14 Sep Las raíces biológicas de la religión: ¿Nacidos para creer?
Por Alejandra Folgarait
El siglo XX derramó la idea de que la religión se convertiría en parte del pasado pintoresco de la humanidad. Ahí estaba Marx clamando por ponerle fin al opio de los pueblos, mientras la ciencia prometía iluminar con su racionalidad cualquier creencia mágica sobre el origen del cosmos y la vida sobre la Tierra, de la mano de Einstein y Darwin.
Pero resulta que el siglo XXI asiste a un renacimiento de las ideas milenaristas del fin del mundo, vía profecías mayas u otros apocalipsis. Sorprende también la eclosión de creencias esotéricas sobre energías que unen a las personas con los objetos de sus anhelos –según el modelo del libro El secreto– y empujan a los viajeros a visitar sitios supuestamente cargados de virtudes energéticas, desde el cerro Uritorco, en Córdoba, a las pirámides de Egipto.
¿Por qué subsisten las religiones y las supersticiones de toda laya? Quizás esa persistencia en creer no sea más que biología. La religión, señalan los psicólogos evolucionistas, bien podría tener una razón para pervivir en el cerebro humano del siglo XXI.
Tras estudiar las raíces neurológicas de la moral, Jonathan Haidt, psicólogo social de la Universidad de Virginia, concluyó que la espiritualidad es parte de la naturaleza humana. “La experiencia de la autotrascendencia es común a humanos de todas las épocas”, indicó el psicólogo enrolado en la corriente de la psicología positiva durante una reciente conferencia TED. Así como las intuiciones de lo que está bien y está mal surgen de los centros emocionales del cerebro, la búsqueda de lo sagrado tiene una raíz natural inconsciente. Las teorías conscientes y racionales –las religiones– vienen después a revestir lo que el instinto espiritual delineó.
Según Haidt, la religión, como la cultura, es una expresión evolutiva que facilita la supervivencia de los grupos humanos. Más allá de la violencia que pone en juego la competencia entre tribus o equipos, Haidt destaca que la clave de la función de los grupos es poner a todos los individuos a cooperar para el bien del supraorganismo social.
Cada vez más estudios de imágenes cerebrales revelan que el rezar y el meditar activan áreas neuronales precisas del lóbulo frontal y desactivan el lóbulo parietal. Estudios hechos con monjes tibetanos probaron que la meditación compasiva o empática es capaz de cambiar las conexiones del cerebro. Precisamente, el Dalai Lama acaba de recibir el Premio Templeton (1,7 millones de dólares) por prestar su cerebro a ser estudiado por investigadores que buscan comprender los efectos de la espiritualidad.
Pero no se trata sólo de un asunto zen. Según revelan algunos estudios con niños, nacemos con el cerebro “cableado” para creer. Por eso los chicos se inventan amigos imaginarios, confían en superhéroes infalibles y creen que objetos inanimados –como el sol o el trueno– pueden albergar buenas o malas intenciones hacia ellos.
Para el psicólogo norteamericano Justin Barrett, profesor de Psicología en el Seminario Teológico Fuller, de California, el concepto de Dios es natural para los chicos y no involucra poner en marcha sistemas cognitivos diferentes de los que se utilizan para adquirir otros conceptos, como el de “perro” o “equipo de fútbol”. Desde este punto de vis ta cognitivo, las creencias religiosas no se diferencian de las otras que guían la conducta humana.
