29 Dec El corazón del Mediterráneo
Por Tomás Natiello
Uno de los combustibles principales de la industria del turismo es la curiosidad, una de las tantas vertientes del hedonismo. Complacer ese deseo de conocer, de ver con los propios ojos, de pisar aquel sitio que se destaca en el mapa, la guía de viajes y los sitios de viajeros (escritos por y para ellos). Esa necesidad de estar allí a veces es inexplicable. Porque opera igual en aquellos que visitan los parques temáticos de Orlando, las cimas del Himalaya o las salas del Louvre. Y también en quienes eligen los bordes, las periferias menos transitadas. Los detalles al lado de los temas principales.
Y eso es Malta. Un detalle a mitad de camino entre destinos como Egipto, Turquía, Grecia, España, Marruecos, Francia e Italia. ¿Por qué detenerse aquí entonces? El sencillo placer de estar allí, disfrutando de sus aguas cristalinas, de las playas enmarcadas entre acantilados, de las ciudades amuralladas y las iglesias llenas de esplendor. En Malta, el viajero deberá pasar por La Valletta, la capital de la isla. Ubicada en una loma sobre la costa oriental, la ciudad está a mitad de camino entre el Grand Harbour, al sur, y el puerto de Marsamxett, al norte. Esos puertos naturales vieron llegar y partir miles de barcos en la historia, pero fueron los que comandó Jean Parísot de la Vallette, Gran Maestro de la Orden de los Caballeros de San Juan, los que le dieron su identidad actual. Fue de La Valletta quien expulsó a los turcos a mediados del siglo XVI, pero también el que se ocupó de reconstruir la misma ciudad que había sitiado.
Bajo la atenta vigilancia del palacio de San Elmo se suceden murallas y construcciones barrocas que se desparraman en un diseño urbano extraño: una traza rectangular sobre un relieve quebrado. El resultado es que algunas calles acaban en empinadas escalinatas que bajan hacia los muelles. Dos calles principales atraviesan la ciudad: Kingsway y su paralela Strait Street, también conocida con el nombre Gut (tripa), porque era solo allí donde podía uno batirse a duelo sin violar la ley.
Estas arterias permiten moverse con agilidad rodeado de iglesias, entre las que se destaca la Catedral de San Juan y castillos conocidos como aubergés, las residencias de los caballeros. Uno de ellos, el Auberge de Castille, remozado en el siglo XVIII, es la sede de la oficina del primer ministro.
Enfrentada a La Valletta se encuentra Sliema, una ciudad más moderna, donde se ubican los hoteles, cafés, bares, cines y clubs nocturnos. Esta es la base de operaciones para ir en busca de las aguas del Mediterráneo. El conjunto de islas maltesas se ubica a menos de 100 kilómetros al sur de Sicilia y a casi 300 del norte de África. Al este y al oeste, hay entre 1800 y 1950 kilómetros hasta Gibraltar y Tel Aviv respectivamente. Aquí, en el corazón del mar interior, tres promontorios forman este pequeño país: Malta, la más grande; Gozo, la mítica isla de Calipso, y la pequeña Comino, famosa por su Laguna Azul. Las tres conforman un destino único para el buceo. Cuevas y aguas abiertas; acantilados, arrecifes, naufragios de todas las épocas; riachuelos de agua dulce que renuevan las costas; aguas que oscilan entre los 15° y los 23° y que reciben la visita de especies exóticas como John Dory o la perca de mar, extinta en otras latitudes; y una vida que florece entre meros, peces rubios, pulpos, salmonetes, peces voladores, corales, congrios. Pero además de todo esto, las aguas extremadamente claras del archipiélago permiten que solo los buzos experimentados puedan disfrutar de inmersiones a 30 y 40 metros de profundidad con una visibilidad inusitada.
Tanta generosidad del mar se ve reflejada en las mesas de Malta. Aunque la gastronomía no es particularmente delicada, reúne influencias de todas las culturas que signaron su historia. Los frutos de mar están presentes en muchas preparaciones, incluso en las tartas y guisos que abundan. Un clásico es la tarta lampuki, rellena de filet de dorado, espinaca, coliflor, queso de cabra y avellanas; aunque también es habitual la pastizzi, hecha a base de ricota y huevo envueltos en masa filo. Los guisos de cocción lenta hechos en vasijas de barro apoyadas sobre una piedra caliente, llamada kenur, son la respuesta que los malteses encontraron ante la falta de hornos de leña. Algunos, como el de conejo y vino con hierbas, está entre lo mejor de la cocina local. Vinos, dicho sea de paso, que sin ser caros exhiben buna calidad y, en el caso de los de Gozo, un cuerpo apreciable.
Disfrutar de estos platos desde una terraza en Sliema, de cara a las fortificaciones de La Valletta y con la brisa mediterránea envolviéndolo todo, alcanza para colmar ese deseo de ver, sentir y tocar un destino sin intermediarios. Así se trate de una pequeña isla periférica.
EL CRONISTA