Una garota inmortal

Una garota inmortal

Por Fernando López
La escena es fácil de imaginar y tiene su encanto. Un poeta y un compositor, los dos con firma reconocida y los dos muy sensibles a la belleza femenina, están en el invierno carioca de 1962, como tantas otras veces, compartiendo unas cervezas sentados a la mesa de un bar en la esquina de Montenegro y Prudente de Moraes, pleno Ipanema. Es lo que ellos llaman su puesto de observación: desde ahí pueden apreciar el paso de las muchachas que van o vienen de la playa y hasta pueden esbozar teorías que explicarían el porqué de su suave balanceo al caminar. Una les llama especialmente la atención: 15 años, un metro sesenta y nueve, ojos verdes, pelo largo, lacio y negro. No saben quién es, pero la visión los deja mudos; el impacto es tan poderoso que la inspiración les llega como un torrente y ahí mismo le dedican un samba. El poeta es Vinicius de Moraes; el músico, Antonio Carlos Jobim, y el samba, uno que recorrerá el mundo. Se llamará “Garota de Ipanema” y llegará a ser la canción popular, que (con la única excepción del “Yesterday”, de The Beatles), merecerá el mayor número de grabaciones de todos los tiempos. Ahora ese clásico cumple cincuenta años.
La leyenda se viene repitiendo con distintos ornamentos y variaciones, según va pasando de boca en boca. Por eso, quizá convenga establecer algunas precisiones.
Sí fue en el bar Veloso (que hoy lleva el mismo nombre del que se convertiría en el título más famoso de la bossa nova) donde Vinicius y Jobim descubrieron a su musa. Pero no la habrán visto sólo una vez, sino muchas: la chica (cuya identidad demoró en ser revelada) vivía en la calle Montenegro (hoy Vinicius de Moraes) y solía pasar por la esquina rumbo a la playa, pero también cuando iba al colegio, o de visitas o al dentista, y solía entrar en el bar a comprar cigarrillos para su madre. Pero la canción no nació ahí. Aunque pasaba muchos ratos en las mesas de ése y otros locales, no era costumbre de la famosa sociedad artística trabajar en ellos. Los versos -escritos por Vinicius en Petrópolis- llevaron, en principio, otro título, “Menina que passa”, y exponían un sentimiento muy presente en la obra del poeta: “Vinha cansado da vida, de tantos caminhos (.) com medo do amor/ Quando na tarde vazia (.) Eu vi a menina que vinha num passo/ Cheia de balanço caminho do mar”. Pero no lo conformaban. No, por lo menos, esa primera parte. La rehizo, pues, y la rebautizó.
Tom le prestó una de sus melodías más originales, a un tiempo alegre y triste, bien de acuerdo con una letra que exalta la belleza de la chica que pasa indiferente y lamenta la soledad del poeta, condenado a admirarla desde lejos. La compuso en su casa de Ipanema, con destino a una comedia musical, Blimp, cuyo texto Vinicius nunca terminó de escribir. Tal como la conocemos, la presentaron en un show, Encontro, que se estrenó hace ahora 50 años en un club nocturno de Copacabana, Au Bon Gourmet. Terminó siendo una temporada histórica por varios motivos. Fue la primera y única vez en que actuaron juntos los tres padres de la bossa nova: João Gilberto, Jobim y Vinicius, además del conjunto Os Cariocas. Hubo en ese show otros estrenos, como “Só danço samba” y “Samba do avião”, las dos últimas canciones que firmaron juntos el músico y el poeta. Y no hay que olvidar que además se trató de la primera vez que Vinicius, que todavía pertenecía al cuerpo diplomático, se atrevió a subir a un escenario para cantar en público. Con el permiso de Itamaraty, claro, a cuyas recomendaciones atendió sólo las primeras noches (la temporada duró cuarenta y cinco): entonces aparecía de traje oscuro, muy formal y bebía poco. Con el paso de los días, para alarma de sus colegas diplomáticos, abandonó el saco y la corbata, optó por la sencilla camisa negra con el cuello desabotonado que se le conocería en sus posteriores e inolvidables shows en nuestro país y dejó de moderar el número de tragos. Allí esbozó, pues, el que le resultaría el mejor formato para expresarse como artista, como poeta y como hombre. Con el vaso (y la botella) de whisky al alcance de la mano, con mucha poesía y mucha música, y en una atmósfera relajada y cordial, como si todos -los del escenario y los de la platea- fueran viejos amigos.
