Pamuk: “La literatura me ha hecho feliz”

Pamuk: “La literatura me ha hecho feliz”

Por Juan Cruz
Ahora cumple 60 años Orhan Pamuk y habla tanto del tiempo y de la edad (en sus libros, en sus ensayos) que podría parecer que esa estatura que le han dado los años lo ha terminado preocupando. Nada más lejos de la realidad. Es, todavía, el niño reconcentrado que quería ser pintor y habla del tiempo, y de la edad, tan sólo porque es la circunstancia principal de sus libros, incluido, sobre todo El Museo de la Inocencia , que acaba de convertir en Estambul en el museo más extraordinario e insólito del mundo.
Ha cuidado ese museo como cuida los libros: con mimo, con dedicación y con la decisión testaruda con la que aborda todo lo que toca. Al final, el museo se alza como un monumento raro a la decisión que alienta su novela más sentimental y poética: es una crónica del tiempo, con sus usos y costumbres, en un período determinado de la vida en Estambul. Ya se ha contado, pero no me canso de resumirlo, como él no se ha cansado con su propio proyecto: en esa novela, que en español publicó Mondadori en 2008, dos años después de que ganara el Nobel, Pamuk sitúa a un personaje obsesionado con la belleza de una prima suya, de la que se ha enamorado perdidamente. Como quiere tenerla siempre cerca (sus olores, sus vestidos, sus objetos) cada día que va a la casa de la amada el enamorado se lleva un objeto cualquiera, incluidas las colillas de los cigarrillos que ella consume.
La novela se lee como fue escrita, como una ficción en la que se puede vislumbrar al propio Pamuk, pero también, sobre todo, la imaginación de este novelista sentimental recorriendo los asuntos principales de su patria desde 1975 hasta 1999, de la mano de una pareja que le permite indagar lo que pasó sin tener que explicar, sólo mostrando objetos, tiempos, actitudes. En la novela El Museo de la Inocencia se cuenta con palabras (y con objetos, con referencias a los objetos, desde los trajes hasta las colillas) la historia de Estambul en ese tiempo, el sueño de Europa en las clases altas, la represión sexual de la mujer, el poder del Ejército? Él fue escribiendo esa historia con los materiales de la ficción. Cuando, en 2008, en su apartamento tranquilo y luminoso que da al Bósforo, me contó que además había comprado y tenía a mano, mientras escribía, muchos de los objetos que nombraba pensé que bromeaba o estaba loco.
Estaba loco, y era, como la de su personaje, una locura de amor. Ahora esa locura es un museo, el Museo de la Inocencia. Está cerca de aquella casa ante el Bósforo, en una casa de tres pisos que él compró para que también se pareciera a la casa que describe en el libro. Hace unas semanas reunió a la prensa internacional, y a muchos de sus editores, entre ellos su agente, Andrew Wylie, para contarles cómo lo había hecho. Esa mañana de viernes, después de haber contemplado la realidad en la que había convertido su historia flaubertiana, a este hombre habitualmente feliz lo vi abrumado, sudoroso, y acaso temeroso de mirar a los ojos de la multitud que iba a escucharlo contar que el museo tampoco era para tanto? Pero él superó el instante, se secó el sudor, y empezó a hablar como escribe en los libros. Explicando con fruición, y con energía, hasta envolverlos a todos con una magia muy especial que ya es el estilo de Pamuk, ese que convierte a Estambul (en Estambul , su autobiografía) en un lugar en el que también hemos vivido.
Unos meses antes había publicado en español el conjunto de una serie de clases que dio en Harvard (como Italo Calvino, pero Calvino murió, dicen, agotado de su esfuerzo) sobre su modo de entender las novelas. Entonces me contó, en un despacho prestado de la Universidad de Columbia, cómo arrancó esta vocación suya de contar historias, después de haberlas querido contar en pintura. “Hace 35 años”, me dijo, “yo tenía 23 o 24 años y les dije a mi familia y a mis amigos que no iba a ser arquitecto o pintor, que era lo que ellos querían, sino un novelista”. La que se armó. “Todos me dijeron que estaba loco, que no lo hiciera, que yo no tenía ni idea de la vida, y que para escribir novelas tenías que saber de la vida.”
Los parientes creyeron que iba a escribir una sola novela. “Y yo iba a escribir muchas novelas, ésa era mi idea. Les dije, además, que Kafka y Borges escribieron y que cuando empezaron a hacerlo tampoco tenían idea de qué iba la vida. Las novelas, pienso, son una forma inédita de ver la vida. Y ahora que han pasado tantos años y que incluso he hecho un museo para contar la vida que he contado en un libro, confieso que cuando mi familia y mis amigos me decían que yo no sabía nada de la vida, tenían razón. En ese momento no sabía nada.”
Pero la vida es una vez que la escribes, y la vida son los detalles que la hacen. En ese libro, El novelista ingenuo y el sentimental , Pamuk se detiene en un elemento que forma parte de sus obsesiones de lector: qué están haciendo los personajes, qué deja el escritor como señuelo que no forma parte de la novela en sí pero es un objeto que entra en la vida mental del lector. ¿Qué está leyendo Ana Karenina cuando viaja en tren en la novela de Tolstoi? Con esa misma filosofía escribe El Museo de la Inocencia para hacerlo tangible, como si quisiera devolver al lector que fue (y que sigue siendo) de la novela que más ama el detalle que acaso el novelista ruso dejó ahí para que la imaginación navegara. “Hay tantas razones por las que amo esa novela”, me dijo Pamuk. “Pero esencialmente me encanta porque lo que viene a decir la novela es: ?Sí, sí, la vida es así’. Básicamente, Tolstoi hace en ese libro las preguntas que todas las novelas deberían hacer: ¿en qué consiste la vida?, ¿qué debo hacer en esta vida?, ¿cuál es el significado de la familia, la amistad, el matrimonio, la sexualidad, la lealtad?? Éstas son las grandes preguntas y Tolstoi, de manera generosa, hace que el lector se haga estas preguntas.”
