Una utopía de la educación

Una utopía de la educación

Por Marc Augé
La utopía de la educación es en lo sucesivo la única esperanza de reorientar la historia de los hombres en la dirección de los fines. ¿Por qué utopía? De hecho, el término utopía, en este uso, sólo tiene sentido en relación con las políticas actuales que van todas en el mal sentido, independientemente de lo que pretendan, porque éstas al mismo tiempo se resignan al fracaso escolar, vinculan estrechamente la cuestión de la escuela o la de la universidad con la del empleo, no se ocupan lo suficiente de crear las condiciones de una cultura general que no dependa del entorno familiar o social y, en resumen, descuidan la cuestión de los fines o la limitan al ámbito de la economía afirmando, por ejemplo, que el regreso al crecimiento es una condición previa absoluta a toda iniciativa social. Pero esta “utopía” tiene su lugar: la Tierra entera, el planeta; por optimismo, de buen grado la llamaría programa. El programa puede acomodarse -de hecho lo hace bien- al tiempo político, al tiempo largo que es una forma de esperanza, en la medida en que el movimiento hacia su aplicación sea perceptible o al menos discernible, lo que hoy no ocurre en ninguna parte, pero que puede comenzar mañana.
Un programa así evidentemente no podría proceder de un deseo cualquiera de gobernar en nombre de un saber absoluto. El conocimiento, contrariamente a la ideología, no es ni una totalidad ni un punto de partida. Se trata, al contrario, de gobernar con vistas al saber, de asignarse el saber como una finalidad, individual y colectiva, destinada a seguir siendo prospectiva y asintótica. Es realmente de lamentar que el término “cientismo” se emplee a menudo con tanta facilidad por polemistas conscientes o inconscientes de las resonancias de esa palabra. Si cientismo significa la afirmación de un saber total del que se deduciría lo que debe ser el comportamiento de los hombres en sociedad, entonces ningún científico es cientista. Al contrario, si la palabra intenta traducir la convicción -compartida por todos los científicos- de que el espíritu humano tiene la capacidad de progresar indefinidamente en el conocimiento, incluso en el conocimiento de los mecanismos cerebrales que le permiten esta progresión, utilizar esa palabra de manera polémica indica pura y simplemente mala fe y oscurantismo.
¿Dónde nos encontramos hoy? Se nos dice, desordenadamente, que de hecho muchos jóvenes no tienen escolarización y se cuestionan las formas de aprendizaje que podrían acompañar a las escuelas para asegurar una transición no conflictiva hacia el mundo laboral; que se acumulan los retrasos escolares y que una parte de quienes comienzan el sexto año no dominan las competencias “fundamentales”: lectura, cálculo, escritura; que al concluir su primer año en la universidad un número importante de jóvenes abandonan sus estudios; que las universidades colaboran insuficientemente con las empresas para garantizarles una salida a sus estudiantes.
Entiendo perfectamente que los responsables, a todos los niveles, se enfrentan con situaciones concretas difíciles y no pretendo dar soluciones preestablecidas para lo inmediato.
Es una realidad que, cuando se invocan exigencias de rentabilidad para justificar las reducciones de personal que conllevan una baja en el poder adquisitivo y ella misma es causa de una desaceleración del crecimiento (es uno de los círculos viciosos del capitalismo en su fase actual), las políticas educativas están cada vez menos orientadas hacia la adquisición del saber por el saber mismo. La orientación se inicia cada vez más temprano, y, en los medios “económicamente desfavorecidos”, para retomar el eufemismo actualmente al uso, los niños tienen una chance mucho menor, si no nula, de acceder a ciertos tipos de enseñanza. Los sociólogos han podido señalar que, en un país como Francia, el sistema educativo tiende hoy no a disminuir sino a reproducir las desigualdades sociales. Nos encontramos ciertamente en la época de la apertura de la enseñanza superior al mayor número de personas, pero la tasa de fracaso en los dos primeros años es considerable. Además, se considera oficialmente que esta apertura de las universidades hace cambiar sus vocaciones: se les invita a que respondan prioritariamente a las necesidades del mercado laboral.
Entonces, aquí vuelvo a emplear la palabra utopía en la medida en que puede servir para recordar algunos principios, diseñar un ideal, sugerir algunas pistas y rechazar algunas situaciones sin salida.
El tema de la utopía de la educación reanuda los viejos debates que jalonaron la historia europea luego del Renacimiento. Pero en Montaigne se trataba de la pedagogía en general y en Rousseau, de la educación ideal de un sujeto singular y ejemplar. En 1966, Sartre en su reflexión sobre los intelectuales ( Situations, VIII ) cambia de perspectiva interrogándose sobre la categoría de los “técnicos del saber práctico”, entre los cuales se reclutan aquéllos, y sobre la formación que estos técnicos han recibido, pero su objetivo no es pedagógico. Estamos en 1966, en un período de relativa prosperidad económica, y Sartre desarrolla un pensamiento crítico radical atizado por las cuestiones que plantean los fenómenos contemporáneos como la lucha de clases, el colonialismo, el imperialismo, el racismo y el sexismo. Medio siglo después estas cuestiones todavía se plantean, pero en términos diferentes; de hecho, precisamente este desajuste temporal puede ser útil para tomar, a la distancia, una más clara conciencia de los desafíos de la política educativa.
