La nueva revolución industrial ya empezó

La nueva revolución industrial ya empezó

Por Francisco de Zárate
El siglo XX fue el más cómodo en la historia de la humanidad. Objetos que hace cien años significaban un gasto importante, como unos zapatos, una radio o una lapicera, se universalizaron gracias a la producción en masa. A cambio, el hombre moderno perdió originalidad. La economía de escala que había permitido llevar la lapicera hasta su bolsillo por un precio razonable era también la que exigía que miles como él compraran exactamente la misma.
Según el estadounidense Chris Anderson, esa restricción se terminó. Para el autor del best seller La Economía Long Tail, en los últimos diez años una conjunción de factores tecnológicos, entre los que destacan las impresoras en tres dimensiones o 3D, ha hecho posibles, y económicamente viables, pequeñas producciones industriales. No son de lujo pero sí de boutique. Su visión, detallada en un libro titulado Creadores, La nueva revolución industrial y publicado en octubre en EE.UU., habla de una transición: del consumo masivo del siglo veinte a la personalización de masas del veintiuno.
Anderson habló por teléfono con iEco sobre el libro y los factores tecnológicos que según él han hecho posible el cambio. Pueden resumirse en una frase: hoy cualquier persona con una PC conectada a Internet y acceso a una tarjeta de crédito puede convertirse en fabricante. Este sería el procedimiento, según él: con la computadora y un software de diseño que no requiere demasiados conocimientos técnicos, idea el producto desde cero o aprovecha, para replicar o modificar, alguno de los diseños que la comunidad comparte libremente en Internet. Si no tiene una impresora 3D en casa, paga online con la tarjeta para que se lo fabriquen en el taller de impresión 3D más cercano (según Anderson, en el mundo ya hay mil de estos talleres o makerspaces). Allí, las máquinas materializarán su diseño digital a un costo mucho más bajo que el de una producción artesanal. Excepto por el tiempo de investigación y preparación, ese costo por “impresión” no variará si la producción es de mil, cien, o diez unidades. Siempre será barato, aunque nunca tanto como una producción de millones basada en moldes.
La novedad no es el modelo. Hace décadas que las fábricas chinas sólo necesitan un diseño digital para ponerse a trabajar con el equivalente industrial de las impresoras 3D. Lo nuevo es su democratización gracias al abaratamiento de las impresoras, a la simplificación del software y a la posibilidad de compartir los diseños por Internet. Como dice Anderson, “las mayores transformaciones no se dan por la forma de hacer las cosas sino por cuántas personas las hacen”.
Los ejemplos con que justifica su tesis cubren un amplio espectro del mundo fisico. Desde Brick Arms, una empresa que con una impresora 3D “de menos de 1.000 dólares” dio los primeros pasos en un emprendimiento de armas de juguete para Lego, hasta Local Motors, una automotriz boutique de Estados Unidos que desde plantas de cuarenta empleados piensa revolucionar al sector con autos diseñados por la comunidad.
Anderson no es el único que cree en la importancia del fenómeno. El gobierno de su presidente, Barack Obama, lanzó hace poco un programa que instalará talleres de impresión 3D en mil escuelas públicas del país. Sólo en la ciudad china de Shanghai, Anderson cuenta que se están construyendo cien talleres de impresión.

La innovación al poder
La reducción de barreras a la entrada es una fuente genuina de innovación. Si es más barato entrar, más gente prueba suerte con su idea de negocio o producto, sin tanto miedo a fallar. Internet ya lo demostró con la proliferación de las startups de servicios. Según Anderson, la transformación innovadora que recién comienza en la producción de objetos será aún mayor que la del mundo digital.
Replicar una página de Facebook o entregar los resultados de una búsqueda en Google tienen costos muy próximos a cero. No ocurre lo mismo con la fabricación.
¿No estará limitado el alcance de esa revolución industrial por el costo de replicación?
– No es en absoluto un límite. La razón es que con un objeto físico es mucho más fácil el modelo de negocio. Se lo puede tocar y pedir más plata por él, porque en el precio se incluye el costo de fabricación. Por el contrario, con los servicios digitales lo difícil es el modelo de negocio porque la gente sabe que tu costo marginal es cero. Lo único que sí es cierto es que con bienes físicos no se pueden desarrollar mercados tan rápidamente como con una aplicación exitosa de iPhone o con un sitio Web que capta a millones de usuarios en un día. Es imposible fabricar y entregar millones de productos físicos en un día, es cierto, pero aunque el crecimiento sea más lento, el tamaño final es mucho mayor.
Si en La Economía Long Tail Anderson abogaba por crear empresas capaces de satisfacer las necesidades de muchos pequeños nichos de clientes (Amazon lo ejemplificó con la inclusión en su catálogo de libros difíciles de encontrar), en su último libro declara inaugurada la etapa del Long Tail de las cosas. Si las empresas pueden fabricar sin necesidad de economías de escala, modificar un producto para satisfacer la demanda de un nicho es tan fácil como alterar su diseño digital. La máquina lo hará exactamente al mismo costo y velocidad que la versión anterior.

