18 Oct Jóvenes maestros de viejos diablos
Por Jorge Mosqueira
Una de las convenciones más consolidadas en la sociedad en general y en las empresas en particular es que los gerentes senior tengan mucho que enseñar y los jóvenes mucho que aprender. Sin embargo, dicha presunción se está quebrando bajo el impulso de las nuevas tecnologías de la información y se ha empezado a trabajar en programas, en los que se designan mentores de poco más de 20 años para asesorar a veteranos que superan la cuarta década.
La iniciativa ya fue implementada por el famoso Jack Welch cuando se encontraba al mando de General Electric. El mismo designó como mentor a un joven para que le enseñara cómo navegar por Internet, según relata The Wall Street Journal, luego de impulsar a más de 500 ejecutivos de alto rango a buscar asesores veinteañeros entre sus supervisados para ayudarlos a ingresar al mundo cibernético. Otras compañías como HP, Ogilvy & Mather o Cisco también emprendieron ese camino.
No hay duda de que, en la práctica, es una excelente idea, un recurso válido para actualizar los conocimientos de toda la organización, pero para realizarla es necesario revertir una situación que tiene antecedentes culturales firmemente instalados. Hay muchos puntos críticos en juego y uno de ellos es el ejercicio del poder a través del aprendizaje. El presupuesto básico es que quien enseña ocupa una posición superior al educando. Es el que atesora todo el saber y distribuye generosa e imperiosamente a sus inferiores quienes, por definición, son ignorantes. Este vínculo asimétrico tiene una larga tradición que aún goza de buena salud y es fácil comprobarlo en el ámbito académico. Parte de una concepción verticalista a ultranza basado en el respeto por un escalafón etario que, en realidad, carece de sustento. El quiebre generacional, acelerado por las nuevas tecnologías de la información, obliga a revisar esos supuestos.
Hay veteranos que se ufanan y dicen: “¡Ah, de eso de la computación no me hablen porque yo no la entiendo ni me interesa!”. Pues sólo hacen gala de una gran incapacidad para adecuarse a la historia que viven, recortando sus posibilidades. El fenómeno no es nuevo. Cuando apareció el teléfono en el hogar fue temido por mucha gente como si fuera un bicho peligroso. Aún se cita, en la historia del cine, aquella presentación de los hermanos Lumière donde los espectadores huyeron espantados por una locomotora que se les venía encima. Pasaron varios años hasta que la innovación fuera incorporada, pero las características de este nuevo siglo han reducido drásticamente los tiempos de adaptación. Sencillamente es una nueva variante de la inclusión o la exclusión social.
Queda por eludir el obstáculo más difícil: la soberbia. Todo aprendizaje implica el ejercicio de la humildad, tanto del educador como del educando y ésta es una virtud escasa en estructuras verticalistas. Además, nuestra tradición cultural se basa en la sabiduría de los ancianos a través de su experiencia de vida y efectivamente, la experiencia vale y mucho, pero no abarca también el presente y mucho menos el futuro. Entonces, acudir a los que saben sobre navegar por Internet, enviar un SMS, utilizar Twitter, Facebook o cualquier red social no es una vergüenza, sino una necesidad. La riqueza se genera a partir del intercambio de saberes, sin importar edad o posición jerárquica.
LA NACION