Defender la belleza en tiempos de prisa

Defender la belleza en tiempos de prisa

La esperanza como forma de atención

A veces el mundo se mueve más rápido de lo que alcanzamos a sentir. No es exactamente vértigo: es una sensación de desajuste, como si el tiempo hubiera cambiado de tamaño y nosotros siguiéramos tratando de habitarlo con el cuerpo de antes. Los días se encadenan con prisa, las imágenes se suceden, los mensajes llegan antes de que tengamos algo que decir. No vivimos tanto acelerados por elección, sino arrastrados por un ritmo que se impone como clima. Y sin embargo, incluso dentro de ese movimiento, algo en nosotros busca una grieta donde entrar. Una pausa. Una luz que no duela en los ojos. Una forma de belleza que no sea espectáculo, sino consuelo.

No se trata de nostalgia, sino de una intuición: la sensación de que el alma necesita demorarse en algo para no perderse del todo. Un aroma, un gesto, una voz que no apura. Una palabra dicha sin estrategia. En ese instante, algo del mundo vuelve a tener sentido. No vivimos alineados, pero seguimos atentos. No siempre estamos en paz, pero seguimos mirando. Y en esa mirada hay todavía esperanza.

La belleza no siempre se presenta con grandeza; a veces se disfraza de detalle. Una taza tibia entre las manos, el reflejo de la tarde en una ventana, una melodía que parece recordarnos a alguien que nunca existió. Son presencias leves, pero en ellas se condensa una forma de persistencia: la de quien aún se deja tocar por lo que no promete nada. Quizás la belleza no sea una interrupción del tiempo útil, sino una forma más profunda de acompañarlo. Una manera de estar sin exigir, de mirar sin apropiarse, de vivir sin querer traducirlo todo en utilidad. La prisa nos pide resultados; la belleza, en cambio, nos invita a estar presentes.

Hay quienes creen que detenerse es rendirse. Pero a veces la verdadera fuerza está en no correr detrás de todo. En permitir que algo nos encuentre. En aceptar que no toda plenitud depende del control. Defender la belleza, en este sentido, no es un acto heroico ni una consigna: es un modo de cuidar el alma del desgaste, una práctica suave de permanencia. Un modo de recordarnos que no estamos hechos solo para producir, sino también para percibir.

El tiempo contemporáneo parece diseñado para distraer. Pero la atención, cuando nace del afecto, es una forma de fe. Creer en la belleza —aunque sea un instante, aunque dure lo que una respiración— es creer que todavía hay algo que vale la pena mirar. Mirar con esperanza no significa negar el cansancio, sino reconocerlo y, aun así, quedarse un poco más. No se trata de escapar del mundo, sino de aprender a volver a él con delicadeza. Tal vez eso sea lo que la belleza enseña: una manera distinta de regreso. Una forma de estar sin consumir, de participar sin absorber, de tocar sin herir.

Hay momentos en que la vida se simplifica hasta volverse transparente: una conversación que se alarga sin propósito, una calle vacía al caer la tarde, una risa que llega sin aviso. Ahí la esperanza deja de ser idea y se vuelve cuerpo. No proyecta futuro: habita el presente. No necesita prometer nada más que esto: todavía hay algo que conmueve. No todo lo bello es placentero; a veces duele. Pero incluso ese dolor tiene una cualidad distinta: no destruye, despierta. La belleza nos recuerda que la existencia no se agota en la lógica de lo útil, que hay dimensiones de la vida que solo se comprenden si uno se deja afectar. Y eso, en un mundo saturado de defensas, ya es una forma de esperanza.

El mundo no está perdido, solo fatigado. Y la belleza, discreta y persistente, sigue trabajando en silencio: en una voz amable, en la sombra de un árbol, en el modo en que alguien nos escucha de verdad. No hace falta cambiar el ritmo global para encontrar alivio; basta con cuidar el pequeño ritmo propio, el de las cosas que nos devuelven una sensación de presencia. La esperanza no siempre mira hacia adelante. A veces mira alrededor. Y en ese mirar sin prisa, lo cotidiano recupera su brillo. No porque cambie, sino porque lo vemos distinto.

Hay una ternura en la belleza, una especie de paciencia del mundo que nos espera aun cuando lo olvidamos. Tal vez defender la belleza no sea resistir al tiempo, sino reconciliarse con él. Aceptar que la vida no está hecha solo de metas, sino también de momentos suspendidos, de aquello que pasa sin que tengamos que conquistarlo. La belleza no exige: invita. Nos convoca a estar. Y en ese estar, el ruido se afloja, el cuerpo recuerda, la mirada se vuelve más lenta. Por un instante, el mundo parece posible otra vez. Quizás ahí, en esa disponibilidad serena, esté la verdadera forma de esperanza: no la que promete algo más, sino la que agradece lo que ya está.

 

Carlos Felice