La sociedad medicalizada

La sociedad medicalizada

Por Diana Cohen Agrest
partir de los inicios de los años 70, el afianzamiento de los derechos sociales alentó el nacimiento de la medicina social. Y una década más tarde nació el movimiento de los derechos del paciente, cuando se abandonó el modelo paternalista que había reinado desde Hipócrates, en cuyo marco el médico no sólo aportaba su saber técnico y su experiencia profesional sino también era el responsable de las elecciones que hacen a la vida, a los sistemas de creencias y a los valores de sus pacientes.
Con el tiempo, esa relación originaria de cuidado se trasmutó en un vínculo reflejado acabadamente en la retórica médica usual en inglés, lengua donde no se usa tanto el término “paciente” -con su connotación que remite a una semántica de renuncia y sometimiento- sino “cliente”. Pero esta expresión remite al universo corporativo-empresarial, y lejos de ser la resultante de un vuelco discursivo casual, ella anticipó un nuevo tipo de relación médico-paciente. Porque a poco de nacer, los derechos del paciente se unirían en un matrimonio de conveniencia con los derechos del consumidor, abocados a la demanda de bienes y servicios.
En el ámbito sanitario, esta demanda es la respuesta social a un progreso biomédico que, según se cree, legitimaría un sinfín de exigencias de los pacientes ante profesionales incapaces de satisfacerlas. Porque la demanda creciente de servicios y productos se funda, en verdad, en una falacia: en el imaginario del paciente, querer es poder. El querer es el querer del paciente, pero el poder continúa siendo depositado en el médico, de quien se espera que cumpla el deseo del paciente. Pero en esa tensión ya no se juegan los derechos del paciente sino el querer del consumidor que, por su índole misma, detenta el derecho a reclamar indiscriminadamente todo tipo de tratamientos, desde recomendaciones nutricionales hasta terapias alternativas carentes de evidencia científica. Este empoderamiento del paciente, de más está decirlo, se cimienta en los altísimos costos que paga a su obra social, a su prepaga, a su seguro médico o en impuestos, lo que condujo, entre otras causas, a una mercantilización de la medicina.
La medicina como negocio se cimienta en cierta patologización de la vida que se vale de innovaciones biotecnológicas -que en sí mismas son un logro-, pero que son cuestionables cuando, en nombre de la salud y el bienestar humano, son presentadas marketineramente con el objetivo de incrementar la demanda del servicio o producto. Y tal como se hace cuando se vende desde un auto hasta un masajeador, se intenta posicionar un tratamiento en el imaginario del consumidor. Si pensamos en el llamado “turismo médico” (desde el turismo de trasplante hasta el reproductivo o estético), los “paquetes” ofrecidos incluyen tratamiento, estadía y hasta promociones turísticas que le añaden un plus a un tratamiento desde una mirada banalizante que abusa de todo lo que se juega en el deseo de la cura o hasta del verse mejor.
Pero, además, como se trata de extender las estrategias de mercado de la sociedad de consumo, se inventan pseudoenfermedades. En A la escucha del cuerpo , Ivonne Bordelois señala este fenómeno en expansión: la acuñación de enfermedades que, en una recreación constante, sin solución de continuidad, sirven a la invención artificiosa de nichos de consumo que aspiran a satisfacer las demandas de un mercado generado por los mismos laboratorios que lanzan los productos para tratar esas presuntas patologías. Y dado que son profusamente difundidos a través de campañas publicitarias dirigidas al segmento ABC1, el profesional idóneo debe desmitificar esa parafernalia mediática. Pero su misión va mucho más allá.
Pues el médico puede servirse pero también debe lidiar con un “ciberpaciente omnisciente” que indaga en la Red su propio diagnóstico y hasta sus alternativas terapéuticas. Esta situación inédita en la historia de la medicina podría sintetizarse en una suerte de segunda falacia complementaria de aquella que asimilaba el querer al poder: según este nuevo equívoco, saber es querer. Saber de la existencia de un determinado tratamiento, una novedosa tecnología biomédica o de nuevas drogas, implica el quererlos. Y en una cultura donde todo tiene precio, ese querer confiere un derecho a reclamar ese tratamiento, esa tecnología biomédica o esas nuevas drogas, no siempre disponibles o no siempre los indicados para tratar la enfermedad en cuestión.
