El despertar de la belleza equívocada

El despertar de la belleza equívocada

Por Alejandro Patat
ara comprender La Folie Baudelaire , de Roberto Calasso (Florencia, 1941), habría que remontarse a la ya extensa secuencia de escritos que el ensayista italiano ha compuesto a lo largo de más de treinta años. El libro es una indagación originalísima -a través de la religión, la filosofía, la pintura y la literatura- que se adentra en un problema clave: la relación que los hombres establecieron con lo divino. Para Calasso, lejos de las teorías herederas del positivismo decimonónico, según las cuales el progreso de las ciencias habría de desterrar para siempre cualquier forma de pensamiento irracional o trascendente, el arte, en particular, dejó huellas de la búsqueda de esa relación. Si en el mundo antiguo esa búsqueda fue auténtica y explícita, en la modernidad se transformó en contrarrevolucionaria y subterránea. Así, en sus tres primeros libros ( La ruina de Kasch , Las bodas de Cadmo y Harmonía y Ka ), Calasso demostró de qué manera, en la Antigüedad, tal relación se basaba en una convicción profunda, según la cual la vida humana no era pensable sin una dimensión que fuera más allá de lo visible, de lo sensible y de lo existente. En sus últimos libros, en cambio ( K. y El rosa Tiepolo ), los volúmenes anteriores a La Folie Baudelaire , Calasso quiso penetrar en el estallido de lo moderno, para demostrar que Kafka, en los albores del siglo XX, y Tiepolo, en pleno siglo XVIII, intuyeron, el primero a través de la psiquis informe, y el segundo por medio de una pintura alusiva y secreta, que las fronteras entre la percepción “antigua” y “moderna” del mundo son mucho más frágiles de lo que suponen los historiadores.
De esta perspectiva, entonces, nace La Folie Baudelaire , que se zambulle donde surge la modernidad de manera efectiva. Para ello, Calasso sigue un derrotero que se inicia con la filiación cultural de Charles Baudelaire (1821-1867), el célebre poeta de Las flores del mal , se ocupa de su prosa como crítico de arte, analiza el único sueño que transcribió en su vida de escritor, se adentra en el concepto de lo moderno en la obra de varios autores que circularon en ese período y se cierra con una feliz evocación de una conferencia del crítico Charles Augustin Sainte-Beuve en la Académie de France.
La filiación de Baudelaire es una encrucijada entre dos líneas. La primera lo coloca junto a dos grandes del pensamiento y de la prosa franceses: Diderot y Stendhal. Para Calasso, Baudelaire habría heredado la escritura asistemática, irónica y cínica del pensador del siglo XVIII, mientras que habría seguido simultáneamente el estilo “desesperado, expeditivo y ligero” del autor de Rojo y negro . La segunda línea tiene que ver con el concepto fundacional de analogía, que Baudelaire habría tomado directamente del pensador utópico Charles Fourier. La analogía no es, como suele entenderse en clave romántica, una forma de la “correspondencia” entre el mundo de los sentimientos y las emociones con el mundo natural, sino una forma de adentrarse por medio de tales entrecruzamientos, en la naturaleza, entendida como el mayor depósito de lo secreto y lo sagrado. Debe quedar en claro, a estas alturas, que el mundo literario dominado entonces por Victor Hugo, Alphonse de Lamartine, Alfred de Musset y Alfred de Vigny sufrirá los embates de una “ola Baudelaire” que lo atraviesa todo: “Tiene orígenes antes de él y se propaga más allá de todo obstáculo”.
Aquello que más fascina del libro de Calasso es que, en vez de poner en el centro la poesía de Las flores del mal , hace foco en la prosa y, en particular, en la crítica de arte de los salons de 1858 y 1859. Allí, Baudelaire confronta, como un verdadero flâneur desencantado, la pintura de David y de Ingres, y, con aguda empatía, se acerca a la tempestuosa sensibilidad de Delacroix. “La crítica de arte que practicaba Baudelaire era metafísica camuflada”, afirma Calasso sin titubeos.
En el centro del libro destella -y es quizás una de las mayores piezas de toda la obra de Calasso- el análisis del sueño que Baudelaire transcribe el 13 de marzo de 1856. El poeta sueña que una carroza lo deja con un libro obsceno en la mano (presumiblemente Las flores del mal , que está por escribir), con el que ingresa en un burdel, que es también un museo, situado en las entrañas de París, el lugar del “Kaos” moderno. Allí, entre prostitutas, esculturas y cuadros, el poeta se pasea hasta hallar en el centro de una sala a un monstruo enrollado en sus propios miembros y que confiesa al poeta sus fastidios y sus penas. Para Calasso, el sueño es el único texto que dejó Baudelaire de la visión de sí mismo.
La cuestión de lo moderno llega una vez que el libro ya ha dejado de lado las lecturas históricas del poeta (y que en Italia, el país de Calasso, van desde un clásico libro de Giovanni Macchia hasta el más reciente ensayo de Alessandro Piperno). Para ello, va justamente más allá en el tiempo, y comenta la obra de artistas como Degas y Manet, y de un poeta como Rimbaud. De todas las riquísimas afirmaciones que se enlazan en el libro, habría que subrayar por lo menos tres. Lo moderno está ligado a la “belleza equívoca”, introducida en Francia por la pintura y los dibujos de Constantin Guys. En segundo lugar, Degas percibió que la omnívora estetización de todo a la que se estaba asistiendo habría de conducir al fin del arte y a su progresiva anulación: lo moderno postuló, desde sus inicios, el fin de lo moderno. Pero, sobre todo, en último lugar, fue Rimbaud quien, en el epicentro de la excitada celebración de la modernidad, entrevió lo oscuro y buscó en el poema El barco ebrio lo trascendente, el mundo celestial y divino del que el hombre, naufragando, creía haberse liberado.
El último capítulo del libro es la brillante interpretación de la conferencia destinada a los académicos de Francia que Sainte-Beuve, el mayor crítico del siglo XIX, el representante de la monarquía Port Royal y el intelectual más potente de su época, dedicó a la obra de Baudelaire, quien había solicitado su ingreso en la Academia. El crítico monitoreó, con las sutiles armas del disimulo y del travestimiento retórico, el rechazo de tal solicitud, alejando, mientras fuera posible, el tan temido peligro que Baudelaire representaba: el desmoronamiento definitivo de todo ese frágil castillo de naipes, que era la Academia, y su anquilosada visión y práctica cultural. Calasso evoca hacia el final cómo la revolución de Proust, que en Contre Sainte-Beuve cancela el canon poético del siglo XIX, pondría por fin en el centro la ” folie Baudelaire “, que no fue sólo el burdel-museo soñado, sino también el despertar de una locura.

