicos me dijo hace no mucho tiempo que yo estaba tan ocupada con mi propia vida que no tenía idea de lo que pasaba en la de ellos.
En este juego individual de supervivencia hay una única certidumbre: sea lo que fuere que una haga, habrá voces indignadas en los medios de comunicación diciendo que la opción que una ha elegido es la incorrecta. Pero no hay necesidad de prestarles atención porque hay en casa adolescentes mucho más indignados diciendo exactamente lo mismo pero con mucha mayor convicción.
EL CRONISTA