15 Aug Batman, el nombre del miedo
Por María Negroni
Para cualquiera que haya estado en Nueva York el año pasado, durante la ocupación del Zucotti Park por los indignados y haya presenciado la pesada artillería policial -incluidos los helicópteros y oficiales de civil apostados en los techos- que desplegó la ciudad antes, durante y después del desalojo del parque el 15 de noviembre, el último film de Christopher Nolan, El caballero de la noche asciende, será algo más que el desenlace de su trilogía. Todo en él evoca los hechos históricos, políticos y económicos que, a partir del 11 de Septiembre, la sociedad norteamericana se ha acostumbrado a ver en su escenario más cosmopolita.
En manos de Nolan, la maravilla del cómic, acentuada, si cabe, por los efectos especiales y la acrobacia digital, logra fundir realidad y fantasía (una de las debilidades borgianas del director, como también puede verse en Memento , Inception , The Prestige ), a la vez que se explaya sobre un déjà -vu compulsivo, un concentrado de las paranoias sociales más recientes. Esta resurrección de Batman , podría decirse, es un catálogo de miedos, más específicamente de los miedos que un americano promedio (bastante republicano) podría tener (a los que seguramente podría sumarse ahora el ataque en Denver, durante el estreno de la película, en el que murieron 12 personas).
No falta nada para su pesadilla: ni los aviones usados para los atentados, ni los saqueos a los ricos de la 5» Avenida, ni los abusos de poder que sobrevienen, acaso ineluctablemente, con las masas desenfrenadas, ni la reclusión de Batman en una cárcel donde los presos hablan árabe como en un centro clandestino de Al-Qaeda, ni siquiera el peligro nuclear, concreto y palpitando ahora en las entrañas de la ciudad -los “villanos” tienen su centro de comando subterráneo- como si, de pronto, Irán se hubiera mudado subrepticiamente al sótano de “casa”.
Los parecidos con la realidad no son mera coincidencia. Tampoco los guiños culturales. Se sabe que Nolan (Inglaterra, 1970) estudió Letras en el University College of London, y eso se le nota. La cueva circular donde los presos esperan la muerte hace pensar en la feroz alegoría de Samuel Beckett El despoblador (1969) y en varios grabados de Gustave Doré. El policía joven que ayuda a Batman se llama ilustremente Blake. Y aún más atrás en el tiempo, hay referencias obvias, pero no por eso ineficaces, a la Revolución Francesa. Las escenas extraordinarias de la Corte Marcial donde el doctor Jonathan Crane (alias “El Espantapájaros”) decide en forma sumaria el destino de los acusados son un combinado de El p roceso, de Kafka, y las imágenes con que Jacques-Louis David registró los juramentos revolucionarios en Le Serment du Jeu de Paume (1789). Al irlandés Edmund Burke ( Reflections on the Revolution in France , 1790) le habría encantado este film. No es necesario agregar que la increíble liberación de presos en Ciudad Gótica recuerda la toma de la Bastilla y, por extensión, todas las cárceles abiertas que, al parecer, las revoluciones tienen la mala costumbre de impulsar.
La razón de éstos y otros pastiches (o intertextualidades) se explica fácil: dado que el inconsciente es fiel, los nombres de los miedos cambian, pero los miedos no. Así, cuando Bob Kane creó la tira cómica en 1939, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, no podía intuir hasta qué punto sus múltiples “villanos” representarían, según las épocas y circunstancias, formas actualizadas del “mal”. ¿Debo decir que la mafia terrorista/ comunista/ violenta/ malvada y brutal del film de Nolan es apenas un avatar aggiornado de aquella que encarnaba el “peligro rojo” en los años 50, cuando los directores del film noir denunciaban, a la vez, la decadencia moral del país y la hipocresía del “sueño americano”? La diferencia quizás estribe en que McCarthy puso a esos cineastas en las listas negras de Washington y muchos de ellos perdieron su trabajo y tuvieron que exiliarse.
La comparación no es antojadiza. Como los detectives de la novela negra Sam Spade, Lew Archer o Philip Marlowe, también el Murciélago Enmascarado es un tipo duro, solitario, desmarcado de la policía (con la que, no obstante, mantiene lazos “afectivos”), inmune -a veces- al encanto de las damas tóxicas y, en general, por completo abocado a enfrentar los proyectos del mal. También, como ellos, es un héroe urbano, un tanto derrotado e incansable, que circula sin pausa entre las cloacas y los rascacielos, los detritus y el lujo, lo verdadero y lo falso.
