15 Sep Besos, fotos, sorpresas y mentiras
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Por Néstor Tirri
La ciudad canadiense de Vancouver no suele ocupar espacio en las crónicas internacionales que informan sobre revueltas sociales o disturbios. Hace unos días ocurrió allí uno de esos hechos, pero fue tan intrascendente que nadie se hubiera enterado del suceso de no haber sido por una foto.
No fue una protesta por cuestiones laborales ni por el costo de vida; Canadá goza de una economía regular y sería raro que surgiera un movimiento de “indignados”, como en otros países. La policía se armó de cascos y machetes pero no para un operativo antinarcos en una favela como el que, por esos mismos días, se produjo en Río de Janeiro. No, simplemente fue a poner orden en una trifulca? entre hinchas de hockey.
Fue después de que un equipo local, los Canucks, fuera derrotado por los Bruns, de Boston. Pero en medio de esta situación, irrelevante desde una perspectiva cívico-social, hubo un hecho que le dio inesperada trascendencia. El periódico Toronto Star publicó una fotografía del operativo policial en la que aparece un agente con casco y visera de protección, empuñando un bastón, en primer plano, con el fondo lejano de hinchas que son despejados por otros efectivos uniformados. En el medio hay una vasta calle desierta y, tirada en el piso, yace una pareja de posibles amantes, abrazados y besándose. Esa fotografía recorrió el mundo con el rótulo The Riot Kiss (“El beso entre los disturbios”) y así, insólitamente, el trivial episodio de la trifulca del hockey puso a Vancouver en la mira internacional.
Captar el instante
Vista objetivamente, sin “info” sobre el contexto que le dio origen, esta foto podría integrar esas selecciones de registros gráficos periodísticos del tipo “más elocuente que mil palabras”. La “elocuencia”, en este caso bastante obvia, es la de haber confrontado, en profundidad de planos, un hecho de violencia con otro de ternura y amor. Desde el punto de vista periodístico revela la sagacidad o, mejor, el acierto circunstancial del fotógrafo Richard Lam, por haber sorprendido a los involuntarios actores de la escena en una situación insólita y a contrapelo, que dura apenas un instante, pero que quedará fijada tal vez por siglos (la fotografía es un invento demasiado reciente como para saber si sus alcances se podrán medir por centurias y, además, si la evolución de la cultura mediática logrará vencer la profecía de Warhol acerca de los “quince minutos de celebridad” de cada uno).
Otra de las aristas interesantes de este registro reside en la absoluta inconsciencia o ignorancia de sus protagonistas. Los enamorados de la foto, en efecto, se vieron en los diarios al día siguiente de los disturbios y no lo podían creer. Ella se llama Alexandra Thomas y es canadiense; él es un joven australiano, Scott Jones. Alexandra, graduada en la Universidad de Guelph (Ontario), conoció a Scott hace seis meses y comenzaron a vivir un romance. Y una noche, impensadamente, quedaron envueltos en un enfrentamiento callejero. También inesperadamente, se descubrieron fotografiados en un momento de sus vidas que ellos no olvidarán pero que, además, en los archivos gozará de una permanencia no calculable.
No es difícil asociar este caso con el de otra foto que perennizó, también, un beso: el del Hôtel de Ville, en la instantánea que plasmó Robert Doisneau en París, en 1950. También es un registro en la calle, con el el hotel de marras de fondo. Y también recorrió el mundo y se convirtió en uno de los íconos de la fotografía artística de todos los tiempos, tanto en antologías en formato libro como en ampliaciones que se venden junto a los afiches de Toulouse-Lautrec.
Éste es el rasgo que la diferencia de la reciente, la de Vancouver. La de Lam, en efecto, nace como flash periodístico, esto es, alguien que presiona el obturador de la cámara sólo para documentar un acontecer que formará parte de la información del día y que, sin embargo, sin querer registra otra cosa, algo que flota o que se cuela indiscretamente en el campo de la perspectiva y que, sin que el operador lo advierta, transforma la foto en algo distinto.
La situación evoca inevitablemente otro caso, casi idéntico pero paradójicamente inverso: el fotógrafo de Blow- Up , que anda por un parque londinense, al descubrir a una pareja de amantes se complace en disparar reiteradamente para captar ese instante, esos besos robados a la vida mundana (y seguramente a la vida matrimonial de cada uno); sin embargo, al revelar la película descubre que, sin proponérselo, ha fotografiado un crimen, un arma apuntando entre los árboles y, en las siguientes tomas, un cuerpo yacente en el césped. Atraído por los besos, el fotógrafo de ficción (David Hemmings, en el film de Antonioni) centró el objetivo de su cámara allí y no advirtió la acechanza de la muerte. De la misma manera, pero recorriendo con la intención el camino contrario, el canadiense de la agencia Getty focalizó en la violencia de los disturbios y no reparó en el beso de la pareja.
