Amor y capitalismo

Amor y capitalismo

Por Eva Illouz
En sus memorias, Casanova relata que cuando le presentan a una dama refinada, una condesa, queda arrobado ante su belleza y encanto. El día después de conocerla, va a visitarla a su casa. Se encuentra en una sala amueblada con “cuatro sillas desvencijadas y una mesa vieja y sucia”. Este triste y sorprendente espectáculo no mejora con la aparición de la condesa, pues cuando ésta llega, Casanova queda atónito ante la miseria y la suciedad de las pobres ropas que viste.
Entendiendo la consternación de Casanova, la mujer apela a su compasión y le explica que, aunque de noble linaje, su padre recibe solamente una pequeña remuneración que debe compartir con sus nueve hijos. La reacción inmediata, de la que Casanova no pretende disculparse, merece ser citada: “Yo mismo no era rico y, como ya no estaba enamorado de ella, simplemente exhalé un profundo suspiro y permanecí frío como el hielo”.
Casanova, el imprudente aventurero y seductor de un incontable número de mujeres, resulta tener el alma de un contador de sangre helada, pues su amor ardiente se evapora en cuanto descubre la precaria situación económica de la condesa. En sus pensamientos y sensaciones, que Casanova permite que el lector atisbe, el interés económico surge naturalmente a través de los sentimientos. A diferencia de lo que podría pensar un lector moderno, las ideas de Casanova estaban muy lejos de ser inmorales. Por el contrario, en el mundo precapitalista, ser moral implicaba que uno sabía elegir el objeto de su deseo sobre la base de su situación social. En una economía con mercados laborales limitados y una restringida circulación de mercancías, la propiedad y la herencia eran elementos determinantes de la posición social, y las propiedades podían conservarse o aumentarse primordialmente por medio del matrimonio. En el mundo precapitalista, por lo tanto, la conducta en la vida privada estaba supeditada a estrategias, intereses y evaluaciones económicas. En las sociedades no capitalistas o precapitalistas, las decisiones económicas se basaban primordialmente en consideraciones morales (por ejemplo, quién podía trabajar en qué cosa; quién podía dedicarse a actividades bancarias, etc.); de igual modo, las decisiones sentimentales o emocionales estaban siempre matizadas por las consideraciones económicas.
Por su parte, el capitalismo ha sido un gran separador entre los sentimientos y los cálculos económicos. Al sacar la producción económica del entorno hogareño, al conseguir que los individuos fueran menos dependientes de las propiedades heredadas y, al transformar la familia en una unidad emocional -en vez de económica-, el capitalismo fue la primera organización social en considerar el matrimonio por amor un hecho legítimo e incluso encomiable, en afirmar la soberanía de las elecciones emocionales de los individuos, en separar radicalmente los sentimientos de los intereses.
Engels pensaba que en el matrimonio burgués el deseo de preservar o transmitir la propiedad privada era simplemente demasiado fuerte y por lo tanto capaz de superar el amor desinteresado y los sentimientos, pero Engels estaba equivocado, porque en muchos aspectos ha ocurrido lo contrario: como el capitalismo convirtió la economía en una actividad especializada -independiente de la reproducción sexual y del matrimonio-, también convirtió la familia en una unidad no económica, en un invernadero emocional, dentro del cual hombres y mujeres se preocuparían cada vez más por su amor mutuo, su sexualidad, su autodesarrollo individual y sus afectos parentales.
Es cierto que el capitalismo fue responsable de encerrar a hombres y mujeres en esferas genéricas diferentes -relegando a las mujeres a lo que Hannah Arendt ha apodado “el sombrío mundo de lo interior” y lanzando a los hombres al duro y competitivo ruedo del mercado-, pero al convertir el amor romántico en un componente intrínseco del matrimonio burgués también mejoró el estatus de las mujeres, y de hecho erosionó lentamente la supremacía masculina dentro de la familia.
También es cierto que los matrimonios modernos no son tan diferentes de los matrimonios arreglados como a uno le gustaría creer (las estadísticas revelan que con frecuencia acabamos por casarnos con alguien social y económicamente compatible con nosotros). No obstante, la norma del amor ha cambiado de manera importante la forma en que las personas eligen a su cónyuge y también lo que esperan del matrimonio.
