Elogio del desamparo

Elogio del desamparo

Por Débora Vázquez
Creerse el mejor escritor del mundo es una utopía frecuente, por no decir ineludible, con la que los escritores suelen fantasear. Lo raro es no darse cuenta de que son varios los que pueden estar presumiendo de lo mismo. Tal es el caso de Marguerite Duras (Gia-Dinh, 1914 – París, 1996), dueña de uno de los estilos más reconocibles del siglo XX francés y una rabiosa admiradora de su propia literatura (“A mí van a leerme. Lo dicen las encuestas de Gallup. Estoy entre los doce que van a quedar”, declaró) y de su persona. Hacia el final de su vida, al coincidir en un restaurante con François Mitterand, compañero en las filas de la Resistencia, tuvo el descaro de manifestar el asombro que le suscitaba ser más famosa que él en todo el mundo. El ex mandatario, que algo entendía de diplomacia, no la defraudó al contestar que jamás había dudado de que la figura de ella llegaría a eclipsarlo algún día.
La lluvia de verano trata sobre un matrimonio de escasos recursos que sobrevive gracias a subsidios familiares y seguros de desempleo en una casa cuya demolición está en suspenso. Una escenografía hecha a la medida de un film de los hermanos Dardenne. Pero a diferencia de los cineastas belgas, a Duras no le interesa el naturalismo suburbano de la pobreza sino su poesía. Ernesto, el hijo mayor de una prole de siete, aprende a leer solo el Eclesiastés, sin necesidad de pisar la escuela. “Somos ignorantes y parimos la inteligencia”, resume su madre con cierto resquemor.
La mayor influencia en la obra de Marguerite Duras es, valga la redundancia, la obra de Marguerite Duras. La lluvia de verano , por ejemplo, es una novela basada en un film dirigido por ella ( Les enfants , 1985) que se originó en un cuento de su autoría (“Ah Ernesto!”, 1971). Esta historia contagiada de sí misma y contagiosa (Straub y Huillet filmaron un corto en blanco y negro adaptando el mencionado cuento) aborda una problemática muy post 68: el niño versus la escolaridad, un cul-de-sac que Duras también explora en su película Nathalie Granger (1972).
En las antípodas de Daniel Pennac -defensor acérrimo de la escuela pública y el mejor pastor de un rebaño de malos alumnos, según sus libros-, Marguerite Duras expresó en uno de sus tantos artículos periodísticos que “todas las obras maestras del mundo debieran ser encontradas por los niños en los basureros públicos y leídas a hurtadillas, sin que lo supieran padres ni maestros”; cosa que ocurre casi literalmente en La lluvia de verano . Para la escritora, lo esencial es llegar solos a la lectura, porque “si no somos los primeros en descubrir el esplendor de Baudelaire, nunca seremos lectores de Baudelaire”.
En sintonía con el espíritu de sus notas en los diarios, Duras no especula en su novela con lecciones de moral, como podría haberlo hecho Sartre, un escritor que según ella nunca supo lo que era escribir. Su proceder es siempre salvaje e impredecible: contrasta la dispersión de una familia con el rediseño de un suburbio, el final de la infancia con la inminencia de un incesto -planteado casi como un problema habitacional, como el descuido desprejuiciado de los padres-, y la iniciación bíblica con la inexistencia de Dios. Nunca desactiva interrogantes con conclusiones simplistas, prefiere que las inquietudes persistan en el lector. ¿Qué sucede cuando un niño comprende que todo, incluido el saber, es “Vanidad de Vanidades. Y Persecución del viento”? ¿Qué sucede cuando ese mismo niño, luego de diez días, deserta de la escuela por una razón que cree justa? A mitad de camino entre el koan zen y el acertijo lacaniano, la afirmación de Ernesto nos confronta con la prepotencia del misterio délfico, oracular, desestabilizador: “No volveré a la escuela porque en la escuela me enseñan cosas que no sé”.
La lluvia de verano es un elogio del desamparo. En la familia protagónica todos son vulnerables y disfuncionales. Todos sospechan de todos. Todos temen ser abandonados por los demás. Se trata de una sociedad al margen de las reglas de lo pequeñoburgués, en la que prima lo precario y lo incierto. Así, la nacionalidad de los padres permanece oculta tras los papeles provisorios de residencia, las edades de los hijos son ambiguas (Ernesto, se calcula, tiene entre doce y veinte años), los nombres se multiplican (Ginetta, Natacha, Eugenia y Emilia sirven para designar a una única madre) y la lengua compartida se envicia con extranjerismos. Sin embargo, en ese relacionarse enfermo, simbiótico y hasta enloquecido que practican los miembros del clan, hay algo mítico y noble, algo brutalmente real.
Entre la novela conversada y el drama glosado, La lluvia de verano alterna escenas teatrales -de un teatro más bien absurdo- con una narración poética. La originalidad de la forma, no obstante, no es para la autora de Moderato c antabile la clave de ninguno de sus libros. Tampoco la desvela la calidad de su sintaxis que, haciendo caso omiso al propio narcisismo, reconoce como defectuosa. Para la inventora de un fraseo hipnótico en que la repetición nunca es accesoria sino, como en Thomas Bernhard, insistente, necesaria y litúrgica, vale más el sonido que el sentido de una oración. Vale más aquello que Ernesto define como “lo inexplicable”: la música. Y probablemente la música sea el único altar al que Marguerite Duras no osaría faltar el respeto. Porque como manifestó alguna vez en un congreso para traductores literarios -y lo mismo valdría para uno de escritores- “los errores musicales son los más graves”.
LA NACION