Así que lo que hace Pamuk, desde El libro negro hasta El Museo de la Inocencia , es escribir Ana Karenina por otros medios. La novela, para él, “es un espejo en el paisaje”. Pero no sólo: “La espina dorsal de la novela está basada en una característica humana, algo que sólo tiene la humanidad. Y esa característica es la compasión hacia los demás. La necesidad de entender a los demás. Eso es lo que nos hace humanos y solamente existe en nosotros. Creo que una novela funciona cuando muestra el mundo desde el punto de vista del personaje. Entendemos cómo se siente Ana Karenina en el tren. Está confusa, se siente melancólica mientras ve cómo nieva al otro lado de la ventanilla. Esa nieve no está allí porque sí. Es una observación psicológica del personaje”.
La novela funciona, sostiene Pamuk, “cuando el novelista se pone en la piel de los personajes, ya sean éstos del sexo contrario o pertenecientes a otra época histórica o cultural? Para mí, la nieve es una manera que tengo de aproximarme a las personas más pobres de Turquía. Hacer esto, ponerse en la piel de los demás, no sólo es un ejercicio respetable sino ético. La humanidad se basa en eso, en la compasión, en entender a los demás”.
Ésa sería una teoría filantrópica si no fuera, sobre todo, una teoría literaria, que Pamuk ha seguido como un discípulo férreamente atado a las enseñanzas de Tolstoi y de tantos novelistas clásicos, entre ellos los grandes novelistas del siglo XX, entre los cuales hay algunos de lengua española que él ha leído en inglés. En El novelista ingenuo y el sentimental , la memoria de Pamuk desliza algunos de esos nombres propios, y los desgranó en aquella conversación que tuvimos al atardecer en Columbia University, cerca de los paisajes que le son tan gratos a él como a su colega Antonio Muñoz Molina. “Cabrera Infante, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, Gabriel García Márquez, Javier Marías?”
De entre ellos, en nuestra conversación Pamuk singularizó a Goytisolo, que fue el primero en ocuparse de su literatura en nuestra lengua. Y no es fortuito. Pamuk dice: “Su manera de escribir y mezclar cosas es parecida a la mía. Sus imágenes son distintas, pero me siento cercano a él?” A esos escritores de lengua española los leyó en inglés, muy tempranamente. “Hablo en inglés y leo en inglés? A Borges lo empecé leyendo en inglés. Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Javier Marías? A todos los he leído en inglés. El boom latinoamericano me inspiró. Creía que si ellos lo habían conseguido los turcos también teníamos esa posibilidad.”
Y él, como diría Cabrera Infante, es un turco terco. Le dije que esos escritores del boom y aledaños rompieron los esquemas tradicionales del tiempo. Jugaban mucho con el tiempo, como él? El pasado, el futuro, el presente intercambiándose, como si no existiera un código fijo, como si el tiempo estuviera manejado por el sueño.
Pamuk cree, con razón, que gran parte de esos escritores “se inspiraron en Conrad y en Faulkner. Faulkner nos enseñó a todos que el entorno del escritor, ya sea secundario, pobre o lejano, es interesante, importante, y también nos enseñó a no tener miedo a experimentar. Creo, además, que los escritores españoles y latinoamericanos tuvieron el privilegio de estar cerca del surrealismo de la mano de Buñuel, Picasso, Dalí, Lorca? Ellos venían de la periferia, podían atreverse a no ser formales, a no ser académicos”.
En la nómina de los escritores que hacen compañía a Tolstoi entre sus afectos está, por ejemplo, Julian Barnes, cuya manera de levantar la piel de sus personajes tanto se le asemeja? “En mi libro menciono a personas de ese grupo de escritores por su inventiva y por su mirada. Ellos fueron los que influenciaron mi posmodernidad. Pero mis escritores clásicos, mis héroes, son Tolstoi y Proust? Sin embargo, creo que Ana Karenina es la mejor novela jamás escrita. La he leído tantas veces?; esta misma semana he tenido que volver a leerla para preparar una clase en Columbia.”
Ese libro de ensayos es como una lectura de Pamuk hacia adentro, hacia el mundo de sus afectos literarios. Pero es sobre todo una reivindicación del tiempo (y por tanto del ritmo) como material esencial de las novelas. Y su monumento personal es El Museo de la Inocencia . Ahí el tiempo es el instrumento del alma, la medida de todas las cosas. Y en el museo propiamente dicho, el tiempo es lo que mide al hombre y lo que por tanto mide la época. “En la novela hay ocho objetos que personifican el tiempo, que lo contextualizan. Es como si el escritor estuviera pensando en unos objetos que más tarde se exhiben en un museo. Lo escribí así. Sabía de antemano qué objetos iba a utilizar. Cada objeto que guardamos está ligado a un tiempo, a un momento, y si colocáramos cada uno en fila podríamos ver nuestra biografía, nuestra vida.”
Y él ha abordado como propia la obsesiva manía de su personaje Kemal, que roba objetos de su amada Füsun para apropiarse de su espíritu; como el relato es tan vívido como ahora lo es el museo que ha creado en Estambul con esos trozos de memorias, muchos han creído que Pamuk es Kemal. En algún momento de su volumen de ensayos El novelista ingenuo y el sentimental , él se hace eco de esa pregunta perenne (¿es usted el personaje de sus novelas?) que se ha acrecentado dadas las peculiaridades de realidad y ficción que hacen tan compleja su novela ahora más famosa. Así que le hice esa pregunta, pero llegando al fondo del absurdo:

