Aprender a vivir con lo que no se supera

Aprender a vivir con lo que no se supera

(En un tiempo que confunde sanar con rendir, aprender a convivir con lo que duele se vuelve un gesto de resistencia interior)

Hay pérdidas que no cicatrizan. Se transforman, se esconden en otras zonas del cuerpo o del alma, pero nunca se van del todo. Habitan. Uno cree haberlas dejado atrás, hasta que un sonido, una luz o una frase banal las hace volver, intactas. No se las supera: se convive con ellas.

Vivimos en una cultura que confunde la vitalidad con la superación. Nos repite que todo debe resolverse, que el dolor es un error a corregir, una falla de mantenimiento emocional. Pero hay heridas que no se dejan administrar. No piden reparación: piden espacio. Lo contrario de superarlas no es hundirse en ellas, sino permitirles existir sin exigirles un sentido.

Quizás vivir no consista en cerrar lo que duele, sino en aprender a darle lugar. En reconocer que lo que nos hiere también nos modela. Que la pérdida no es una interrupción del tiempo, sino una de sus formas. La vida —como escribió Camus— no tiene por qué tener sentido para que valga la pena ser vivida.

Superar, en cambio, suele ser una forma elegante de negar. Una violencia discreta contra la memoria. Se nos enseña a gestionar el dolor como si fuera un trámite pendiente, una carga que debe eliminarse para seguir “funcionando”. Pero el alma no funciona: respira. Y su respiración tiene pausas, silencios, zonas oscuras donde nada se ordena.

Hay dolores que no se curan porque son parte del tejido mismo de quien los lleva. No son un accidente, sino una forma de presencia. Uno aprende a caminar con ellos, a vivir en su compañía. Y con el tiempo, esa convivencia deja de ser una condena para volverse una especie de sabiduría involuntaria: una manera de mirar el mundo con más hondura, con menos prisa.

Cioran escribió que “se vive con las ruinas”. Lo decía sin amargura, con una ironía serena, como quien sabe que la belleza también se encuentra en lo derrumbado. Con el tiempo, uno entiende que no hay redención ni olvido, sólo un modo más digno de habitar el daño. No se trata de reparar el edificio, sino de aprender a vivir entre los escombros sin perder la capacidad de asombro.

Esa lucidez —tan parecida a la calma— no llega por iluminación, sino por desgaste. Es el fruto de haber dejado de exigirle al dolor que se vaya. Cuando uno ya no lucha contra la herida, aparece algo que se parece mucho a la paz: no la que consuela, sino la que acepta.

Tal vez la madurez consista en eso: en dejar de esperar que la vida sea coherente. En comprender que todo lo que amamos está expuesto a perderse, y que aun así —o justamente por eso— merece ser amado. Hay una forma de ternura que sólo nace después del desencanto: una ternura sin esperanza, pero también sin miedo.

No se trata de sanar. Se trata de seguir respirando junto a lo que duele, de dejar que el tiempo haga su trabajo sin pedirle milagros.
Cioran tenía razón: se vive con las ruinas. Pero algunas ruinas, si uno aprende a mirarlas sin impaciencia, se vuelven un paisaje.
Y a veces, un paisaje puede ser más verdadero que cualquier reconstrucción.

Carlos Felice