17 Nov Un mismo núcleo
Por Sandro Barella
Que la poesía no se opone a la prosa es cosa sabida. En cambio, la incómoda pareja formada por el binomio poesía/novela introduce un conflicto, obliga a repasar la relación entre sus términos. La novela de la poesía llama Tamara Kamenszain (Buenos Aires, 1947) a su poesía reunida y da el mismo título a la última sección del libro, donde en un poema dividido en tres partes -inédito hasta ahora- ofrece una relectura crítica de su obra, dejando en los puntos suspensivos del verso final el campo abierto a lo que vendrá. Como bien lo señala Enrique Foffani en el prólogo -un exhaustivo y lúcido trabajo de crítica literaria- “todos los libros son, ahora, un libro, el libro que habla la lengua viva de la novela familiar de la poesía. Y de qué otra cosa, si no, había hablado (versado) su poesía desde el primero, De este lado del Mediterráneo (1973), hasta el presente libro, último de la serie, que ofrece el nombre como un don”. Este tejido que compone una obra a lo largo del tiempo no difiere de aquel que vio la luz bajo el nombre de Historias de amor (2000), libro que reunió entonces sus ensayos escritos a lo largo de más de veinte años. En el prólogo Kamenszain escribió: “No hay biografía, como queda comprobado, que resista los rigores de una nueva encuadernación. Capítulo a capítulo, veintitrés años cosidos juntos pero dados vuelta, exigen una nueva identidad aunque con parecidos”. Para la poeta, estos desplazamientos de la identidad -que no implican ruptura sino metamorfosis- se repiten con la publicación de este volumen y los casi cuarenta años transcurridos desde la aparición del primer libro. De nuevo aparece la metáfora de la costura, esta vez como espejo que muestra lo semejante y su diferencia en el reflejo de un poema inédito incluido aquí, que resume desde el título el giro de ida y vuelta de la aguja, “Lo que empieza donde termina”: “Para armar un libro hay que hacer/ como las modistas que cosen/ siempre del lado de adentro/ y cuando dan vuelta la tela esas costuras/ que ellas trabajaron confiadas/ desaparecen para dejar ver/ un aceptable/ lado de afuera”. He ahí “el lado de afuera” de la novela, que, puertas adentro, es una historia de amor dictada por la lengua familiar del poema.
Un rasgo singular de la poesía de Tamara Kamenszain es que se constituye en torno al concepto mismo de obra. Vale decir, salvo el primero, en el que se llega a la unidad con la suma de las partes, el conjunto de sus libros son obras concebidas alrededor de un núcleo en el que cada poema se agencia al resto, crea una comunidad. De igual modo sucede de un libro a otro. Resulta imposible no leer el diálogo que se establece, sobre todo a partir de La casa grande , entre ellos, el que le precede y los que lo sucedieron. En De este lado del Mediterráneo (1973) Kamenszain inaugura su obra y clausura una forma, la del poema en prosa, que en adelante no volverá a repetir. Leído en perspectiva, el libro presagia el devenir de una escritura, donde la identidad judía, los avatares familiares, la canción del barrio, alumbran -dan luz, y dan a luz- el imaginario que de allí en más conformará el centro de gravedad de los libros futuros.
Los no (1977), su segundo libro, comienza con la representación del drama ritual japonés como espacio de tensión entre el gesto lento, silencioso, y la irrupción de la palabra en la escena. Esa tensión va a desplazarse hacia el espacio delimitado por el poema, con su dicción, los cortes en el verso, la llegada a una lengua argentina. Lo que resalta es la intuición del mundo como escenario que se duplica en un escenario en el que la convención es condición del consenso, donde de un lado habla o gesticula la máscara del actor que representa el papel de actor que representa un papel asignado, y del otro está el público, actores a su vez, representando el papel de espectadores. De las máscaras japonesas al circo criollo, al carnaval porteño, Kamenszain ha operado una metamorfosis, acoplamiento entre una tradición y otra, para poder decir lo mismo con otra piel.
