09 Dec Dos historias de parejas
Entre 1951 y 1960 Nelson Rodrigues publicó en el diario Última Hora casi dos mil relatos que lo convirtieron en el autor más popular en Río de Janeiro. Adriana Hidalgo edita ahora en español La vida tal cual es, una selección de esos textos, que lleva el título de la serie creada por el escritor brasileño, de la que aquí ofrecemos un adelanto
Traducción de Cristian de Nápoli
Era bonita, aunque empalagosa. Asdrúbal la veía, por primera vez, en una fiesta, en casa de familia. Le preguntó a Penaforte:
-¿Te suena esa carita?
-¿Cuál de todas?
-La que está de verde. ¿La conoces?
Penaforte, que se daba con todo el mundo, la identificó:
-Sí. Se llama Odete. Buena chica, pero tiene un defecto.
-¿Cuál?
Y el otro:
-Se prende como garrapata. Y no se suelta más. No te la recomiendo.
Aunque advertido, Asdrúbal se dejó llevar por la apariencia, realmente simpática, de la muchacha. Linda de cuerpo y de cara. A la primera oportunidad, la sacó a bailar. Listo. Hasta que se acabó la fiesta no se separaron. Y cuando Asdrúbal se despidió, a las dos de la mañana, tenía la dirección, el teléfono y un encuentro marcado para la tarde. Penaforte, que se marchó con el amigo, dijo bostezando:
-¿Qué tal?
Asdrúbal resumió:
-Más o menos.
Amor
La verdad es que le había gustado la manera de comportarse, las ideas y los sentimientos de la muchacha. Además, le dijo al amigo bajando la voz:
-Tiene lo que yo llamaría una colita para todos los premios.
Al caer la tarde, tenían su primer encuentro. Y al otro día fueron al cine, a ver una película de acción. Una semana más tarde, Asdrúbal iba a buscarlo al trabajo a su amigo Penaforte. Se sienta, busca un cigarrillo y resume:
-¡Estoy hinchado!
El otro no entiende:
-¿Hinchado de qué?
Enciende el cigarrillo y se larga a hablar:
-De Odete. ¡Es una auténtica patada al hígado! ¡Ya no la soporto más!
Penaforte sonríe:
-¿No te lo dije? ¡Tal cual!
Asdrúbal se pone de pie. Va de una punta a la otra, con una amargura terrible, al tiempo que describe su tragedia:
-Lo peor, lo verdaderamente triste, es que es hermosa, es un ángel entre los ángeles, ¡pero pesada como no hay otra! Todo lo que quiero lo hace, nunca dice que no, es capaz de tirarse debajo de un tranvía por mí. Quiero terminar con esta historia pero no sé qué excusa darle. Dime algo. ¿Qué tengo que hacer?
El otro sacude la cabeza, inseguro:
-¡Yo qué sé! Tal vez lo mejor es que le mientas, que inventes una patraña bien retorcida.
-¿Y cómo?
El amigo explica:
-Una mentira que haga que la relación sea imposible. Odete es una chica muy seria, honesta y demás. Dile, por ejemplo, que estás casado. Alguien como Odete no va a aceptar a un hombre casado, evidentemente. Y listo, ¡con eso se acaba!
Asdrúbal, que había tomado asiento, vuelve a pararse. Se frota las manos:
-¡Qué buena idea! ¡Voy a aplicar esa llave!
La gran pequeña
Cuando se retiró, para encontrarse con la muchacha, iba seguro de que el consejo de Penaforte era genial. No se le ocurrió pensar en el golpe, la desilusión brutal de Odete. Quería liberarse de una historia que, pasado el encanto de las primeras 48 horas, lo hinchaba de aburrimiento y de una indiferencia mortal. Pero cuando la vio, más tierna que nunca, más abandonada e indefensa, tuvo un cierto escrúpulo. Logró, sin embargo, dominar su propia conciencia. Suspiró:
-¿Sabes que este va a ser nuestro último encuentro?
Asombro:
-¿Por qué?
Y él, colorado de la mentira cruel:
-Por lo siguiente: estoy casado, ¿te diste cuenta? Casado y… -de ahí en más tartamudea-: Sería una indignidad de mi parte crearte más ilusiones… Porque, lógicamente, no vas a querer estar de novia con un hombre casado… ¿No es así?
Silencio. Asdrúbal abre los ojos de par en par. Ella, con la cabeza recostada sobre su hombro, llora en silencio hasta que responde:
-Si pudieras casarte conmigo, excelente. Si no puedes, paciencia. Yo te necesito, necesito tu cariño.
Con una incomodidad monstruosa, Asdrúbal alcanza a decir:
-Pero… ¿y los demás? ¿Qué van a decir tus parientes, tus conocidos, los vecinos?
