30 Nov El recuerdo de un cantante pintón de sonrisa invencible
En 76 años de vida, Hugo del Carril fue cantor, locutor, actor, guionista, director, francoparlante precoz y criador de nutrias. También fue amante de los caballos y del campo, familiero, amigo de sus amigos, recto, generoso y apasionado con cada una de las cosas que emprendió. Peronista acérrimo, siempre defendió sus ideas y jamás las calló. En el trayecto fue amado, odiado, admirado, criticado y elogiado. Y nada de eso jamás pareció importarle demasiado: el camino siempre tuvo, para él, un solo sentido.
Hoy se cumplen 100 años de su nacimiento. La fecha obliga, y está bien que así sea: extraordinario cantor y artista, estrella indiscutida de la escena radial y cinematográfica de la década del ’40, Del Carril tomó las riendas de su talento de manera temprana. Jamás las soltó, y sumó a su trayectoria una carrera como director de cine cuyo su aporte a la cinematografía argentina es fundamental. Maestría en el canto y en la creación, coherencia, hombría de bien, rectitud: demasiadas virtudes como para no honrarlo.
Piero Bruno Hugo Fontana nació el 30 de noviembre de 1912 en el barrio de Flores. Hijo de los italianos Orsolina Bertani y Ugo Fontana, tras la separación de sus padres se crió desde muy chico con un matrimonio de origen francés, Alina y Francisco Fauré, que vivían en la misma casa de San Pedrito 256. Ellos le enseñaron el francés. “Fue mi primer idioma”, contó alguna vez. “A esa edad el castellano no lo conocía sino a través de una persona de servicio que los sábados se escapaba a los piringundines, donde aprendió el tango ‘Carasucia’. Me lo enseñó, así que yo a los tres años ya cantaba un tango entero.”
De voz potente y buena afinación, a los 13 años empezó a dar serenatas. También cantaba en cafés, aunque en realidad lo hacía donde fuera. A instancias de un grupo de amigos que alguna vez describió como “seis o siete vaguitos con los que nos juntábamos en una buhardilla y jugábamos a las barajas”, lo escuchó el Tano Pepe, un guitarrista famoso en algunos barrios. Desde ese día, llevado por Pepe, comenzó a cantar en casas descriptas por él mismo como “non sanctas”. Así, empezó a ganarse sus primeros pesos como artista. Era 1927.
Tres condiciones reunía ese muchacho delgado de sonrisa invencible: cantaba como los dioses, tenía una presencia arrolladora y admiraba con pasión a Carlos Gardel. Se sabía con condiciones, pero no se apresuró: estudió canto e integró un cuarteto vocal junto a Martín y Mario Podestá y Emilio Castaing, que luego se convertiría en el Trío Paris. De a poco se fue metiendo en el ambiente de la radio. Arrancó a los 16 años en Radio Bernotti (luego Radio Del Pueblo), como locutor. Luego fue estribillista de todas las orquestas que pasaron por la emisora. Se presentaba con seudónimos: Pierrot (el apodo en que se convirtió Pieró, el “Piero” que sus padrinos franceses no podían pronunciar correctamente), Hugo Font, Oro Cáceres (en homenaje a su amigo Orosmán Cáceres) y varios más. Tantos como necesitaran las orquestas que requerían sus servicios.
Disuelto el trío, formó un dúo junto a Roberto Acuña, cantor amigo que lo bautizó con el nombre con que haría historia por los próximos 50 años: Hugo Del Carril. Tras el fallecimiento de Acuña, en 1934, llegó el cantor solista. Edgardo Donato lo escuchó y lo llevó a grabar. Juntos, registraron nueve temas. A lo largo de su carrera, Del Carril actuó y cantó junto a músicos como Tito Ribero, Domingo Marafiotti, Osvaldo Requena, Armando Pontier y Mariano Mores.