-¿Es usted Pamuk?
Y él me respondió, con esos ojos que hurgan en el otro, con su sonrisa siempre a punto de convertirse en una mueca seria, de muchacho que no se ha perdido ni un día de clase en el instituto:
-Sí, lo soy, pero no lo tengo en mente al escribir. No escribo pensando “voy a escribir una novela ?a lo Pamuk'”. Para mí, la mejor forma de ser novelista es olvidarse de uno mismo. Tampoco pienso en un estilo al escribir, aunque es inevitable que eso surja de manera natural. Cuando escribo sobre alguien que no es como yo, me esfuerzo en ser otro, en ser el personaje. Lo interesante es escribir sobre los demás, desde su punto de vista y escribir sobre uno como si fuese otro. Volviendo a la pregunta de si soy Pamuk? La respuesta es sí y no.
La reflexión que siguió a esa respuesta es la continuación de su diálogo sobre la novela por otros medios; del mismo modo que les explicó a los estudiantes de Harvard lo que le iba suscitando la lectura de sus clásicos (sobre la memoria, sobre el tiempo), me explicó su teoría de Dios y la literatura. “Coincido con Schiller”, me dijo, “en que existen algunos escritores que escriben como si Dios les estuviera susurrando las palabras. Existen escritores que son un mero vehículo. Simplemente escriben, sin preocuparse de lo ético o de lo estético, ni de los poderes comunicativos de sus textos? Hay muchos escritores que son así.”
Él no es así. En esta conversación en Columbia, Pamuk, que ha adelgazado unos cuantos kilos, que ahora peina más canas que cuando deambulaba solo por Madrid en 2000, cuando nadie le hacía caso a un escritor turco en España, es como mucho más juvenil, más cercano; se levanta, se sienta, mira por la ventana a la que se le acaba el último sol de Nueva York, y rebusca como si improvisara en su memoria literaria, un artilugio implacable que viene y va a medida que achica los ojos para recordar. Él no es uno de esos escritores que no se preocupan de la ética y de la estética? “También existen escritores como yo, a los que nos preocupa si el texto está bien, si es creíble, si tiene calidad, si es demasiado político, si hay demasiados detalles? Escritores como yo, que son demasiado conscientes de sí mismos.”
-¿Y qué es preferible, Pamuk?
-Creo que no es bueno tener demasiada conciencia ni demasiada candidez. Un escritor debería ser ambas cosas. Por un lado debería dejarse llevar y por otro debería controlar. Es como un conductor que ha de saber las reglas de conducción pero también olvidarlas.
Ese libro, que ha corrido el riesgo de perderse entre novedades que no pesan, tiene el peso de Pamuk, su impronta, su mirada, y sin él no se podría entender ni El Museo de la Inocencia (la novela) ni el Museo de la Inocencia (el museo propiamente dicho). Pues es aquí, más que en su literatura de ficción, donde, como Borges, es él y es otro, donde se desnuda como escritor y como persona. Se lo dije; y le recordé que en el párrafo final le agradece a quien le llevó a Harvard la oportunidad de mostrarse como Pamuk creador de ficciones, pero también, sobre todo, como Orhan lector. Me dijo:
-Debo decir que los profesores y académicos de Harvard me acogieron. Mis prejuicios sobre ese mundo académico convencional se desvanecieron por completo. Estando allí me dijeron que la esposa de Calvino acusó a Harvard de la muerte de su esposo. Según ella, Calvino murió de un ataque de corazón debido al estrés que le producía tener que ir a Harvard a dar unas conferencias. ¡Pero yo sobreviví! Cuando impartí mis conferencias en Harvard fui muy feliz. Fueron muy generosos conmigo. Pude escribir, expresar mis pensamientos sobre la novela, sobre cómo escribo? Pero aun así confieso que estaba nervioso.
Salió conociéndose mejor, habiendo aprendido mucho más de la materia de sus sueños, de sí mismo y de los otros. “Lo más importante que aprendí fue que es mucho más placentero escribir una novela que escribir un libro teórico.” Un libro teórico en el que él está, con sus obsesiones, el tiempo y la vocación, que en primer lugar fue la pintura. “En este libro argumento que las novelas son como dibujos o pintura en el sentido de que comunican ideas que el lector después transforma en imágenes. El novelista imagina una escena antes de convertirla en palabras para que el lector las lea y las transforme en imágenes. Hay una sola excepción, y es Dostoievski. En sus novelas no hay imágenes, no hay objetos. Su caso contradice mi teoría.”
