07 Aug Una teoría de la lealtad
Por Juan Giani
Podría pensarse que la relación entre el humor y la política queda siempre entrampada en la pura ciénaga de las incompatibilidades. En tanto discurso institucionalmente reparador de mayúsculos pesares colectivos, la política revestiría un carácter perpetuamente grave, a ceño fruncido, aferrada al rigor moral de un mundo que espera de ella solventes soluciones y no relajamientos momentáneos. Sus verdades están continuamente enclavadas en coyunturas que exigen concentración militante, y la distracción de cualquier chascarrillo puede desviar la esmerada atención del funcionario que tiene a su cargo la sanación de las urgencias.
No sería incorrecto sin embargo, aminorar la contundencia de esas presunciones, en tanto y en cuanto la utilización del humor no es apenas el inoportuno desdibujamiento de una desgracia que espera ser atendida, sino también, a veces, el instrumento más adecuado para aproximarse a ella. Sabemos que el humor es la repentina ridiculización de alguna torpeza del mundo, y servirse de él puede fungir entonces como estrategia esclarecedora de aquello que la austera severidad de los conceptos no puede diestramente aprehender. Esto quiere decir tanto que el arma de la jocosidad vehiculiza heterodoxamente certezas, como que la simpatía del bromista suele convertirlo en un interlocutor más confiable. Su actitud jovial abre las puertas de una conciencia en ocasiones refractaria al más clásico recitador de juicios doctrinariamente elaborados.
Un nítido exponente de estas aptitudes fue sin dudas Juan Perón, que combinó tal vez como ningún otro, dotes de estadista, sentencias medulosas sobre los requerimientos de la patria y chispeantes humoradas que auxiliaban su retórica persuasiva. Perón más que al chiste apelaba al sarcasmo, si vemos lo primero como la verbalidad sobrecargada que busca un impacto irreflexivo inmediato, y lo segundo como el distanciamiento paródico que procura suscitar un cambio paulatino de parecer en el escucha. Los ejemplos son numerosos, pero interesa especialmente uno aquí, a propósito del tema que luego nos convoca. En una oportunidad, y mientras estaba reunido con un grupo de dirigentes, uno de ellos dijo refiriéndose a otro que se encontraba ausente: “Fulanito de tal es un traidor”. Perón pensó un instante y replicó: “No es un traidor, es un hombre de sucesivas lealtades”.
Es por cierto arduo reconstruir el contexto enunciativo de aquella frase y por lo tanto qué fue exactamente lo que Perón quiso transmitir. ¿Una pícara aceptación resignada de que la traición es consustancial al ejercicio de la política? ¿Una lapidación risueña de un dirigente irrecuperable? ¿Una canchera invalidación táctica del encono de sus interlocutores? Es imposible precisarlo, pero en cualquier caso aquella frase habilita una interesante discusión en torno a la cuestión de las lealtades en política. ¿Es la lealtad una condición insoslayable para el desarrollo de un proyecto colectivo? ¿Hasta qué punto? ¿Bajo qué condiciones? O más profundamente, ¿cómo es que debe ejecutarse un acto de lealtad políticamente productivo?
Para comenzar, detallemos cinco características inherentes a cualquier proceso político. En primer lugar, la existencia de un adversario. Independientemente de la intensidad conflictiva de los enfrentamientos, la política se define en el terreno de la competencia con un otro que se dispone a suplantarnos, y por lo tanto utiliza nuestras culpas y debilidades como instrumento de erosión del contrincante y de fortalecimiento de la oferta propia.
En segundo lugar, la presencia de espacios orgánicos en los cuales se procesan las decisiones del conjunto, a sabiendas de que un proyecto no es la sumatoria inconexa de impresiones individuales sino un continente abarcador que se potencia en la medida que agrupa y sintetiza la enjundia militante de sus miembros. La palabra oficial habla por todos luego de haber auspiciado alguna instancia de consulta.
En tercer lugar, una tensión insalvable entre valores y liderazgos. El motor de la política sin dudas es un cuerpo estable de ideas, pero sin embargo, y más aún en la democracia contemporánea, ese plexo despersonalizado de principios encarna todo el tiempo en figuras que son en definitiva las que concitan el entusiasmo o el descrédito ciudadano. Es condición implícita del militante sentir el dilema de ser simultáneamente fiel a su ideología pero a su vez respetuoso de las iniciativas de un líder que toma a su turno decisiones que se alejan en parte de ella.