Confrontándose a este nuevo paradigma, el tradicional modelo paternalista se ha invertido y ya no es el paciente quien espera del médico las indicaciones terapéuticas sino que es el paciente quien -devenido un “paciente-impaciente”- exige las indicaciones. Pero, además, las expectativas depositadas en el profesional exceden a menudo sus posibilidades reales de curar. Porque desde que los progresos de la medicina y la introducción de hábitos saludables de vida sirvieron de instrumentos eficaces para disminuir el número de decesos prematuros, la enfermedad y la muerte se suelen percibir como injustas o evitables. Y ni médico ni paciente pueden concebir la enfermedad y la muerte como un acontecimiento natural de la vida humana, y son vistas como un fracaso del médico.
Pero por añadidura esta obligación del profesional de salvar o curar -que en el imaginario colectivo no admite excepciones- promueve la llamada “medicina defensiva”, que emplea procedimientos diagnóstico-terapéuticos con el propósito explícito de evitar demandas por mala práctica, contratando con el mismo propósito seguros exorbitantes como salvaguardia ante un posible litigio. En el intento denodado de evitar un pleito, según la acertada expresión de la pediatra Teresa Pereira, hemos pasado de la medicina defensiva a la “medicina ofensiva”, esto es, al ejercicio de un encarnizamiento terapéutico que, en el intento de desalentar la desconfianza de la familia, puede incluso mantener en el respirador a un paciente tras su deceso sólo para evitar una demanda por no haber hecho todo lo posible. Pero ésta es sólo una de las caras de un sistema sanitario fracturado, en el cual una parte de la población usa y abusa de tecnologías sofisticadas a menudo empleadas en tratamientos electivos o en pseudoenfermedades y otra mucho más numerosa muere de enfermedades curables o prevenibles.
En este escenario, parecería que el médico no tiene demasiadas opciones. Una posibilidad es adoptar el modelo empresarial. Lo vemos cada vez más: la superpoblación de profesionales que se han volcado a los tratamientos estéticos es la respuesta pragmática a una cultura narcisista que venera la imagen y a la que no le importa pagar lo que sea por ella. Pero, además, sabedores de los principios de la economía clásica según los cuales a mayor o mejor oferta, mayor demanda, al igual que en una carrera armamentista el profesional debe procurar ampliar su abanico de ofertas innovadoras para ofrecer aquello que los otros no ofrecen.
El modelo alternativo al empresarial, menos controvertido, no parece sin embargo demasiado seductor. En él, el médico es una versión remixada de Tupac Amaru: tironeado por el paciente, la institución en la cual trabaja, sus propios intereses pecuniarios y la obra social o prepaga. En su defensa, el paciente reclama servicios que exceden las indicaciones clínicas. En contrapartida, la institución deudora de la prestación, la misma que abona sus honorarios, en la búsqueda de reducción de los costos reduce proporcionalmente las ofertas de prestaciones, incluso de las necesarias. Sometido a presiones constantes por parte de estas últimas, el médico termina haciendo de mediador entre el paciente y la entidad con la cual el profesional, en calidad de prestatario, se relaciona contractualmente. Desmembrado entre tantos intereses en juego, ¿qué queda de las obligaciones de beneficencia, de la fidelidad del profesional hacia su paciente?
Pero el derrotero no tiene fin. Porque cuando la obra social o la prepaga se niegan a reconocer un tratamiento, se busca una nueva instancia, el último eslabón de esta cadena. La privatización de la atención sanitaria, sumada a una hiperjudicialización de la salud, termina por hacer del Estado el depositario último que ha de responder a las demandas del paciente.
Los actores sociales de este drama inconcluso, al hacer de la salud una mercancía subordinada a la ecuación costo-beneficio y sujeta a la aceleración generalizada de una cultura consumista cuyos tentáculos alcanzan a las innovaciones médicas, terminan por hacer un uso equívoco del concepto del derecho a la salud, abandonando valores esenciales a la responsabilidad social en el campo de la atención sanitaria, y dejando en un estado de orfandad, en el mismo gesto, a las obligaciones de justicia, de equidad y de solidaridad.
CONSULTOR DE SALUD