02 May Cartas de un amigo en París
Por Carles Álvarez Garriga
Julio Cortázar hace las prácticas pedagógicas para graduarse como maestro en la Escuela Normal Mariano Acosta, en Buenos Aires, a mediados de la década de 1930. Ahí conoce a Eduardo Alberto Jonquières, cuatro años menor. “Eduardo -recuerda Aurora Bernárdez– era un alumno particularmente brillante, gran lector, poeta y ya buen dibujante. Durante muchos años el retrato de Julio, uno de sus primeros óleos lamentablemente perdido, estuvo colgado en la calle Artigas.”
Me llama la atención, cuando en septiembre de 2009 pregunto a Aurora por cosas que ya sólo ella puede recordar (cosas de esos años, de esas gentes), que se refiera de inmediato al retrato que, según parece, la hermana echó a la basura muchos años después porque creyó que estaba muy deteriorado. El destino de ese cuadro, en el que un jovencísimo Cortázar apoya sus largas manos sobre las rodillas con la incomodidad del tímido que posa, pudo ser el mismo que el de las cartas que aquí presentamos, de cuya existencia teníamos noticia porque en una biografía cortazariana aparecida en 1998 se afirmaba que Jonquières conservaba “cartas a granel”. ¡A granel!, se felicitaba uno relamiéndose por adelantado, aunque tuviera que esperar más de una década hasta poder leer, en una de estas cartas recién resucitada, la interrogación retórica y por suerte no profética de Cortázar a Jonquières: “¿Dónde están las cartas ´perdidas´? ¿En qué estante, saca, desván, se van pudriendo poco a poco, envueltas en su tristeza de no haberse cumplido?”.
Por fortuna, las cartas se conservaron. A la muerte de Jonquières, acaecida en París en el año 2000, la grabadora María Rocchi, su viuda (“paciente guardiana de la correspondencia de los años europeos”, apunta Aurora), las encontró en el archivo familiar. Gracias a ese pequeño milagro tenemos la ocasión de presentar ciento veintisiete cartas, trece tarjetas postales y un recorte publicitario que Julio Cortázar envió a Eduardo, a María y a su hija Maricló entre febrero de 1950 y febrero de 1983. […]
Sí, pero, ¿quién era Eduardo Jonquières? Para ofrecer un perfil casi curricular -de su psicología estas cartas dan, como en un negativo fotográfico, un dibujo excepcionalmente vigoroso-, puede decirse que Jonquières fue, ante todo, poeta y pintor. Así lo demuestran sus libros ( La sombra , El Bibliófilo, 1941; Permanencia del ser , El Bibliófilo, 1945; Crecimiento del día , Losada, 1949; Los vestigios , Botella al mar, 1952; Por cuenta y riesgo , Mundonuevo, 1961; Zona árida , Losada, 1965) y sus obras expuestas, entre otros lugares, en El Fogón de los Arrieros, en Resistencia; en el Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano, en La Plata; en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, en Santiago de Chile; en el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori y en el Museo de Arte Moderno, en Buenos Aires.
La amistad entre ambos se afianzó a partir de 1946, con el regreso de Cortázar a Buenos Aires tras su periplo profesoral en provincias. Casados Eduardo y María, se acomodan en la casa de la calle Ocampo “donde se juntan -puntualiza Aurora- grandes y chicos, Albertito y Maricló. La amistad se extiende a la familia. De esas reuniones queda un divertido testimonio: ´El extraño caso criminal de la calle Ocampo´, publicado en Papeles inesperados “.
Aurora Bernárdez está entusiasmada con el libro. Fue al leer de corrido la transcripción completa cuando nos dimos cuenta de que estas páginas en cierto modo desmienten la consideración de Vargas Llosa, para quien Cortázar era “un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte”. Hasta leer las cartas a los Jonquières, todos teníamos la impresión de que Cortázar era, en efecto, extremadamente reservado en lo personal; aquí en cambio se diría que escribe a un hermano. “La de Julio y Eduardo -sigue Aurora- era una amistad fraternal. Julio se sentía como el hermano mayor, con derecho y obligación de decirle lo que pensaba de sus contradicciones, de su manera de perder el tiempo y las energías en conflictos que no merecían tanta dedicación, de su carácter de cascarrabias que le impedía disfrutar de todo lo bueno que le había tocado en suerte: familia, talento, vocación. El afecto lo obligaba a salir de su reserva habitual. Es lástima que se hayan perdido las respuestas de Eduardo, que podían ser tan cómicas como asesinas.”