En cuarto lugar, la esencial mutabilidad en el desarrollo de cada proceso político, en el sentido de que, por más exitoso que éste fuese, atraviesa sinsabores, tropiezos y desconciertos. Cualquier integrante de un espacio organizativo padece momentos de insatisfacción pasajera, producto de errores que no obstante pueden ir adquiriendo una gravedad que requiere enérgicas correcciones.
Y en quinto lugar, la existencia de una mirada social externa al propio nucleamiento político, que juzga constantemente las acciones que éste pone en práctica. Dicho de otra manera. Una suerte de cortocircuito tendencial entre cierto tabicamiento de los diálogos interiores ínsitos a toda fuerza política y las premuras de una ciudadanía que aspira a que esos diálogos a veces herméticos y autorreferenciales incorporen sus malestares y premuras.
¿Cómo desplegar la lealtad en ese cúmulo de condiciones que la hacen a la vez imprescindible y riesgosa? Pues bien, es obvio que el incontable entrecruzamiento empírico de los cinco elementos mencionados impide establecer fórmulas universales; por lo cual extraeremos para nuestro análisis la situación más extrema, el caso (por cierto habitual en política) en que cada faceta del problema adquiere su deriva más incómoda e inquietante. Hablamos de la circunstancia en la cual el líder de un gobierno cuyo andar es globalmente reivindicable, toma una determinación subestimando las orgánicas colectivas, que en parte desdice la ideología que predica, brinda argumentos para la embestida opositora y genera una perceptible disconformidad en la sociedad.
Dos son las actitudes más usuales entre dirigentes y militantes ante tan complicado trance. O bien se invisibiliza el defecto amparados en una aparente infalibilidad del líder y/o de la gesta de la cual se participa; o bien se tiende no a negarlo sino a disimularlo, suponiendo que su admisión explícita los distancia de los favores materiales del oficialismo o le facilita las cosas a un rival al que por lógica se considera una alternativa altamente indeseable para la patria.
¿Qué es entonces la lealtad en esa encrucijada? ¿El silenciamiento que se pregona temporario de falencias de incierta resolución, o la reflexividad hecha pública de quien sabe distinguir la imprescindible continuidad de un proyecto de los despistes tácticos que en definitiva lo perjudican? Pues claramente lo segundo, lo que exige clarificar en qué articulación normativa colocamos el principio de la lealtad. Quiero decir, la lealtad es un valor positivo cuando va acompañado de la franqueza (entendida como la vocación de transmitirle al que conduce también sus extravíos) y se vuelve nociva cuando se reduce a mera obediencia (entendida como asentimiento automático que aísla al gobierno de la siempre cambiante temperatura social que lo rodea).
Es falsa por tanto la opción entre el librepensador inorgánico de que se desliga de los compromisos con la recurrente opacidad de la política y el disciplinado altruismo del que se traga los sapos para no servirle en bandeja la crítica al enemigo. Se trata por el contrario de no abandonar nunca la búsqueda de un equilibrio que combine solidaridad con la causa en tiempo de zozobras y rechazo del mecánico ánimo celebratorio cuando la fortaleza degenera en vanagloria.
En los meses que han transcurrido desde el inicio del segundo mandato de Cristina Fernández se han plasmado formidables proyectos que hablan a las claras de la ratificación de un rumbo que le ha hecho globalmente bien al país. La reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, la nacionalización de YPF o el plan de viviendas Procrear son medidas que convocan al enfático encolumnamiento ciudadano.
Esto ha convivido sin embargo con impericias preocupantes y empecinamientos recurrentes. La indecorosa salida de Esteban Righi y la fallida postulación de Daniel Reposo para la Procuración General de la Nación, la desprolijidad en el manejo de la cuestión cambiaria y de administración del comercio exterior, y el agravamiento del fenómeno inflacionario en un contexto de desaceleración económica, reclaman que los dirigentes más cercanos a la toma de decisiones eviten la tendencia a la cerrazón propia de todo gobierno que gana de manera aplastante las elecciones, y que los militantes que ocupan posiciones menos preponderantes mantengan la mente abierta y el debate fresco. Gestualidad insoslayable para que la sociedad, árbitro último de la cosa pública, perciba que lo que lo preocupa a ella también le preocupa a los kirchneristas.
PAGINA 12