Pamuk ha roto una membrana que parecía de acero: la distancia entre la realidad y la ficción. La ficción es Kemal soñando con Füsun, pero él le quiso dar encarnadura, e hizo un museo que ahora constituye la rara consecuencia de su terquedad: no quería hacer sólo una novela, y no pretendía hacer sociología, pero ha logrado hacer un museo que agarra, como un poema de Eliot o un cuento de Chejov, el mundo real en un instante que ya es pasado, y que huele, es tangible, se parece a lo que la ficción cuenta y sin embargo es real, “real como la vida misma”.
En el libro en el que está su teoría (y su práctica) de la ficción (y de la lectura de ficción), Pamuk dedica un capítulo entero a buscar el centro mismo de la novela. En pocas palabras, me dijo, es difícil resumir lo que quiere decir. Pero lo intentó:
-Creo que mientras leemos nos damos cuenta de que hay algo que va más allá de la historia en sí. Al leer, el lector se convierte en detective y busca un sentido más profundo en lo que está leyendo. Borges habla de esto, tomando a Moby Dick como ejemplo. En la primera lectura parece que Moby Dick trata sobre unos cazadores de ballenas. En una segunda lectura la historia parece que trata sobre un capitán enloquecido. Pero Borges dice que la historia en realidad trata sobre algo cósmico, algo más profundo. Y tiene razón. Todas las grandes novelas van más allá. En el caso de las novelas de Agatha Christie, una vez que se sabe quién es el asesino no volvemos a leer el mismo libro. Pero en las grandes novelas literarias, sí ocurre. Las lees una y otra vez para descubrir su verdad, su corazón. Los verdaderos lectores de Moby Dick saben que trata sobre la vida misma. ¿Cuál es el sentido de la vida? Ésta es la pregunta que toda gran novela debe transmitir. Ulises o Finnegan’s Wake , de James Joyce, también buscan el centro. La mente humana está hecha para ello, para buscar el significado de las cosas. Las novelas son simples modelos para encontrar el significado de la vida.
En todas las visitas que le he hecho a Pamuk, desde la primera, tras el Nobel, en 2006, hasta esta última, con motivo de la inauguración de su museo, a finales de abril, por el escritor turco surcaban ramalazos de preocupación; entonces, la terrible persecución judicial que sufrió por aventar sus opiniones con respecto al conservadurismo de su país y sobre el poder de los militares para manipular la historia, y ahora porque el museo físico se le enredó en el alma como una serpiente venenosa, y no se acababa nunca la tarea. El día en que presentó el museo ante una multitud de periodistas sudaba a mares, y no era sólo por el calor y las escaleras de Estambul, esta ciudad de calor con escaleras. Pero nunca dejé de subrayar su modo de estar con el término feliz, que tanto lo define. En el caso de su relación con la literatura, de la que hace crónica en El novelista ingenuo y el sentimental , a ese término, feliz, hay que añadir la expresión entusiasmo. Entusiasmo literario, entusiasmo vital.
-Ha escrito usted un libro muy entusiasta sobre la novela en un momento en que algunos vaticinan que el género tiene los días contados. Dicen que el periodismo y las experiencias personales reemplazarán a la novela y la ficción desaparecerá o acabará siendo una mezcla de ambas cosas.
-Estadística o sociológicamente hablando, el arte de la novela no está en vías de extinción. Al contrario. Tengo un amigo editor en Shanghái que dice que pareciera que las novelas están cayendo del cielo. Allí todos están escribiendo, tengan libertad de expresión o no. Y eso pasa en muchos lugares del mundo. En los últimos cincuenta años todo aquel que ha demostrado interés en la literatura y quiere expresarse lo está haciendo mediante la novela.