En este texto originalmente escrito para una conferencia pronunciada en Japón en septiembre y octubre de 1966, Sartre intenta definir las características que presenta la “categoría social” de aquellos a quienes llama “técnicos del saber práctico”.
Para Sartre, la clase dominante tiene una primera responsabilidad: decide qué empleos ocuparán esos técnicos (médicos, maestros), su número, su especialidad y su distribución; para toda una categoría de adolescentes esto significa “una estructuración del campo de los posibles, los estudios por emprender y, por otra parte, un destino”. La clase dominante tiene en cuenta, para hacer sus elecciones, el crecimiento industrial, la coyuntura y las nuevas necesidades que aparecen, tales como la publicidad o la ingeniería humana. Es decir, Sartre formula, antes de que existiera la palabra en su uso oficial y acuñado, un resumen de la teoría de la innovación en materia social, acompañado de una constatación que anticipa aquella que podemos confirmar cuarenta y cinco años más tarde: “hoy la cosa está clara: la industria quiere meter la mano en la universidad para obligarla a abandonar el viejo humanismo perimido y reemplazarlo por disciplinas especializadas, destinadas a dar a las empresas testeadores, técnicos medios, public relations , etc.”.
A continuación Sartre se interesa en la formación ideológica y técnica que han recibido esos especialistas del saber práctico en el sistema de enseñanza (en el secundario y en la enseñanza superior) que se les ha impuesto “desde arriba”. Subraya Sartre que esa formación les asigna y les enseña a priori dos roles: los convierte en “especialistas de la investigación”, pero también, ciertamente, en “servidores de la hegemonía” o, para retomar la expresión de Gramsci, “funcionarios de las superestructuras”.
En fin, Sartre menciona que son las relaciones de clase las que reglan automáticamente la selección de estos técnicos. Entre ellos no hay obreros, a éstos el sistema no les permite figurar allí más que de manera excepcional. Los técnicos son reclutados en su mayoría entre los hijos de los pequeñoburgueses de las clases medias, a quienes desde la infancia -en la enseñanza primaria y secundaria- se les inculca la ideología particularista de la clase dominante. El técnico del saber práctico desde el comienzo ve determinada su suerte por la clase dominante, que decide, especialmente, la parte de la plusvalía que consagrará a su salario en función de la coyuntura y del crecimiento: “En este sentido, su ser social y su destino le vienen de afuera: él es el hombre de los medios, el hombre-medio, el hombre de las clases medias; los fines generales a los cuales se vinculan sus actividades no son sus fines”. […]
Sartre es un notable analista y un brillante dialéctico, pero ante todo está llevado por el impulso voluntarista que siguió a la Segunda Guerra Mundial. En la inmediata posguerra se pensó en cambiar la sociedad, sentar las bases de una nueva solidaridad: se creyó en el porvenir. Ciertamente, las divisiones estaban allí y el Partido Comunista, poderoso, suscitaba muchas oposiciones, pero se delinearon colaboraciones y, sobre todo, era impensable al salir de una prueba tan mutiladora no dirigir la mirada hacia otro horizonte. La literatura y el cine dieron testimonio de ese estado de ánimo que imponía, en el plano histórico, superar el horror de la guerra y del nazismo y, en el plano metafísico, trascender, en caso de necesidad por una ética del heroísmo, el sentimiento del absurdo engendrado por la confrontación del hombre con el silencio del mundo. Pensamos aquí en Camus, naturalmente, pero también en el existencialismo: afirmar que la existencia precede a la esencia es definir al hombre como creador de él mismo.
Los horrores del mundo para nada han perdido su intensidad, pero hoy no salimos de una prueba tan fundamental, identificable y simbólica como la de la Segunda Guerra Mundial. Hasta que se pruebe lo contrario, las crisis económicas suscitan más inquietudes, depresiones o violencias incontroladas que sobresaltos intelectuales. Ésta es la razón por la cual la utopía de la educación es utópica: no se halla suficientemente acorde al momento histórico para imponerse por sí sola.
Sin embargo, algunos signos en apariencia contradictorios podrían militar a su favor. Las revueltas de la juventud en diversas aglomeraciones urbanas y en diversos continentes sin duda no constituyen un llamado directo a una revisión del sistema educativo, pero son algo distinto de la pura violencia o de una simple reacción contra la pobreza. En la medida en que expresan la injusticia de una situación de marginalización social, constituyen una búsqueda de la verdad: ¿qué debería ser la sociedad puesto que, salta a la vista, fracasa en afirmarse como comunidad de destinos? El tema de la exclusión -social, económica, intelectual- es en sí mismo portador de su contrario: ¿qué debería ser la inclusión social? Toda protesta social tiene su reverso, que es la cuestión fundamental: ¿qué es el vínculo social? Toda protesta es una forma de búsqueda. Otro signo, más directamente decodificable: la necesidad de saber, de la cual da muestras la actitud del público cuando se le presenta la ocasión de manifestarse.
LA NACION

FOTO: Giselle Ferro