Luego, el director Héctor Quesada le abrió las puertas de Radio la Nación, y más tarde Raúl Rosales lo contrató como figura central de Radio El Mundo. Al llegar 1936, realizó sus primeras grabaciones como solista junto a la Orquesta Víctor. A muy poco de la muerte de Carlos Gardel, la voz que todos los días cautivaba a las audiencias radiales pareció encarnar, con esa colección de tangos registrada de manera ejemplar, una posible sucesión del Zorzal Criollo. A esa serie de registros pertenecen “Nostalgias”, “Me beso y se fue”, “Yo soy aquel muchacho”, “Como aquella princesa” y “Luna de arrabal”, entre otros, perfectos en su misión de dar a conocer a un cantor de excepción. Su cuño era puramente gardeliano: fuerte personalidad, perfecta emisión y afinación, un pie en el repertorio tanguero y otro en la música criolla.
EL CANTOR, EL ACTOR. Entre la consagración como cantor y su entrada en el cine no medió nada. Acaso el tiempo que el director Manuel Romero –gran impulsor de la incursión de los astros del tango en la pantalla grande– necesitó para darse cuenta de que ese muchacho pintón de voz estridente era oro en polvo. Su breve aparición en Los muchachos de antes no usaban gomina (1937) cantando el alusivo “Tiempos Viejos” fue consagratoria. El magnetismo era innegable.
En 1938 llegaron La vuelta de Rocha, Tres anclados en París y Madreselva. Al año siguiente, Gente bien, La vida es un tango y el papel que le faltaba para convertirse en la máxima estrella cinematográfica masculina del momento: el del mismísimo Morocho del Abasto en La vida de Carlos Gardel, de Alberto de Zabalía, con Delia Garcés y Elsa O’Connor. Para el rol habían sido considerado otros cantores: Oscar Alonso, Alberto Gómez, Agustín Irusta. Quedó él, por presencia y por pinta. El éxito fue grande, y la comparación, inmediata. El círculo, por fin, se cerraba.
Hugo Del Carril atravesó la década del ’40 a borde de verdaderos éxitos cinematográficos: a tres películas promedio por año, su figura de ídolo y galán tomó dimensión gracias a títulos como El astro del tango, Confesión, La novela de un joven pobre, La piel de zapa, Los dos rivales (junto a Luis Sandrini) y La cabalgata del circo, donde formó rubro con otra estrella total del momento, Libertad Lamarque. La primera y la última de las películas son significativas más allá de su carrera: en el rodaje de El astro… (1940) conoció a la que sería su primera mujer, Ana María Martínez, ferviente admiradora que luego se convertiría en actriz bajo el nombre de Ana María Lynch; y mientras filmaba La cabalgata… compartió estudio con Eva Duarte, surgente figura de la radio y ya unida sentimentalmente con el nuevo hombre fuerte de la República: Juan Domingo Perón. Las dos circunstancias lo marcaron para siempre. «
Amistad con Perón
Ferviente defensor del Justicialismo. Hugo tenía sus preferencias: era amante de las carreras de caballos, fumador tenaz, cultor de la amistad (integró una “barra” de ilustres junto a Homero Manzi, Discépolo, Bayón Herrera, Rodolfo Taboada y Mario Soficci, entre otros). Pero sobre todo, eligió ser un buen hombre, de esos que no están preparados para la traición. Por eso, los 10 años de relación con Ana María Lynch lo desgastaron, producto de las constantes infidelidades de la mujer. Ese fue un período oscuro para su corazón.
En cambio, la amistad con Perón lo enorgulleció. Lo conoció en la residencia de Olivos, donde fue a cantar como invitado, y desde ese día no sólo fue su amigo sino un ferviente defensor del Justicialismo. Su sensibilidad social y el apego a las causas populares lo unieron al peronismo para siempre. Ahí está su inmortal registro de la marcha “Los muchachos peronistas”, en 1949, como evidencia. Y luego las penurias que le trajo la caída de Perón, en 1955, como marca indeleble y dolorosa. Encarcelado por varios meses en la penitenciaría de la calle Las Heras, torturado, enfermo de úlcera, luego liberado y prohibido, fue obligado a exiliarse en México. Volvió como actor en El último perro, de Lucas Demare, en 1956, y al país en 1958. Del Carril pagó cara su devoción peronista.
TIEMPO ARGENTINO