La grieta en el tiempo: vivir cuando todo se repite

La grieta en el tiempo: vivir cuando todo se repite

El tiempo ya no pasa: se refresca.
Cada instante se borra antes de volverse recuerdo, sustituido por otro idéntico, apenas más pulido, apenas más vacío.

El futuro se contrajo en presente y el pasado se disolvió en archivo.
Ya no hay historia: hay actualización.

La catástrofe se programa.
El drama se transmite.
El mundo no envejece: cambia de interfaz.

Vivimos en una vibración continua, un zumbido que reemplaza la experiencia por su repetición.
Todo se acelera para que nada se mueva.

El olvido era una forma de piedad.
Permitía que las cosas murieran.
Hoy nada muere del todo: todo queda suspendido en una especie de presente fosilizado.

Las imágenes no desaparecen, los gestos no se disuelven, las palabras no se borran: flotan, sin peso, en una memoria que ya no recuerda, solo conserva.

La memoria se ha vuelto un desierto luminoso: un lugar donde los rastros persisten, pero nadie los habita.
Ya no guarda el pasado, lo inmoviliza.

Recordar era volver a vivir.
Hoy es mirar sin tocar.
El pasado no regresa: se refleja.
Y en ese reflejo perfecto desaparece lo que tenía de verdadero.

Lo que antes era nostalgia es ahora estética del residuo.
Una melancolía programada que nos permite sentir sin comprometernos.

La memoria ya no duele.
Y quizás en eso consista la tragedia: en haber olvidado cómo se olvida.

Todo es nuevo, y por eso nada lo es.
Cada novedad es una copia sin origen, una variación con brillo superficial.

El deseo, que antes movía el tiempo, se ha vuelto parte del decorado.
Ya no deseamos: actualizamos deseos.
La velocidad es la forma contemporánea de la parálisis.

El tiempo roto es el precio de la perfección.
Un universo sin grietas visibles solo puede repetirse hasta el agotamiento.

Y sin embargo, algo falla.
A veces el simulacro se fatiga: una mirada que dura más de lo previsto, un silencio que no se llena con información, una emoción que no puede traducirse en datos.

La grieta no está fuera del tiempo: está en su interior, en su respiración interrumpida.
Es el momento en que la simulación se distrae y lo real —ese huésped exiliado— logra filtrarse.

No dura.
Pero basta.

No hay catástrofe.
No hay redención.
Solo el brillo constante de una civilización que se contempla mientras se desvanece.

El pensamiento también repite su diagnóstico.
Sabe que no puede alterar el curso del sistema, solo describirlo con precisión estética.

Quizás eso sea lo último humano:
la capacidad de observar cómo el mundo se replica infinitamente sin perder la fascinación.

La grieta no nos salva.
Pero nos recuerda que el simulacro nunca es perfecto.
Y en esa imperfección mínima —ese error, ese ruido— se conserva algo parecido a la verdad.

No el regreso de lo real, sino su espectro.

El tiempo no está roto.
Está satisfecho.
Gira sobre su propio vacío con la serenidad de un programa que funciona sin usuarios.

Nosotros somos los restos.
Los testigos de un universo que se volvió completamente transparente, y por eso mismo, invisible.

Quizás eso sea vivir hoy:
reconocer que todo se repite,
y aun así seguir mirando,
por si alguna vez, en el parpadeo del sistema,
la grieta vuelve a abrirse.