01 Jul Dilemas del hombre moral
Por Gustavo Santiago
La irrupción de un acontecimiento suele ser, para quien queda en su radio de alcance, el detonante de una crisis existencial. En su condición de suceso inesperado, el acontecimiento pone en evidencia las flaquezas de cualquier previsión. Ningún signo puede alertar sobre su inminente aparición; toda defensa o anticipación resulta inoperante. Pero la conmoción que provoca un acontecimiento no atañe exclusivamente a su carácter imprevisible. También afecta a la postulación de sentido. ¿Cómo encontrarle, cómo darle, un sentido a esto que se presenta como una anomalía para todo sentido?
No conforme con la angustia que puede generar un acontecimiento vitalmente disrruptor, el filósofo francés Clément Rosset, en El mundo y sus remedios plantea una tesis aún más inquietante. ¿Qué pasaría si, en realidad, el acontecimiento no fuera la excepción en el terreno del ser, sino la norma? ¿Qué sucedería si advirtiéramos que entre “lo dado” y el ser no hay simplemente una analogía, sino una identidad profunda? “El ser -sostiene Rosset- es el acontecimiento por excelencia porque no tiene orígenes, es por definición imprevisible.” Es un ser sin razón, sin finalidad y necesario.
Para amar la vida, el instante, en un mundo mudo en el que nada tiene significado, en el que -invirtiendo la célebre fórmula leibniziana- “nada hay con razón”, resulta necesario tener un coraje y una vitalidad a toda prueba. No se trata de tolerar el carácter trágico de la existencia, sino de vivirlo alegremente. Valiéndose del pensamiento de Nietzsche, Rosset postula que no abundan estos seres capaces de ejercer el amor fati , de amar la vida tal cual es sin evadirse en mundos imaginarios. Y, al igual que el autor de Zaratustra , denuncia como los principales antagonistas de esta actitud a los “hombres morales”. La moral traduce siempre una forma de renuncia al ser. Toda moral es reactiva. Reposa en la imposibilidad de aceptar al ser tal cual es, tal como se manifiesta: “El sentimiento moral originario es una angustia frente a lo dado […]. Nunca hubo ni habrá más que una única y misma tentación moral, que es la debilidad y la mediocridad, si se entiende por ello la insuficiencia energética o afectiva que conduce de entrada a negar aquello que no se puede tolerar”.
Ante el carácter mudo del mundo, que está detrás de la angustia trágica por la existencia, la moral se presenta como capaz de proporcionar una interpretación que permitiría comprender el mundo. Esa interpretación se basa en un desdoblamiento que genera dos mundos: el del ser y el del deber ser. En su “obsesión por la significación”, la moral incurre en el rechazo de las personas y de los hechos tal como son para ampararse en un mundo -inexistente- que se autoasume como portador de sentido. Se trata de “una preocupación por interpretar a cualquier precio, no importa a costa de quién y de qué, con tal de que cese la angustia que asedia al hombre moral en contacto con el ser”. Ante aquello que le disgusta o que escapa a sus categorías, el “hombre moral” se escandaliza. “En el fondo de toda moral yace el pensamiento de que, para ser, hay que tener derecho al ser.” La indignación se desata por la existencia de aquello que no debería haber existido, por un ser que no tenía derecho al ser. El escándalo consiste en que se está “en presencia de una existencia que no tiene ninguna legitimidad para la existencia”. La falacia de la argumentación moral se encuentra, según Rosset, en que primero postula un mundo armónico, estable, previsible, para luego poder condenar aquello que altera ese orden. Resulta evidente para el autor que el primer paso carece del más mínimo sustento. Lo que es anterior a cualquier experiencia no es el orden, sino el sinsentido. El hombre moral -como también el romántico- falla en su intento por controlar ese mundo caótico, sin finalidades. Pero, en lugar de asumir que su desesperado intento por esconder la angustia que le provoca la existencia ha fracasado, se apresura a buscar responsables a quienes inculpar.
No es un dato menor que El mundo y sus remedios haya sido escrito en 1964. En sus tesis, en los interlocutores con los que busca entablar polémica (fundamentalmente Sartre, Merleau-Ponty y Camus) se percibe el clima intelectual del siglo XX francés. No obstante, el rigor de los planteos, la agudeza de la argumentación y el inquietante tema abordado hacen que el texto siga gozando de plena vigencia..
LA NACION