Por supuesto, el bien y el mal son categorías movedizas en los mundos de la serie negra (en el nuestro también). La eficiencia, por ejemplo, tiene virtudes, pero es obvio que, al menor descuido, se contamina de puritanismo y el resultado es la Prohibición, con sus secuelas en todos los rubros. Lo mismo ocurre con los negocios. El dinero tiene su impronta, pero no es menor la sangría que imponen el vértigo de las ganancias y la ética del trabajo a la escena del cuerpo, en especial en materia sexual. Y eso que no he hablado de los efectos que pueden causar, a nivel personal y social, las estafas estilo Madoff o las catástrofes financieras como las que se sucedieron a partir de 2001 (con las quiebras de Enron, primero, y de Lehman Brothers, Washington Mutual, Chrysler o General Motors, después).
Hay un video en YouTube, en el cual el actor Joseph Gordon-Levitt (que en la película hace de policía idealista) aparece en la avenida Broadway de Manhattan, manifestando su apoyo a los ocupantes del Zucotti Park. La entrevista fue grabada por simpatizantes del movimiento, cuando aún el parque hervía de jóvenes con sus bibliotecas, servicios médicos, centros de yoga y cocinas ambulantes, y todo alrededor eran pancartas contra los rescates financieros del gobierno, y a favor de la reimplantación de la ley Glass-Steagall, que promulgó Roosevelt para separar los bancos de depósitos de los bancos de inversión. El actor, de anteojitos y clásica casquete de béisbol, informa al entrevistador que se encuentra en Nueva York para terminar una película -a la sazón, The Dark Knight Rises . Y entusiasmado agrega que, en la película, hay una escena en la que los manifestantes chocan brutalmente con la policía frente a la Bolsa, justo a dos cuadras de donde están. “You’re gonna like that movie, guys [«Les va a encantar la película»]”, asegura.
Me gustaría saber qué clase de idea más bien incongruente le pasó por la cabeza en ese momento. ¿Habrá creído que los chicos del Occupy Wall Street se sentirían identificados con esa horda de lobos y pobres diablos más bien nerviosos que avalan los atropellos del villano Bane? ¿O bien que Bane, ese líder que no quiere saber nada de la raza humana, les parecería un dechado de vicios por imitar?
El nuevo Batman de Nolan es, a la vez, un film extraordinario y una jugarreta un poco sucia. Lo primero, porque es un tramado de otros films y, en ese sentido, consigue lo que toda obra busca, incluso sin saberlo: fundar una poética. Las sombras de Fritz Lang ( Metrópolis , M ), Carol Reed ( The Third Man ) o Jules Dassin ( Night and the City ), con su estética expresionista y su tendencia el melodrama, son tan evidentes como precisas. Lo segundo porque, en sus ensoñaderos fantásticos se cuelan, con excesiva obviedad, debates inconclusos. También se parodian, con saña innecesaria, los esfuerzos de resistencia de una generación condenada al Facebook, los mensajes de texto y el vacío global interconectado, cuando no al espectáculo de fastuosas maniobras financieras, con su ballet corrupto de inequidades.
Por suerte, para mí (y para el film), algo se cuela sin hacer ruido. Atrás quedan los rostros consternados del Comisionado Gordon, las sensatas advertencias de Alfred, la sonrisa de Blake y el genio de Fox, y la cámara capta la escena de la gran corporación, donde curiosamente “buenos” y “malos” entran y salen, cambiando sólo el lugar que ocupan en la mesa de los negocios (y los negociados). Nótese también que ese extraño parentesco psicológico y espiritual, tan súbitamente expuesto, se evidencia en cosas concretas: todos tienen las mismas caras, los mismos gestos, el mismo relajamiento exagerado en los modales y, a veces, hasta el mismo modo de vestirse.
Por si esto fuera poco, los superhéroes góticos siempre se las ingenian -como las palabras- para decir lo que dicen, y además más y otra cosa. Y luego, sin truco alguno, vuelven a la muerte de la que nunca salieron y se quedan solos, pensando en su orfandad incurable. Con esto alcanza. No sólo porque esa tristeza los protege de ser felices (es decir, de adaptarse a la “realidad”), sino porque interrumpe, sin vuelta atrás, los planes paralizantes y estériles del orden. El resto es literatura, festival de luces y sombras para que la imaginación haga su juego, para que incentive las grietas del mundo, descalabrando, una vez más, la razón a favor del deseo.
LA NACION