El eco de lo que fue

El eco de lo que fue

Hay amores que no se marchan del todo.
Se alejan despacio, como la última claridad del día,
pero dejan un resplandor que permanece en el aire,
un murmullo suave que sigue vibrando en la memoria
cuando todo lo demás ya calló.

No es nostalgia lo que vuelve,
sino una especie de dulzura triste,
como si el alma recordara un perfume que ya no está
y, sin embargo, insiste en acompañarla.
Hay recuerdos que no piden retorno:
sólo piden un lugar donde seguir respirando.

A veces basta un gesto, una sombra, un sonido casi olvidado,
para que algo en el pecho despierte con un temblor leve.
No duele del todo,
pero tampoco deja indemne.
Es esa mezcla extraña de belleza y pérdida
que se siente al mirar algo delicado
justo cuando está a punto de desaparecer.

Las memorias del amor tienen la temperatura de lo irrecuperable.
Llegan como una brisa que mueve apenas una hoja,
recordándonos que la vida también se habita en lo que ya no vuelve.
Lo vivido permanece en nosotros
como una luz tenue que no exige nada,
pero ilumina igual.

Hay una melancolía que no hiere;
una melancolía que cuida.
Es como tocar una seda fina:
sabemos que puede romperse,
pero su fragilidad es precisamente lo que la hace valiosa.
Así es el amor que se fue:
un tejido tan delicado que el alma lo guarda con cuidado,
sabiendo que en su fragilidad reside su verdad.

Y, aun así, en esa tristeza leve hay consuelo.
El corazón recuerda que no siempre estuvo solo,
que hubo un tiempo en que latir era más simple,
más confiado,
más joven.
El eco no trae el pasado:
trae la certeza de haber vivido algo que mereció ser vivido.

El amor que ya no está no desaparece.
Se vuelve una presencia callada,
una enseñanza que se desliza por dentro
como luz que se filtra por una rendija.
No reclama nada.
Sólo nos recuerda que fuimos capaces de sentir así,
con esa intensidad que asusta un poco
por lo real que fue.

A veces, cuando la tarde cae lentamente,
tengo la impresión de escuchar ese eco.
No es una voz ni una imagen.
Es una vibración suave, casi sagrada,
como el calor que persiste en una piedra
después de que el sol se ha ido.

Y entonces entiendo algo que la razón no explica:
que ese amor, aunque perdido,
no es una herida,
sino un resplandor.
Un resplandor quieto,
delicado,
que sigue acompañando la vida
como un último rayo que se niega a extinguirse.

El eco de lo que fue no lastima:
nos sostiene.
Es la forma que tiene el amor
de quedarse
cuando ya no puede volver.

 

Carlos Felice