-Pamuk, ¿la literatura lo ha hecho feliz?
-La literatura me ha hecho feliz. Pero no es la razón por la que empecé a escribir. Para mí fue algo inevitable. Yo quería ser pintor y fracasé. Pero seguía necesitando la soledad del artista y me gustaba tanto leer que quise ser escritor. Confieso que escribir una novela es un proceso deliciosamente solitario. Hace poco pasé una temporada sin escribir y me dediqué a la vida social y a pintar. Honestamente, fui muy feliz. Quizá porque estaba haciendo algo que siempre quise hacer. Pero ya se acabó y he retomado la literatura. Las novelas dan significado a la vida. Sin texto, la vida no tiene sentido. Siempre me siento más cercano a los árboles que al bosque. Y aunque me preocupa el árbol, a veces siento la necesidad de ver el paisaje completo.
Cinco meses después, tras el sudor que le dio el museo, ante su mesa larga de madera rústica, frente al Bósforo, le hice una pregunta similar a Orhan Pamuk.

-Leonardo Sciascia me dijo un día: “La felicidad es un instante”. En El Museo de la Inocencia , desde la primera línea, usted indaga la felicidad, y su personaje llega a la conclusión de Sciascia, aunque ahí se afirma que la felicidad es la suma de instantes. Me gustaría conocer su idea de felicidad tras haber escrito esta novela y tras haber creado el museo que ahora la conlleva. ¿Cómo se siente?
-OK, entiendo la pregunta como: “Orhan, ¿cómo es tu felicidad cuando estás trabajando en un museo o en el campo de las artes y cómo es tu felicidad cuando escribes?” Es un tema que me preocupa profundamente. Sé que soy infinitamente feliz cuando pinto. Pero cuando escribo me siento más inteligente, comprometido de una forma más profunda con el mundo, me siento parte del mundo y extrañamente, moralmente, responsable? La satisfacción que me da la pintura, y hablo de ello en mis últimos libros, es más ingenua, es menos composición y más superficie. El placer de los colores, de crear imágenes con la punta de un pincel, comprobar cómo tu mano ve cosas de las que ni siquiera te habías percatado, cómo tu mano crea efectos visuales sin que tu mente se lo ordene, de forma automática?, ése es un trabajo increíble. Me gusta eso. Cuando pinto así es como estar debajo de la ducha por la mañana cantando. Cuando pinto de esa forma canto, pero nunca canto cuando escribo. Escribir es como jugar al ajedrez: dar la vuelta a las frases. Es más cerebral. Cuando escribo estoy más serio, estoy enfadado conmigo mismo y con el mundo, porque el hecho es que no puedes variar la realidad del mundo con palabras. Y te enfadas, les das la vuelta a las palabras, piensas en las consecuencias, piensas en la totalidad del mundo que quieres penetrar. Mientras que pintar constituye una felicidad instantánea.

