17 Oct Perón, el surgimiento del pueblo y la ruptura del sistema
Adolfo Rocasalbas
“Era el subsuelo de la Patria sublevado”, interpretó Raúl Scalabrini Ortiz el trueno popular del 17 de Octubre de 1945. Buenos Aires, refinada y culta, reflejada en el espejo y el hogar de Europa, observaba impávida el espectáculo de una masa que reclamaba a gritos su ingreso definitivo al libro entonces en blanco de la evolución política.
Las extensas y compactas caravanas de obreros recorrían los barrios desde las ciudades y pueblos fabriles del Gran Buenos Aires y la Capital Federal.
El sol jadeaba, se quemaba en sí mismo y caía a plomo sobre la Plaza de Mayo, como el coronel de la voz inconfundible prometió quemarse en una llama épica apenas dos años antes, cuando anunció -el 2 de diciembre de 1943, al asumir como secretario de Trabajo y Previsión-, “el inicio de la era de la política social argentina”.
La jornada partió en dos la historia, que había sido presenciada y protagonizada por una minoría privilegiada e “ilustre” y sufrida por las mayorías solitarias y huérfanas de esperanza.
Un pueblo a la deriva se debatía entre la marginalidad, la miseria y la desesperación. Una Nación permanecía en el letargo. Era preciso sacudir la modorra. Todo estaba preparado para consumar un nuevo fraude.
Propietarios de ingenios, de obrajes, banqueros y ganaderos organizaron de forma meticulosa la sucesión de Ramón Castillo, integrante del rancio conservadurismo local.
El sacudón llegó con las primeras luces de junio de 1943. La revolución tenía un ideólogo, un mentor, un profeta que permanecía a la espera. Perón tenía un claro proyecto político y una inédita cosmovisión de los problemas argentinos.
La tarea social desplegada desde Trabajo y Previsión -anacrónico y antiguo Departamento del Trabajo- cosechó sus frutos dos años después.
Eran días de incertidumbre y nerviosismo. El accionar desplegado por el coronel despertó recelos políticos en la dirigencia y en algunos de los propios hombres de la Revolución.
El Ejército, al mando del general Eduardo Avalos, interpretó que Perón “hacía y deshacía” y que su poder ya “no tenía límites”. Sobrevino entonces una conspiración interna para inhumar la obra de transformación social emprendida.
El motín se prolongó apenas una semana. Para entonces la impertinencia extranjera ya se había prendido como agua viva del brazo de la oligarquía.
La partidocracia toda asistía horrorizada al espectáculo del romance surgido entre Perón y la raíz de la tierra. Ello dividió claramente las aguas. Los partidos tradicionales, aglutinados luego en la Unión Democrática, presionaron. Reclamaban “elecciones libres” que nunca ofrecieron y la entrega provisional del gobierno a la Corte.
Azuzaron la realidad con un pintoresco pic-nic en la Plaza San Martín, donde se reunieron desde el embajador norteamericano Spruille Braden hasta el socialista más “revolucionario”.
Como afirmó luego Scalabrini Ortiz, “no se trataba de elegir entre Perón y el arcángel San Miguel. Se trataba de elegir entre Perón y Federico Pinedo”.
El coronel fue detenido el 8 de octubre, en el quincuagésimo aniversario de su natalicio, obligado a renunciar a todos sus cargos y trasladado a la húmeda isla de Martín García. La sociedad porteña se tranquilizó.
Hubo asambleas, plenarios, gritos revolucionarios y expresiones más moderadas.
Por último, la CGT declaró una huelga general y nacional para el 18 de octubre.
Pero los trabajadores franquearon las formalidades. En la madrugada de aquel tórrido 17, grupos cada vez más numerosos de obreros provenientes de los barrios más humildes de la Capital y el Gran Buenos Aires comenzaron a trasladarse por todos los medios hacia la Plaza de Mayo.
“Allí, mezclado con esa enorme multitud, alegre y feliz, vi al pueblo por primera vez. Hasta ese momento no lo conocía”. José María Rosa reiteraba esa experiencia al rememorar la marcha de las columnas de “cabecitas” que se adueñaron del centro porteño.
El 17 de octubre significó la ruptura de un sistema y el nacimiento de la democracia social -no de la socialdemocracia- con una sólida base de sustentación de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo -como instrumentó el fascismo- y con una cultura del trabajo y de las propias posibilidades que hicieron factible el crecimiento sostenido durante una década.
La mayor movilización de masas de las primeras décadas del siglo XX se sacudía en la vieja Plaza de Mayo. Los balcones oficiales estaban protegidos aún con toldos para disimular el sol. La multitud, nunca antes observada de cerca por la pintoresca Buenos Aires, jadeaba y se refrescaba los pies en las añejas fuentes del paseo.
Había marchado desde el amanecer hacia ese espacio al grito de “Queremos a Perón” y decidió no retroceder. Era conciente de su destino. No se amedrentó cuando los grupos conspiradores del Ejército y la Armada amenazaron ametrallarla.
Esos intentos cejaron pronto cuando el presidente, Edelmiro Farrel, advirtió a sus súbditos que la masa estaba dispuesta a quemar la Rosada si el coronel continuaba en las tinieblas.
Fueron casi dieciséis horas de espera y vigilia. Hasta que en plena noche se hizo la luz y, un Perón radiante y feliz, apareció con los brazos bien abiertos en los balcones por primera vez.
Convocó a la unidad de los trabajadores -“única forma de vencer y de construir una verdadera Nación”, aseguró esa noche- y, conciente del cansancio de su pueblo, que reclamó a gritos que el día siguiente fuese “San Perón”, finalmente concedió.
Poco después de la medianoche, el odio visceral sistémico fagocitó el primer descamisado. Darwin Pasaponti, de 17 años, se desconcentraba alegre con su columna, consciente del deber cumplido, cuando las balas liberales atacaron a la multitud desde los balcones del edificio de “La Prensa”, en la Avenida de Mayo. Cayó casi sin vida, víctima del cobarde ataque de la impotencia.
Mientras el sistema continuaba asistiendo a banquetes lujosos y lanzando candidatos oligárquicos como Robustiano Patrón Costas, un “fantasma” se presentó ataviado con elegante uniforme militar.
La historia argentina se caracterizó por el fenecimiento de los movimientos populares tan pronto como sus mentores desaparecieron. Rosas, exiliado y muerto, fue integrado a la argentinidad sin que sus seguidores pudiesen materializar una expresión política que inmortalizara su ideario.
Otro tanto ocurrió tras la muerte de Hipólito Yrigoyen. La alvearización del radicalismo, su incorporación a la “concordancia” y el olvido de sus banderas desperdigaron a los fieles chacareros que lo habían acompañado.
En 1943 la milenaria Europa agonizaba en el marco de una guerra interimperialista total. La “Década Infame” había prostituido los valores nacionales y degradado la dignidad ciudadana. Unos pocos pensadores -Arturo Jauretche, Scalabrini Ortiz, Rosa, Fermín Chávez, René Orsi, Atilio García Mellid, entre otros- continuaron la lucha desigual a través de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), casi inmediatamente incorporada al peronismo, y otras corrientes de la época. Hasta el `45.
La jornada reflejó la incorporación del “aluvión zoológico” -al decir de un opositor- a la vida política. Desde entonces, la historia se dividió en dos: antes y después del 17.
TELAM