Juegos peligrosos

Juegos peligrosos

Una noche cualquiera, una mujer duerme en su cama al lado de su marido. Ella viste un pijama convencional que por dentro tiene una especie de bolsillo cerrado. Allí atesora el dinero que hay en la casa. ¿Por qué lo hace? Muy simple, porque es la única forma de evitar que su esposo lo tome y lo juegue esa misma noche. La escena -absolutamente verídica- ilustra hasta qué punto puede llegar una crisis en una familia cuando un integrante pierde virtualmente la cabeza por apostar su dinero. Son jugadores compulsivos, también llamados ludópatas, personas afectadas por un trastorno re¬conocido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y que se incluye como patología psiquiátrica a partir de 1980, en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría.
Ahora bien, ¿cómo es que una persona llega a “robar” el dinero para las compras del día sólo para dejarlo en un hipódromo, un casino, un bingo o en una agencia de quiniela? Los especialistas consultados coinciden en que los ludópatas, en general, son personas que han vivido situaciones de pérdidas muy fuertes y traumáticas que no fueron bien elaboradas, como si la creencia de ganar les posibilitara revertir aquellas pérdidas de la niñez o la adolescencia.
Resulta muy difícil establecer estadísticas-tanto de origen oficial como privado- porque los jugadores compulsivos constituyen un grupo cautivo difícil de cuantificar: muchos llaman a los distintos centros de ayuda, pero nunca se presentan; otros comienzan el tratamiento y luego lo dejan; otros siguen, parecen superar el mal, pero luego sucumben a la tentación. Sí existe, en cambio, algún tipo de registro respecto de las franjas etáreas más afectadas, o al menos en las que se verifica mayor porcentaje de consultas en busca de ayuda. La edad más crítica está entre los 40 y 50 años; la segunda, de 51 a 60; la tercera, de 30 a 40; la cuarta, de más de 60 y la quinta, de 20 a 30 años, según datos del Programa de Asistencia al Jugador Compulsivo de la provincia de Buenos Aires.
La ludopatía es un mal que destruye familias, distancia amigos y provoca cuantiosos gastos al Estado originados en pérdidas de fuentes de trabajo y elaboración de programas de rehabilitación, pero también genera violencia doméstica, suicidios, estafas, robos y hasta homicidios en ocasión de robo. De hecho, los afectados son capaces de embargar su propia casa, robar, vender el auto, pedir préstamos o sacar plata de la oficina donde todavía tienen un trabajo digno.

Entre héroes y villanos
De acuerdo con los responsables de los distintos centros de ayuda consultados, los jugadores compulsivos son, en general, inmaduros y tienen tendencia a no reconocer la realidad, por eso su medio de escape es el mundo de las apuestas, que les presenta una vida paralela en la que en cualquier momento pueden ser héroes o villanos.
La licenciada en psicología Marcela González, jefa del Departamento de Ludopatía del Instituto de Juegos y Apuestas del gobierno porteño, establece la diferencia entre el jugador denominado “social” y el ludópata: “Se es un jugador compulsivo cuando no hay un control sobre el juego, cuando cada vez es más grande la cantidad de dinero apostada y la frecuencia con la que se juega”, ilustra y recuerda que el problema de esta enfermedad es que “el enfermo se resiste a reconocerse como tal”. Por su parle, la licenciada Débora Blanca, codirectora del Centro de Asistencia e Investigación de la Adición al Juego Entrelazar (www.adictosaljuego.com.ar) -una institución privada-, da otras pistas acerca del comportamiento de los apostadores compulsivos: “son en general gente muy creyente, lo que no implica que sean religiosos, sino que hacen del juego su fe de vida. Ellos creen en el juego porque en el momento en que están apostando sienten una sensación de inmortalidad; creen que son elegidos por el azar para estar allí donde están”. La licenciada Blanca arroja otra luz al lema que vale la pena rescatar. “Cuando alguien juega por dinero, no sólo pierde plata, sino también tiempo. Este tiempo que dejan da dedicarle a su familia e intereses la ponen en el juego y después vienen los reproches, que es lo que los impulsa a jugar nuevamente para no sentir las voces del arrepentimiento Y cuando ganan dinero, siguen jugando hasta perderlo porque así se garantizan reanudar el circuito de pérdidas”.