Lamentablemente, aunque se hicieron varios registros grabados de esos recitales, quienes intervinieron en ellos no autorizaron su comercialización. De modo que la “Garota…” se hizo conocer primero en vivo, más tarde (en enero de 1963) en grabaciones de otros artistas (Pery Ribeiro, Os Cariocas, el Tamba Trío), y sólo tuvo una versión de Jobim en abril, en un disco de larga duración grabado en los Estados Unidos. Ya era popular en Brasil cuando llegó del Norte la versión que establecería el prestigio internacional de “Garota de Ipanema”. Primero, el simple en inglés (letra de Norman Gimbel) que reunía la voz -fresca, diáfana y sin afectaciones- de una cantante amateur, Astrud Gilberto, y el saxo de Stan Getz; después el álbum (Getz/Gilberto) que sigue siendo hoy un clásico y para el que João sumó su canto (en portugués) y su guitarra indispensables.
El dulce balanceo de la garota no fue solamente seductor, también resultó muy oportuno: a cuatro años de su revolucionaria irrupción, todo en Brasil se había convertido en bossa nova; cualquier cosa que aspirara a mostrarse como novedosa era bossa nova; un menú de restaurante, un jabón en polvo, una heladera, un modelo de zapatos. Hasta hubo un presidente bossa nova: João Goulart, según la ocurrencia de un cantautor, Juca Chaves, famoso por sus canciones satíricas. La moda arrasaba con su efecto vulgarizador. La música que había sido expresión de un Brasil moderno en plena euforia desarrollista de la era Kubitschek, la que había impulsado un movimiento renovador entre compositores y poetas, celebraba el amor, la sonrisa y la flor y había reemplazado las angustiosas noches de humo y alcohol del samba canción por las fiestas de sol en un barquito surcando el mar azul, ya no mostraba el mismo ímpetu ni la misma frescura, y además empezaba a flaquear ante el avance de una producción que cada vez más cedía a la apelación comercial. Hay quienes -como Ruy Castro, referencia indispensable cuando se habla del tema- opinan que la temporada de Encuentro marcó el momento cumbre de la bossa nova en Brasil y que “Garota de Ipanema” vino a asegurar el rescate de su refinamiento y su sofisticación. Mucho ha de tener que ver en esa hipótesis el hecho de que después de tal esplendor la formidable usina artística se dispersara: Jobim y João, reclamados por el mercado norteamericano; Vinicius, por sus deberes diplomáticos. La garota, a su vez, se había emancipado y siguió su marcha hechicera seduciendo a artistas de todo el planeta, de Sinatra a Louis Armstrong, de Mina a Nat King Cole, de Sarah Vaughan a Stéphane Grappelli. A la extravagancia de la bahiana de ojos pícaros y sombreros frutales que Carmen Miranda había impuesto como rostro del país del eterno carnaval la sucedía ahora esta muchacha joven, solar, llena de gracia. Moderna, como el Brasil que entonces parecía, por fin, iniciar el camino hacia ese paraíso futuro que había soñado un Stefan Zweig, consciente del potencial y la capacidad del país para superar el drama de la desigualdad. Una ilusión prematura, seguramente -la historia está ahí para probarlo-, pero no descaminada según puede verse ahora que han pasado cincuenta años.
¿Cómo era esa chica? Una criatura de piel dorada, una flor, una sirena, con la mirada triste de quien lleva consigo el sentimiento de la juventud que pasa, de la belleza que es fugaz y no tiene dueño porque es un don de la vida en su incesante y melancólico fluir. Más o menos así la definió Vinicius cuando, tres años después del nacimiento del samba famoso, respondió a la demanda de quienes necesitaban (quizá con la intención de atraparla y conservarla en una imagen como se intenta atrapar la belleza de una mariposa en vuelo pinchándola en un panel) que esa visión tuviera nombre, apellido y estampa visible, y reveló que la chica del deslumbramiento inicial se llamaba Heloísa Eneida Menezes Paes Pinto y respondía a la descripción que reproduce la leyenda. Helô Pinheiro, según se la conoció después de casada, sigue siendo, para los que no confían en las visiones poéticas, la “garota de Ipanema de verdad”, la que una vez se mostró de cuerpo entero en las páginas de Playboy, y en estos días, pasados los 65, atiende gentilmente a periodistas curiosos que quieren celebrarle el cumpleaños y averiguar qué fue de su vida.
¿Pero puede confundirse a la modelo con la pintura que la retrató? La belleza de la garota nacida del arte de Vinicius y Jobim, una visión o quizás el resultado de muchas visiones superpuestas y no la traducción poético-musical de una sola, es inapresable. Y felizmente inmortal.
LA NACION