Odete, en su heroísmo de enamorada, parece desafiar al mundo: “No me interesan los demás. Me interesas tú, tú y ninguna otra persona”. Tiembla, al decir eso, como si la atacara una súbita infección. Y, de repente, se aferra a él, en un arrebato que lo intimida y abruma:
-Lo único que quiero de ti es lo siguiente: que digas, ahora, en este mismo momento, que yo te gusto. No hace falta que te guste mucho. Con un poquito alcanza. ¡Dime! ¿Te gusto un poquito?
El pobre diablo capitula y concede:
-Un poco, sí.
Fue suficiente. Ella se estremece en una de esas sacudidas que a las mujeres las electrizan.
-¡Gracias, tesoro! -llora de felicidad-: Para mí, ese poquito es mucho. Es todo, ¿me oíste?
El torturado
La dejó en la puerta de la casa y se marchó, fuera de sí. Caminando, inmerso en la noche, hablaba solo: “¡Esto es increíble! ¡Increíble!”. A eso de las diez, fue a golpearle la puerta a Penaforte. De casualidad, el amigo se había acostado más temprano, engripado. Asdrúbal rugía:
-¡Me salió el tiro por la culata! ¡Quedé más pegado todavía!
Metido en un pijama de no sé cuántos colores, lidiando con una mucosidad inagotable, Penaforte se permitió una ocurrencia siniestra:
-¡Estás frito! ¡La única es que emigres a la China, a la Cochinchina! ¡Y que te ayude el diablo!
El otro, sin embargo, atravesaba una desesperación sincera y profundísima:
-Te digo algo: la convivencia con ciertas mujeres trae cáncer. No es broma, es la pura verdad. Y si yo sigo con esta chica, si sigo viéndola y hablando con ella, voy a acabar con un cáncer o, como mínimo, con una úlcera. Toma nota.
El ángel
Al comienzo, Penaforte no le dio entidad a la angustia del amigo. Pensó que Asdrúbal exageraba para divertirse. Unos quince días más tarde, sin embargo, lo encuentra en la avenida preso de una terrible depresión. Lo interpela: “¿Cómo fue? ¿Cortaron la relación?”. La respuesta fue un hondo gemido: “No”. Se sentaron en un bar, los dos, y Asdrúbal soltó la lengua: “¡Soy un cobarde! ¡Un miserando!”. Penaforte, curioso e impresionado, indagó: “¿Y ella?”. El otro ríe sórdidamente:
-Odete está cada día peor. No tiene ni un defecto, ni una sola falla. Es la única mujer perfecta, cien por ciento, en serio. Y a mí ya me convenció de que nunca voy a poder sacármela de encima. ¡Nunca! Penaforte trató de llamarlo al orden:
-¡Pare el carro, amigo! ¡Tampoco es así! Nadie está obligado a amar a nadie, ¡caramba! ¡Desaparece, piérdete de vista!
Casi llorando:
-¡No puedo! ¡Vendría detrás de mí! ¡Sería capaz de perseguirme hasta el quinto infierno!
Solución
Y, de hecho, Asdrúbal no hacía nada que ella no supiera o no vigilase. Durante el día, Odete lo sometía a un implacable cerco telefónico. Había llegado al colmo de llamar, cierta vez, a su casa a las cuatro de la mañana. Y si él la trataba mal, casi a puntapiés, ella se volvía más dulce, humilde y cariñosa que nunca: “No hace falta que me ames, basta con que te ame yo”. Ese amor incondicional, ese fanatismo de mujer, generaba en él un colapso de la voluntad. Frente a ella se sentía indefenso, derrotado. No podía verla sin que su estómago se contrajera. Y le negaba cualquier caricia. Pero Odete, cada vez más enamorada y sumisa, susurraba: “No es nada, no es nada”. Hasta que cayó enfermo, muy enfermo. Viendo a su alrededor caras asustadas, sospechó. Tanto le insistió al médico, que este acabó pronunciando la palabra: “Cáncer”. En ese momento, Asdrúbal se sacudió entre las sábanas, en una euforia hedionda:
-¡Gracias, gracias!
Entendía la muerte como una liberación. Morir era quedarse solo, libre de Odete, de sus cariños, libre. Pero se engañaba. A horas de su muerte, todavía lo acompañaba un resto de lucidez. Entonces ve cómo Odete se arrodilla ante él para decirle: “¿Ves este frasquito? Es veneno. Moriré contigo”. Devorado por la fiebre, Asdrúbal ya no razonaba bien. Se imagina una muerte doble, de él y de ella, un cajón y una tumba igualmente dobles, donde comienzan a pudrirse juntos, unidos en la vida como en la muerte. Murió con ese pavor.
LA NACION