Adios a China
La automatización creciente le sirve a Anderson para justificar otra de las tesis de su libro, el retorno de parte de la industria manufacturera deslocalizada en China: “El mundo quiere cadenas de producción más cortas por la eficiencia, la flexibilidad, la reducción de riesgos políticos y la protección al medio ambiente. En EE.UU. la producción local está creciendo en la misma medida en que disminuye la importancia relativa de los costos laborales en la fabricación de los productos, teniendo en cuenta que hay mercados de hasta 10 mil unidades en los que no hacen falta grandes economías de escala”.
En su opinión, el fenómeno podría ser especialmente relevante para la Argentina de restricciones a las importaciones: “Estas tecnologías están disponibles para todo el mundo y no necesitan de mano de obra barata para ser viables. Internet y la automatización se encargan de ponerlos a todos al mismo nivel. No voy a sugerir que con ellas se va a poder hacer todo o se va a hacer un iPhone en la Argentina, pero sí que hay muchísimos productos que pueden fabricarse de forma digital”.

Los bits son gratis
Otra característica que distingue a la nueva generación de fabricantes es la apertura. Siguiendo un movimiento llamado Open Hardware (inspirado en el que rige hace años para el software), muchas de las empresas comparten por Internet los diseños digitales y sólo cobran por la venta del producto terminado. Según Anderson, no es sólo altruismo o espíritu comunitario, sino la mejor forma de beneficiarse del efecto red que ya es un clásico de la Web: cuanta más gente participa en tu producto, más valor; cuanto más valor, más gente participa en tu producto.
El valor, en este caso, es claro. La comunidad puede colaborar en las etapas de diseño del producto, en la de promoción (aunque sea de forma inconsciente) y hasta en la de soporte para los clientes con dudas. El propio Anderson regula una de estas comunidades en la empresa de aviones teledirigidos que creó siguiendo los principios que defiende: “La principal motivación de nuestros miembros es que ellos mismos quieren algo, una tecnología o un producto. Nosotros hacemos que les resulte fácil adherirse a la plataforma, incentivamos que compartan sus ideas para mejorarlas y añadirlas al producto, que termina siendo mejor para todos. Lo llamamos crear la arquitectura participativa”.
– ¿Internet descubrió incentivos para trabajar poco explorados por la economía tradicional?
– Un problema que tenemos en economía es que medimos las cosas con plata, pero casi todas las personas miden sus acciones por variables sociales, de reputación, de relaciones personales, etc.
La mayor parte del mundo no funciona con un sistema monetario. Nadie cobra a sus hijos, a sus vecinos o a sus amigos. Mi segundo libro, Gratis, era sobre este tema. Es difícil entender Internet con las herramientas tradicionales de la economía porque en la Web esa parte no monetaria está por todos lados. Además, es un campo donde los amateurs compiten en los mismos mercados y al mismo nivel que los profesionales.
Para el semanario The Economist, donde Anderson trabajó 7 años hasta su incorporación a la revista Wired en 2001, sus teorías son “un poco exageradas” pero basadas en “tendencias importantes y reales”.
– ¿Qué responde a los que lo acusaron de un optimismo excesivo?
– Sin duda soy optimista pero la industria digital ya cambió el mundo. Con La Economía Long Tail si nos equivocamos en algo fue en subestimarla. Google basa su negocio en principios descritos en el libro, vendiendo publicidad a pequeños anunciantes. En los próximos diez años sabremos si me equivoqué. El tiempo lo dirá.
CLARIN