La punta del iceberg

La punta del iceberg

Por Débora Vázquez
El primer libro de Kjell Askildsen (Mandal, Noruega, 1929) fue prohibido por inmoral en la biblioteca pública de su ciudad natal. Pero el escandinavo no claudicó. “La literatura -confiesa- es el único punto en mi vida en el cual tengo la sensación de estar seguro de mí mismo.” La traducción de su obra a más de veinte lenguas prueba que no estaba muy errado. Askildsen es un hombre discreto y poco afecto a dar entrevistas. Aunque domina perfectamente el inglés (tradujo a Samuel Beckett y Harold Pinter, entre otros,) a los cronistas extranjeros sólo les responde en su lengua materna. Vive en las afueras de Oslo y hace más de diez años que no publica.
Cuentos reunidos compila cuatro de sus excelentes volúmenes de relatos. Treinta y seis textos en total que Fogwill -oficiando en esta ocasión de editor- reorganizó con buen tino, desatendiendo el orden cronológico para privilegiar “un contrapunto de personas narrativas, extensiones relativas e intensidad del conflicto dramático”, que vuelve al libro sumamente dinámico y evidencia la pareja calidad del conjunto. Algunos de los cuentos son tan escuetos que cortejan el género del microrrelato, sin contraer, por fortuna, ninguna de sus mañas: chistes obvios, parábolas de bolsillo o mitologías prêt-à-porter .
Como en las narraciones de Hemingway -uno de los escritores favoritos del noruego, junto con Alain Robbe-Grillet y Claude Simon-, los relatos de Askildsen esconden más de lo que muestran y se abstienen de dar explicaciones. Los finales, por lo general abiertos, instalan una falsa calma: treguas domésticas que barren la incomodidad debajo de la alfombra tras reacciones violentas. El desencadenante de estas crisis maritales o entre consanguíneos es por lo general un detalle menor. Pero la trascendencia que adquiere esa pequeñez expone el mundo de rencores enmudecidos y cohibidas intenciones que acechan a todo vínculo.
El nihilismo extremo de estos Cuentos reunidos se sintetiza a la perfección en “La noche de Mardon”: “Somos flechas disparadas del vientre de nuestra madre, y aterrizamos en un cementerio. ¿Qué importancia tiene entonces -en el momento de aterrizar- si hemos volado bajo o alto, hasta dónde hemos volado o a cuántos hemos herido en el camino?” El matrimonio, por su parte, es considerado una institución inviable y la familia un calvario peor que la indiferencia de los desconocidos. Todo lo que no es soledad descoloca. La vida en sociedad es un absurdo: un ajedrez de meros peones que se creen ridículamente jaqueados por sus pares.
La negación del más allá no invita al carpe diem sino a una salvaje incorrección política. O en palabras del protagonista de “El estimulante entierro de Johannes”: “No es que me encanten los accidentes, pero, por ejemplo, si por alguna razón algún avión explotara en el aire, no tendría nada en contra de ser uno de los que lo observaran, o mejor, el único.”
Los personajes que habitan estos relatos son gente a la que nadie saluda en el día de su cumpleaños. Seres cínicos dispuestos a tergiversar una anécdota de la infancia para atizar la ira de un hermano. Parientes que hacen visitas sólo si el otro se partió un fémur. Gemelos que se cruzan en la calle después de once años y fingen no reconocerse. Paranoicos que callan para no dar a entender nada. Ausentes crónicos en entierros de padres y madres. Susceptibles congénitos, como el narrador de “No soy así, no soy así”: “Mi hermana me dijo que el trasero de mis pantalones estaba muy brillante por el uso. Yo lo sabía, pero me irritó que hiciera ese comentario, porque nunca he tolerado que un parentesco del que no tengo ninguna culpa justifique la falta de tacto”. Gente que no sabe de apremios económicos (“ser noruego -señala Fogwill en el prólogo- es contar con un ingreso per cápita de sesenta mil dólares anuales”), trabaja poco y tiene tiempo de sobra. Tiempo de vacaciones, de ocio o de retiros tempranos. Tiempo para observar a un vecino o a dos moscas apareándose. Mundo de voyeurs en el que no faltan los largavistas para hacer foco en jardines propios o ajenos. Pero la indiscreción no termina ahí: hurgar en la basura del cónyuge, como lo hace el protagonista de “El comodín”, o leerle el diario íntimo a la hermana, como sucede en “Los invisibles”, son prácticas lícitas. Saberlo todo acerca del otro es el fin que justifica los medios.
Carente de descripción de lugares y personas, la prosa eficaz y somera de Askildsen descuella en los diálogos sincopados, y a menudo sin entrecomillar, en donde prima la incomodidad de los silencios, la frase hecha que obtura la comunicación y un oído absoluto a la hora de captar el desacople entre pensar y decir.
Los agudos narradores de la mayoría de los cuentos de este volumen son hombres. Primeras personas machistas para quienes las mujeres son, sin excepción, temerosas, desvalidas, incapaces de decidir algo por sí mismas: suerte de Noras ibsenianas presas en sus casas de muñecas. “Si hubiera sido uno de esos oficiales alemanes que tenían a las mujeres alineadas ante ellos, libres de señalar -con la fusta- a la que deseaban, yo habría escogido a una bajita, algo llenita y con cara de estar asustada”, asegura uno de los protagonistas de “La noche de Mardon”.
Askildsen, cuyo alter ego puede adivinarse en el viejo cascarrabias de “Últimas notas de Thomas F. para la humanidad”, declaró en alguna ocasión: “No me gusta un relato que no crea desasosiego”. Y su obra demuestra que no miente. Al transitar sus Cuentos reunidos el lector queda con una sensación de invernal aridez debajo de los zapatos. Algo parecido a lo que le sucede al matrimonio que no sabe qué hacer con el animal que aparece muerto en el sótano de su casa. Hasta que el hombre, desoyendo a su pareja, se impone: “Cuando la tierra se desheló, enterró al perro en la huerta. Erna no dijo una palabra, pero al llegar la primavera, la huerta quedó sin cultivar”.
LA NACION