(El otro fotógrafo intruso que el cine hizo célebre fue el que encarnó James Stewart quien, en su obligada inmovilidad por una pierna enyesada -y guiado por Hitchcock-, se instala frente a su ventana, y con su cámara registra la vida del entorno y devela hechos inconvenientes en La ventana indiscreta – Rear Window , 1954-, pero ésa es otra historia.)
Con El beso del H ô tel de Ville la historia es distinta; Doisneau (1912-1994) recibió una propuesta de la revista estadounidense Life para ensayar una suerte de “reportaje visual” de los enamorados de París. Si bien allí también palpita un impulso documentador, la operación es más calculada; vista en detalle, en el área inferior izquierda del cuadro se distingue el hombro de un señor sentado en una de las clásicas mesitas redondas de las terrasses parisinas, de la que se ve uno de sus bordes; Doisneau estaba instalado allí, observando el entorno, como el cazador que atisba a sus posibles presas (el fotógrafo mismo reveló que, para esa foto, se había sentado en un café cercano a Invalides).
De pronto el visor de la cámara enfocó la frescura con que dos seres manifestaban sus sentimientos, mezclados con el acontecer cotidiano de la calle y el bullicio del tránsito parisino. Hace seis años la copia original de la célebre foto fue a remate, con una base fijada en 10.000 euros, calculando que las ofertas elevarían esa cifra a quince mil o veinte mil. Sin embargo, en escasos minutos se produjo un colpo di scena con un comprador que ofreció la impactante suma de 150.000 euros, a los cuales los impuestos y gastos de subasta elevaron a 184.960 euros.
En oposición a la deliberada operación de Doisneau, el reportero gráfico Richard Lam, en la medida en que cumplía un encargo de la agencia Getty Images, no fue consciente de que una toma suya había impactado a la gente, hasta que sus colegas de la agencia y después el mundo entero (las fotos comenzaron a circular en la Web en múltiples blogs ) lo convencieron de que sus disparos habían plasmado una escena de inquietante carisma. Cabría preguntarse, en este punto, si vale la pena establecer una diferencia ontológica entre el registro periodístico y la foto artística; existe, es evidente, pero lo que cuenta es que entre ambas entidades se dan conexiones tan potentes como el impromptu y a veces la inconsciencia del fotógrafo, la aventura un poco vampiresca de asaltar al transeúnte desprevenido, la captación implacable de un instante fugaz.
Durante muchos años estas características fueron válidas para la famosa foto del Hôtel de Ville. Pero tanto el factor azar como la “espontaneidad” eran un bluff . Ocurrió que, cuando en 1992 las ventas de pósteres con esa imagen alcanzaron las 410.000 copias, apareció una pareja de impostores, Jean y Denise Lavergne, quienes pretendieron hacerse pasar por los novios sorprendidos “casualmente” por Doisneau. El fotógrafo, entonces, reaccionó vigorosamente (“No habría sido capaz de usar impunemente a desconocidos como modelos, sin su aprobación”, dijo) e hizo comparecer a la modelo verdadera, Françoise Bornet, estudiante de arte dramático en la época de la foto, que guardaba la copia original con el sello del autor: ella y su novio de entonces, Jacques Carteaud, habían “posado” en movimiento para la foto destinada a Life .
Françoise recordó el impacto de esta revelación cuando la copia original salió a remate en 2005. Para entonces ella tenía 75 años y el beso de una lejana tarde otoñal de 1950 no era más que un tenue recuerdo.
La pareja que en Vancouver acaba de ingresar en la historia de la fotografía no contaba, en cambio, con ningún arreglo previo. “La policía nos arrastró -explicó el joven Scott Jones al mismo diario que había publicado la foto-. Caímos al pavimento y yo traté de calmar a mi novia, que lloraba y se sentía muy perturbada, sólo eso.” Más allá de la pose, en un caso, y de la espontaneidad, en el otro, una de las diferencias profundas entre una y otra reside en que en 1950 un beso en la calle era un hecho infrecuente pero contaba con un entorno distendido; en el siglo XXI esos besos en lugares públicos son moneda corriente pero a veces se filtran como polizontes despistados en medio de tumultos, señal inequívoca de tiempos violentos. Entre los códigos de una época y los de otra, el beso entabla una secreta continuidad en la conjunción de las almas.
Es probable que la súbita celebridad de los chicos de Vancouver fortalezca el noviazgo que están viviendo; por el contrario, el romance de Françoise con Jacques Carteaud, en 1950, duró unos meses más y se esfumó. Pero en uno y otro caso hay algo que prolonga el estallido de los afectos: un disparo certero que fija, en una imagen, el instante fugaz de un beso que apuntará a la eternidad..
LA NACION