-Por eso le gusta escribir novelas, que le proporcionan una felicidad muy seria?
-Por supuesto que me gusta escribir novelas, llevo 36 años haciéndolo. La felicidad de escribir es ver, a largo plazo, la creación de todo un universo. En este aspecto soy mucho más calculador. Por eso el Museo de la Inocencia (el museo físico) es más una novela que un cuadro. Es todo un depósito de relaciones, de cosas calculadas. El pintor que hay en mí hizo cosas en él con mucha alegría, pero al final la composición que tenía en la mente era obra del novelista.

-Su trabajo es sobre el tiempo, y el museo también lo es? Ha logrado usted, agregando, tanta simplicidad y tanta belleza como la que logran, despojando, Borges o Cy Twombly, o Fontana?
-El criterio para juzgar la belleza y la seriedad de una novela para mí es cuán precisa es a la hora de representar la vida. Una novela, como te dije en Nueva York, debe responder a esas preguntas: ¿qué es la vida?, ¿cuáles son los valores que determinan y explican la vida? Esos valores son devoción, felicidad, apego a las personas, continuidad, seguridad, risa, formar una familia, creatividad, disfrutar las consecuencias de tu individualidad, intentar ser más como los otros o intentar ser único?, la amistad, la soledad. Éstas son las cuestiones que debería contener una novela explícitamente o de una forma escondida, latente. Y en este sentido una novela es una cuestión moral, ya que te estás preguntando por estas cosas. Un museo, por su parte, no puede entrar en esos temas, pero puede presentar cosas que implican una atmósfera. Y el museo presta su aura a los objetos. Por ejemplo, un salero, que puedes encontrar en un mercado de pulgas o en la casa de mi tía, dentro de un museo sugiere algo distinto: habla de la historia, del barrio, de la pobreza de Estambul en los años 70? Cierta melancolía brilla a través de los objetos. El museo, en vez de entrar en asuntos morales, aunque también tiene algunas reflexiones sobre el feminismo, se centra principalmente en crear una atmósfera que se corresponde con la vida en Estambul en los años 70 y 80 combinada con la desgarradora historia de nuestros amantes, una suerte de Romeo y Julieta juntos.

-De este museo tan literario salí con un bolero en la cabeza, “Locura de amor”. Dijo usted en la presentación que el amor es algo que le ocurre a casi todo el mundo. La locura está relacionada con el amor, como muestra en su museo presentando todos esos objetos que la amada tocó y que la reviven para el enamorado obsesivo. ¿Es la locura, Pamuk, también el motor de la literatura?
-No. Como los personajes de una novela, podemos estar enamorados o locamente encaprichados, pero no estamos locos. Es posible que una parte de nosotros esté loca por perseguir la idea de un museo que exhibe objetos que están descritos en una novela. Esto puede ser algo raro. Pero por otro lado fue una búsqueda razonada, planeada, con muchas preguntas, con una insistencia razonada en vez de una insistencia obsesiva. Algunos pensaban que estábamos navegando hacia una tierra de niebla, pero sabíamos que había una isla ahí. Igual que en literatura debe haber momentos poéticos a la hora de escribir, debe haber momentos de inspiración en los que no sabes lo que estás haciendo y esto puede estar relacionado con la locura. Pero también existía un diseñador calculador, un planificador de la arquitectura que pensaba en cómo debían reunirse los objetos. En este sentido trabajamos como paisajistas, como productores de una película. En el museo hay mucha ingenuidad, un retorno a la infancia con figuritas de futbolistas, fotografías de niños. Tal vez porque en cierta forma el amor de Kemal y de Füsun está basado en una especie de vieja juventud dantesca? Pero por otro lado hay mucha organización, planificación, pensamientos. En resumen, el museo es una mezcla de entusiasmo sentido desde el corazón y una puesta en práctica organizada y artística.

