Un escritor que desafió a su tiempo

Un escritor que desafió a su tiempo

Pedro B. Rey
El escritor portugués José Saramago murió ayer a los 87 años en Lanzarote, la rocosa isla española en la que vivía desde hacía dos décadas, sin haber despejado el interrogante que plantea su última obra: si se trataba de un escritor que figuraba públicamente o de una figura pública que escribía.
Había nacido en Azinhaga, en la región de Alentejo, en 1922, en una familia de origen campesino. Esas raíces determinaron un carácter tenaz, fogoneado en la impasible tarea del autodidacto. Después de verse obligado a abandonar el colegio secundario, se educó a sí mismo mediante la lectura exhaustiva de la biblioteca de su pueblo.
Saramago fue un escritor al mismo tiempo precoz y tardío. A mediados de los años 40, publicó una primera novela (Tierra de pecado). Su nula repercusión lo llevó a un ostracismo literario que sólo comenzó a romper dos décadas después, en 1966, con la publicación de concentrados poemas. Durante ese período, que coincide con los años más férreos de la dictadura salazarista, trabajó en el mundo editorial y se dedicó al periodismo, donde llegó a ser subdirector del Diário de Notícias.
Reanudó su tarea como narrador durante los 70, después de la Revolución de los Claveles, cuando dio a conocer los relatos de Casi un objeto (un libro atípico en su producción) y Manual de pintura y caligrafía, una narración sobre la condición del artista. El gran impulso a su carrera literaria provino, sin embargo, de una serie de novelas extensas que conforman el núcleo de su ficción: Levantado del suelo (1980), Memorial del convento (1982) y El año de la muerte de Ricardo Reis (1984).
La primera de ellas, que transcurre entre 1910 y 1979, presenta la historia de una familia campesina en la que se declinan la ignorancia y la pobreza a través de un original tratamiento de la lengua. Memorial…, novela histórica y coral, está situada en el Portugal de tiempos de la Inquisición, mientras que El año…, el mejor de sus libros, tiene como punto de partida a Fernando Pessoa. Cuando fallece el gran poeta portugués, uno de sus heterónimos, Ricardo Reis, arriba a Lisboa desde Brasil. La novela es la coartada para homenajear al autor del Libro del desasosiego.
Saramago se reveló, a partir de entonces, como un polígrafo incansable. La capacidad de reconstrucción y las aristas fantásticas de aquellas novelas derivaron hacia formas menos ambiciosas. El escritor fue más sugestivo cuando se internó en la absurda comicidad de la burocracia (Todos los nombres, 1997) o retomó la vieja idea del doble (El hombre duplicado, 2002) que cuando insistió en empantanarse en el terreno de la alegoría.
La balsa de piedra (1986), en que la península ibérica se desprende de Europa y comienza a derivar por el Atlántico, es la primera de esas parábolas: no es difícil entrever en ella los debates de la Unión Europea. Ensayo sobre la ceguera (1995), en la que una epidemia condena a una ciudad a la ceguera, o La caverna (2000), una crítica al consumismo que se ampara en el mito que Platón presentó en La república, son dos débiles (aunque exitosos) ejemplos de esa vertiente alegórica.
El evangelio según Jesucristo (1991), en que aborda de manera original la figura de Cristo, lo llevó a romper con el gobierno de su país (que se negó a que la novela representara a Portugal en un concurso europeo). A partir de entonces, se instaló con su mujer, la española Pilar del Río, en las islas Canarias. Tras ser velado ayer allí, en Lanzarote, sus restos serán trasladados mañana a Lisboa.
Saramago fue, después de recibir en 1998 el Premio Nobel de Literatura, una figura pública en la que pareció encarnar una nostálgica versión del compromiso intelectual. Le gustaba definirse como “comunista hormonal”, aunque –como señaló alguna vez otro portugués, António Lobo Antunes– ese comunismo era el de la vieja guardia del PC portugués, más cerca de la vieja ortodoxia que de algún nuevo progresismo.
Le gustaba intervenir con frases precisas (en que declaraba su ateísmo, azotaba el capitalismo, criticaba a tirios y troyanos), pero esas declaraciones se revelaban superficiales, incluso indulgentes, cuando las desarrollaba en los Cuadernos de Lanzarote, sus diarios personales. En Las intermitencias de la muerte (2005), El viaje del elefante (2008) y Caín (2009), sus últimos libros, asoman, en cambio, con nitidez, algunas marcas de lo que hace de verdad a un escritor: el estilo personal.
LA NACION