Todo esto resulta esencial para entender una de las grandes paradojas del capitalismo y probablemente uno de sus más duraderos elementos de seducción: la organización social capitalista convirtió la actividad económica en el principal motor de la sociedad, pero también situó la vida privada y la búsqueda de la expresión y la satisfacción emocional en el centro del proyecto de vida de cada individuo.
Tomemos como ejemplo el consumo: el consumo se apoya en prácticas despiadadas e invasivas, sin embargo, la gente consume primordialmente para mejorar sus relaciones sociales (se gasta mucho dinero en espléndidas vacaciones, pero sólo para pasar un tiempo memorable con nuestra familia; vamos a restaurantes muy costosos, pero casi siempre para celebrar junto con otros nuestros triunfos y nuestros aniversarios; casi todas las liquidaciones de las fiestas están destinadas a que compremos regalos para nuestros amigos y familiares; y las ropas costosas, los perfumes y el maquillaje que compramos con regularidad son sólo una manera más de impresionar y seducir a los otros, etcétera).
Así, el capitalismo es un centauro sociológico: su cabeza es glotona, brutal, implacable, calculadora, pero su cuerpo anhela relaciones estrechas, intimidad, autenticidad y autorrealización. A diferencia de lo que afirma la doctrina marxista, no creo que las contradicciones del capitalismo sean sus puntos débiles. Por el contrario, esas contradicciones han dado origen a su gran creatividad, su capacidad de seducción y su dinamismo. Mientras que el lugar de trabajo exigía autocontrol, competitividad y una desapasionada racionalidad, siempre quedaba el hogar, aunque sólo fuera como un mito regulador, para ofrecer consuelo, autenticidad e intimidad.
Gran parte de nuestra creatividad cultural del siglo pasado tuvo que ver con el intento de dar sentido y reconciliar las lógicas conflictivas que reinaban en esas dos esferas. La novela, el feminismo y el psicoanálisis son los ejemplos más destacados de formas culturales que trataron de identificar y equilibrar las tensiones entre el individualismo -autocentrado e independiente- y nuestro compromiso con los otros. Pero creo que precisamente ese carácter contradictorio es lo que está desapareciendo. El capitalismo está menos aquejado de conflictos que antes. El sentimiento y el interés, lo privado y lo público ya no están, como durante el apogeo de la hegemonía burguesa, opuestos entre sí, sino que, una vez más, se han fundido perfectamente en los nuevos desarrollos tecnológicos y económicos del capitalismo. Tomemos como ejemplo los nuevos y florecientes sitios de Internet destinados a las relaciones y las citas. La gélida respuesta de Casanova ante la miseria de la condesa palidece en comparación con la intrincada y elaborada especificación de los atributos requeridos de una pareja que permite ahora la tecnología de Internet: las personas que buscan pareja acceden a encontrarse con alguien solamente cuando pertenece a un determinado grupo etario, tiene cierto color de cabello y de ojos, cierto nivel educativo, de salario, cuando ha asistido a una escuela de determinada categoría, tiene el hábito adecuado en lo referido al cigarrillo, determinado nivel de estado físico, etc. O pensemos en el fenómeno de los programas de entrevistas: no sólo resultan significativos porque nunca se le ha conferido tanto valor a la historia de vida de las personas, sino también porque anulan la distinción entre lo público y lo privado, es decir, una de las tensiones fundamentales que dio forma al núcleo de la identidad moderna.
En suma: mientras que el capitalismo había dividido las esferas pública y privada, el interés y el sentimiento, la pasión espontánea y el cálculo desapasionado, la cultura capitalista de hoy funde todos esos elementos, convirtiendo el lenguaje, los valores y la racionalidad del mercado en rasgos hegemónicos y omnívoros.
El capitalismo es incapaz de producir mitos poderosos que puedan consolarnos o elevarnos por encima del mercado, porque la estructura misma de la vida privada se derrumba ante nuestros ojos. Aún queda por ver si de esas cenizas resurgirá un fénix.
LA NACION