Fragmento de La Folie Baudelaire
Baudelaire le proponía a su madre Caroline encuentros clandestinos en el Louvre: “No hay otro lugar en París donde se pueda conversar mejor; hay calefacción, se puede esperar sin aburrirse y por otra parte es el lugar de encuentro más decente para una mujer”. El miedo al frío, el terror al aburrimiento, la madre tratada como una amante, la clandestinidad y la decencia sumados en el lugar del arte: sólo Baudelaire podía combinar estos elementos casi sin darse cuenta, con completa naturalidad. Era una invitación irresistible, que se hace extensiva a quienquiera que la lea. Se puede responder a esa invitación vagando por Baudelaire como por uno de los Salons sobre los que escribió -o incluso como por una Exposición Universal-. Encontrando de todo, lo memorable y lo efímero, lo sublime o la baratija; y pasando continuamente de una sala a otra. Pero si entonces el fluido aglutinante era el aire impuro de su tiempo, ahora lo será una nube opiácea, en la que esconderse y recuperar fuerzas antes de volver al aire libre, en las vastas superficies, letales y pululantes, del siglo XXI.
“Todo lo que no es inmediato es nulo” (Cioran, una vez, conversando). Incluso sin hacer concesiones al culto de la expresión silvestre, Baudelaire poseyó como pocos el don de la inmediatez, la capacidad de no excluir palabras que enseguida corren en la circulación mental de quien las encuentra y allí permanecen, a veces en estado latente, hasta que un día vuelven a resonar intactas, dolorosas y encantadas. “En voz baja, ahora conversa con cada uno de nosotros”, escribe Gide en su introducción a Les Fleurs du mal de 1917. Frase que debe haber impactado a Benjamin, pues la encontramos en los materiales para el libro sobre los passages. Hay algo en Baudelaire (como más tarde en Nietzsche) tan íntimo como para anidar en esa selva que es la psique de cualquiera, sin volver a salir.
LA NACION