-Así se comporta cuando escribe una novela?
-Sí. Hay partes en El libro negro , Mi nombre es Rojo y Nieve en donde soy muy poético. No sé lo que estoy haciendo y no me interesa. Ha habido muchos momentos, mientras hacíamos el museo, en que no sabíamos qué estábamos haciendo y tampoco queríamos saberlo, pero sabíamos hacia dónde queríamos dirigirnos. Por supuesto, estábamos protegidos por la originalidad de nuestra idea. Pero cuando nos embargaba el sentimiento de que no estábamos haciendo las cosas bien, yo les contaba a mis amigos la historia del escritor francés Edouard Dujardin, que fue el que inventó el monólogo interior. Pero no supo ejecutar su idea. James Joyce fue el que exploró esa idea de una manera tan formidable que ahora asociamos el monólogo interior con Ulises . Sí, tenemos una buena idea, pero eso no es suficiente, también tiene que ser bella. Por ello le dedicamos tanto tiempo. Hubo momentos en los que me arrepentía de invertir tanto tiempo en el museo en vez de estar escribiendo novela, pero ahora no me arrepiento. Estoy contento de haberlo hecho.

-Pero el museo es como haber escrito una novela?

-Sí, me siento así. Me recuerda sobre todo cuando acabé El libro negro : una atmósfera extraña, todo está hablando con todo. Un mundo semifantástico y semirreal donde los objetos del pasado y del presente están dentro de una vitrina. De hecho, la energía que desprende el museo arrebata al objeto de su familiaridad y lo convierte en un objeto no familiar. Al final, un museo es como una novela, una catapulta que hace que las cosas más familiares se conviertan en objetos extraños.

-Sería bueno -le digo al Pamuk satisfecho de haber pintado un cuadro y de haber escrito una novela a la vez, de haber creado una obra de arte total que parece una locura y es a la vez una declaración de amor a la ficción- que este museo pudiera ser el banco de pruebas para jóvenes novelistas que quisieran desentrañar, como él hace en El novelista ingenuo ?, qué tiene dentro una novela, cuál es su centro?

-Sí, lo cual me lleva al asunto de que el museo también se puede visitar sin haber leído la novela. Llegué a esta conclusión mientras trabajaba en el museo en la primavera y el verano. Alguien llegaba, llamaba a la puerta creyendo que el museo estaba abierto? Yo los dejaba pasar sólo para ver la reacción en sus caras, porque yo también trato el museo como una obra de arte. Durante esas visitas pude comprobar que cuando alguien había leído la novela al principio se mostraba muy curioso: “Oh, el zapato de Füsun”, pero después de siete u ocho vitrinas la persona que había leído la novela perdía el interés en identificar los objetos del texto y se dejaba llevar por la atmósfera o por el aura que aportan los objetos al museo. Entonces esta persona se aproximaba a aquellas que no habían leído el libro. Y se daba cuenta de lo que sucede: una novela cuenta una historia por medio de las palabras que convertimos en imágenes a través de nuestra imaginación, pero un museo, cuando quiere contar una historia, lo hace a través de la visualidad. Y la visualidad no es una historia: miramos cosas, sabemos que hay un texto detrás pero no sacamos el texto de las imágenes? Se parece a la contemplación de las imágenes bíblicas. Vemos a Jesucristo, nos recuerda ciertas partes del texto, pero nuestros ojos están más ocupados con el paisaje de atrás. Sabemos que el texto es ilustrativo de una gran historia, pero nuestros ojos están buscando algo más.
Guillermo Cabrera Infante, que tanto significa para Pamuk, dejó escrito en el frontispicio de Tres tristes tigres , esta frase de Lewis Carroll: “Quería saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada”. Orhan Pamuk se ha metido tercamente en la luz de la vela y ha salido de ahí alumbrado y feliz, y todavía sentimental e ingenuo. Un novelista capaz de ver la ficción como una realidad de mil dimensiones. Se puede ver el resultado en un barrio de Estambul.
LA NACION