Además de que estas cartas ofrecen una imagen nueva de Cortázar, las correspondientes a los años de su instalación definitiva en Europa (1951-1955) nos informan con esmero y puntualidad casi semanal sobre un período del que apenas sabíamos nada. Estas cartas valen por el diario que no tenemos; accedemos con ellas a parte de su construcción intelectual porque, a la gran cultura literaria que ya tenía, aquí está sumando “el aprendizaje de la mirada”.
Pregunto a Aurora si en su opinión la partida de Cortázar fue tan crítica como reflejan algunas de las cartas, y si cuando lo reencontró en París en 1952 lo notó muy cambiado. Responde sin dudar: “Cuentos como ´Las ménades´, ´La banda´, ´La escuela de noche´ reflejan una atmósfera de fraude, violencia, fascismo, intolerable. Transformar esa experiencia en relatos era una manera de exorcizarla. Pero no le bastaba. Una visita al médico (sufría de migrañas y alergias) le dio el empujón decisivo: después de escucharlo atentamente, el médico le dijo: Lo suyo no es una enfermedad; es una opinión. Váyase´. Y Cortázar se fue. Con todo, su personalidad no cambió, estaba seguro de que había tomado la buena decisión en el momento justo. El mundo de sus preferencias se ensancha. Ya en el primer viaje adquiere una visión más rica y variada de la realidad. Añade a la contemplación de la obra de los grandes maestros de la pintura, clásica y moderna, el descubrimiento de la ciudad, objeto tan vivo y fascinante como el mejor libro, el mejor cuadro. Camina sin rumbo por las calles, descubre patios misteriosos, jardines escondidos, papeles arrancados en los que el azar organiza otras armonías. Está atento a todo lo que habitualmente pasamos por alto. Aprende a mirar para ver, modesto pajuerano del Nuevo Continente, fascinado por la vieja Europa. Así aprendió también a ver mejor Buenos Aires”.
Comentamos otra característica que me parece una constante en toda la correspondencia cortazariana: la adaptación a los interlocutores, la versatilidad estilística que se amolda al destinatario: con Eduardo tiene largas parrafadas culturales, con María es más doméstico y con Maricló es muy “amiguito”. Aurora se ríe: “Le gustaban poco las grandes reuniones pero era amable y cordial con cualquiera, a menos que le cayera muy pesado; en ese caso, no disimulaba y en sus raras cóleras le salían por los ojos relámpagos verdes como los de las peores tormentas de Santa Rosa en Buenos Aires. A María la quería mucho y con los chicos siempre se entendía muy bien”. […]
Anochece en París. Antes de salir a comer algo, nos quedamos callados un momento. Creo que le envidiamos un poco al lector la maravilla que le espera cuando asista en estas páginas al nacimiento de los cronopios, a las peripecias de la traducción de la obra de Poe, al minucioso relato de las visitas a museos, iglesias y galerías, a la crónica de paseos urbanos y de reacciones-reflexiones: un curso de historia del arte y del deambular por la ciudad donde el profesor es, ni más ni menos, Julio Cortázar. […]
Cenaremos en el hindú de la esquina. Vamos yendo. Me acuerdo de lo que dijo Paco Porrúa al terminar su lectura de las pruebas: “Es maravilloso. Se lee como una novela.”
Pedimos la comida. Aurora bebe un sorbo de té y se queda pensativa. Entonces me dice, lentamente: “Es una curiosa experiencia leer la propia vida contada por otro. Porque las cartas de Julio son su mejor biografía, pero también son la mía. Yo sabía que no había estado nada mal, pero no recordaba los detalles (algunos de ellos francamente fantasiosos, como la reiterada y amable referencia a mis tortillas, que todavía hoy no he aprendido a hacer). Pero lo que descubro ahora es que el relato de mi vida se ha convertido en mi vida. Todo depende, claro está, del narrador.”
Traen los platos. Me acuerdo del plan de Sainte-Beuve que citaba Proust y no puedo evitar recitarlo a modo de conclusión de estos meses de trabajo. (Por suerte el restaurante está vacío: cenamos temprano.)
Escribir de vez en cuando cosas agradables, leer otras agradables y serias, pero sobre todo no escribir demasiado, cultivar a los amigos, guardar una parte del propio espíritu para las relaciones diarias y saber compartirla sin reservas, dar más a la intimidad que al público, reservar la parte más fina y más tierna, la propia flor, para el interior, para usar con moderación, en un dulce comercio de inteligencia y sentimiento, las últimas estaciones de la juventud.
Pasa un ángel. Levantamos las copas para brindar por la larga y hermosa amistad de los Cortázar y los Jonquières, y por estas cartas; ciertamente inesperadas, ciertamente inolvidables.
LA NACION