Los nueve años que median entre la publicación de Los no y La casa grande (1986) incluyen el exilio en México y la publicación en aquel país de su primer libro de ensayos, El texto silencioso . Dado que la crítica de poesía contemporánea ha insistido lo suficiente acerca de la identidad del sujeto que dice yo en un poema, a estas alturas acaso sea irrelevante describir el proceso de desdoblamiento, multiplicación y escisión de ese sujeto que dice esta boca es mía. En La casa grande , es el poema mismo el que muestra el juego -prestidigitación mediante- de mostrar y ocultar el yo: “Corta el nombre propio en los sueños/ barajas de rostros superpuestos/ y el suyo idéntico disemina/ por esa nebulosa de ajenos./ Soñándose a sí mismo como otro/ en la amnesia de su mote le arrendó/ de algún naipe la identidad marcada/ al archivado mazo de vigilia,/ y en el azar cegado del reposo/ a cuenta de una clave la jugó./ Descifrarla despierto es azaroso”. Cartas marcadas, mazo especular: yo es otra. El poema viste -y trasviste- la identidad del sujeto (“la sujeta”, desplaza Kamenszain, feminizándolo). Se podría decir que éste es el libro en el que Kamenszain termina de afianzar el espacio llamado hogar. Los juegos de transformación que en la infancia operan en el escondite de un ropero con las ropas de la madre construyen con el hilo del tiempo una memoria que se cose al cuerpo con las dos lenguas de la casa: “a los niños adentro nos encierra/ con el idisch un cerco de palabras”. Pero la casa, queda dicho, es grande, se expande hacia el afuera: “escapando por la siesta/ furtivos en la calle dormitaron/ a la sombra acolchada del voseo/ probaban las ternuras de un colchón:/ el castellano”. Acaso la memoria, no sea otra cosa que una duplicación, al infinito, de la realidad.
Vida de living (1991) y Tango Bar (1998) hacen contrabando entre el espacio íntimo y el público. La casa desolada por la separación de los esposos se llena de fantasmas que deambulan por el living, mientras el bar se vuelve una extensión del hogar y la ciudad posa como un guiño. Los estereotipos del género son ironizados, y una vez más la identidad se desdobla (Tamara-Teresa de Ávila), como la voz de los poemas, que a pesar de haber adoptado un tono firme, se burla de “la vaguedad/ de estos versos que ni siquiera son/ letras de tango”. Kamenszain ha creado su estilo, y si bien su figura está asociada al neobarroco, su poesía se afirma más allá de los límites de una corriente literaria.
Con El ghetto (2003), junto a El eco de mi madre (2010), la poesía de Kamenszain alcanza el punto más alto de su expresión. El trabajo paciente sobre el verso ha creado la novela/ casa para cobijo de las lenguas, un don que hospeda la lengua familiar de raíz judía, el habla de los argentinos, la tonada de las patrias literarias, las palabras de la tribu. “Inscripciones en el Nombre”, escribe Foffani en el prólogo para referirse al lugar que adquiere en el poema el yo de Kamenszain, cuya traducción del idisch sería “luz del hogar”. De ese brillo, surge una casa nueva, la del último poema, donde a la familia de sangre, ensamblada a la que componen Osvaldo Lamborghini, César Vallejo, Néstor Perlongher, Héctor Viel Temperley, entre otros, se ha sumado el nombre de Mario Levrero con La novela luminosa , un giro autobiográfico para conjurar la pregunta por la muerte. Si, como se dijo, la poeta ha usado más de una vez la metáfora de la costura -no de la “alta”, sino más bien de quien “cose para afuera”-se diría que, en el fondo de su poesía suena otro eco, el de las palabras de Pascal cuando escribe que “las gentes universales no quieren insignia, y no establecen diferencia entre el oficio de poeta y el de bordador”.
LA NACION