Según varios experimentos, los niños de jardín son capaces de otorgarle deseos, pensamientos e intenciones a un ratón después de muerto. Pero, a medida que crecen, van refinando las atribuciones animistas hasta el punto de que los adultos sólo creen en la persistencia de estados psicológicos después de la muerte sólo en el contexto de un ambiente social donde pervive una narrativa religiosa. En cuanto a la creencia en un alma (una esencia inmaterial), aparece a los seis años en los niños en el contexto de una educación religiosa familiar y se diferencia del concepto de mente y de cerebro. Por eso, la psicóloga norteamericana Rebekah Richert, de la Universidad de California, sostiene que no se puede hablar sólo de un componente natural para la predisposición religiosa de los niños sino también de un aprendizaje cultural, en el cual resulta fundamental la imitación de lo que hacen los otros miembros del grupo. La imitación no implica solamente repetir rituales y comportamientos religiosos, sino comprender cuál es su intención. La hipótesis de Richert es que “los chicos desarrollan una capacidad inicial para realizar prácticas religiosas y las expectativas culturales conducen a integrar el significado de esas prácticas en conceptos religiosos específicos para cada cultura”.
Con todo, no es lo mismo creer en Papá Noel o el Ratón Pérez que en Dios. Al año de vida, los bebés ya tienen una teoría básica de la mente que les permite distinguir sus propias creencias de las de los otros, según postulan los filósofos Albert Newen y Leon de Bruin en la revista Cognition. A los cuatro años, la capacidad de diferenciar la propia mente de la ajena está desarrollada. Los niños podrían entender que Dios no es la proyección de un humano con poderes sino un concepto diferente, con sus propias características (inmortalidad, infalibilidad, omnisciencia).
Crisis y felicidad
La búsqueda de lo trascendente puede motivar una vida de sacerdocio, un viaje hacia lo desconocido o la inversión de millones de dólares en proyectos astronómicos y espaciales para descubrir otros mundos. Pero lo sagrado también puede volcarse en lo más profano y mercantilista, como prueban los shoppings.
Verdaderos templos de consumo para adoración del dios dinero, los shoppings viven picos de ventas durante los feriados relacionados con celebraciones sagradas. Tras estudiar los números de ventas en sociedades cristianas, judías y musulmanas de Estados Unidos, Israel y Túnez, la investigadora en marketing Ayala Rubio, de la Universidad Temple, en Estados Unidos, demostró que los centros comerciales adquieren características de lugares sagrados durante la Navidad, la Pascua judía y Ramadan y que las mayorías religiosas se vuelcan histéricamente a gastar en los shoppings durante esos días. Las minorías buscan consumir productos con personas de sus propias creencias para sentirse parte de la comunidad. Ambos grupos se vuelven más caritativos durante las fiestas religiosas.
La religión también se vincula con el estado de ánimo. En épocas de crisis, los que creen en un Dios son más felices que los que no comparten ninguna creencia en un ser superior. Según una encuesta Gallup realizada entre 2005 y 2009 en 150 países, allí donde hay más problemas de empleo y acceso a la comida y la salud se extiende más la religión y las personas declaran ser más felices.
Sin embargo, esto vale sólo para las sociedades que ya son religiosas. En las que no son creyentes, el nivel de felicidad de la población se relaciona con la satisfacción de sus demandas y no con el nivel de religiosidad. Esto significa que, a diferencia de lo que sostienen los evolucionistas, la religión no es necesaria para todos los humanos sino más bien una cuestión cultural y social. Allí donde ya está instalada, la religión ayuda a ser más feliz.
El 68% de las personas del mundo confiesa que la religión es parte importante de sus vidas, según el estudio publicado en diciembre pasado por el psicólogo Ed Diener, de la Universidad de Ilinois, en el Journal of Personality and Social Psychology. La paradoja central de la religiosidad actual es que la mayoría de las personas aseguran que la religión contribuye a su felicidad y al mismo tiempo abandonan las instituciones religiosas. Se practica una religión más individualista, que valora la libertad a la vez que se beneficia de la idea de trascendencia.
Una posibilidad es que no sea la religión sino la espiritualidad lo que caracteriza la naturaleza humana. Después de todo, un estudio mostró recientemente que el 20% de los científicos que se declaran ateos confiesa sentirse una persona espiritual. Todo indica que, independientemente de las instituciones religiosas, hay “believers” para rato.
REVISTA EL GUARDIAN
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