Cada vez más mujeres
Norma Yegro, coordinadora del grupo Avellaneda del Programa de Asistencia al Jugador Compulsivo de la provincia de Buenos Aires aporta otro dato interesante, y es que en la actualidad se verifican más llamadas de mujeres que de hombres, a pesar de que hasta hace no más de dos años los enfermos de ludopatía pertenecían en su mayoría al género masculino. Respecto de las mujeres apostadoras, la licenciada Blanca afirma que el juego que más atrae la atención de ellas es el tragamonedas. “Son mujeres de entre 50 y 60 años de edad, con hijos glandes que ya se fueron de casa y no tienen mucho que hacer: se pasan horas frente a la maquinita”, sostiene. Y hay algo más sobre las tragamonedas: “Las máqui¬nas tienen cenicero incluido, y ése no es un dato menor -agrega Blanca-. Cuando apareció la ley antitabaco, los jugadores salían cada tanto a fumar y muchos no regresaban. Reflexionaban sobre lo que estaban haciendo gracias a esa pausa impuesta por salir a fumar, y no volvían. Los abogados de los bingos iniciaron rápidamente reclamos de excepción para que se permita fumar frente a la máquina porque estaban perdiendo muchos clientes”.

¿Cómo se sale de ese infierno?
Norma Yegro señala que es importante aclarar que “siempre hablamos de recuperación y no de cura” y que la duración del tratamiento depende de cuánto se involucre la persona. “El programa consiste en entrevistas evaluativas, y como el tratamiento es en grupo, cada paciente tiene un grupo de pertenencia y un grupo de asistencia de prevención de recaídas”, indica la especialista bonaerense, quien agrega: “Paralelamente al trabajo del paciente, las familias también trabajan en grupo y en encuentros compartidos”. Generalmente, los enfermos llegan a algún programa de ayuda por sus familiares. Todas las especialistas que consultamos recuerdan casos en los que las parejas se pusieron firmes y se plantaron ante su cónyuge: “o te tratás o nos divorciamos, pero así no podemos seguir”. Y debe ser así, ya que en la mayoría de los casos los ludópatas terminan aceptando la ayuda porque se ponen como objetivo no perder a su familia. No obstante, si bien el enfermo comienza el tratamiento por mandato familiar, lo toma realmente en serio cuando decide hacer suya la idea, cuando “se da cuenta -dice la licencia Blanca- de que necesita cambiar algunas cosas y toma la decisión auténtica de tratarse”.
Según explica, la abstinencia va lográndose a base, justamente de la decisión del enfermo; cuanto más se convence él (o ella) de que tiene que curarse más se compromete con abstenerse de jugar, algo más o menos común con otras adicciones. En el caso de los ludópatas, cuando se logra un primer éxito todas las miradas están puestas en el momento en que vendrá la recaída -que se da en la mayoría de los casos- para estar listos para “levantar” al enfermo antes de que vuelva a hundirse en la enfermedad.
La especialista acota que “es imposible pensar un plan de recuperación de un apostador compulsivo sin la participación de la familia”, porque “la recuperación implica rescatar espacios que perdieron, intereses, placeres, cosas que siempre les gustaron, pero que las dejaron de hacer por el juego: en definitiva, recuperarse significa volver a tomar las riendas de su propia vida”. En el espectro del combate contra la adicción al juego aparece como una entidad de fuerte presencia Jugadores Anónimos, que cuenta con filiales en varias provincias argentinas, pero, a diferencia de los programas de recuperación que enunciamos –y que están a cargo de profesionales-, trabaja con la contención de los pacientes recuperados, tarea que, de todos modos demanda también una buena dosis de esfuerzo y planificación.
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