No lo intentes: cuando la vida desborda la autoayuda

No lo intentes: cuando la vida desborda la autoayuda

Siempre me han observado que mis publicaciones son ajenas a mis experiencias personales. No lo creo, pero quizás sea así. Hoy decido hablar en primera persona, porque a veces el silencio se confunde con olvido, y yo no quiero olvidar.

Los 20 de septiembre dejaron de ser, desde hace ocho años, el preludio de primaveras luminosas. La pérdida de mi hija Venecia es insuperable. No hay narrativa de autoayuda que alcance para domesticar ese dolor. Es cierto que con el tiempo se atenúa, que aparece cierta templanza frente a las superficialidades, pero el precio de la aceptación jamás termina de pagarse.

Venecia vivía con trisomía 21 y parálisis cerebral. Con ella aprendí lo difícil que es transitar la discapacidad en un país donde el Estado no planifica ni acompaña. Todo era cuesta arriba: la movilidad en una ciudad que no piensa en la diversidad, la escasez de espacios de recreación accesibles, la renovación permanente de cuidadores, los sueños personales pospuestos, la incomprensión de la sociedad. A todo eso se sumaba un cansancio físico y anímico inmenso. Y, sin embargo, lo más doloroso era ver cómo la vulnerabilidad no podía contarse en voz alta, porque siempre expone a la crítica decadente, al juicio superficial, a la envidia disfrazada de moral.

He visto a tantos moralistas declamar fuerza ante la adversidad y abandonar cobardemente cuando les toca de cerca. Yo aprendí que el sufrimiento verdadero lo llevaba ella; yo solo podía mitigar en lo posible y amar con todo lo que fui, soy y seré. Y aunque eso siempre se sienta insuficiente, es lo único genuino que tuve para ofrecer.

Aquí es donde pienso en Bukowski. Su epitafio dice “Don’t try”, “No lo intentes”. Muchos lo leen como una rendición, pero en realidad es una advertencia: no fuerces lo que no nace de vos, no maquilles la vida con falsos triunfos. La industria de la autoayuda necesita héroes que se superan, porque la vulnerabilidad no vende. Pero la vida —la vida de verdad— a veces no es superable. No hay manual que resuelva la muerte de una hija, ni la desigualdad que golpea a miles de familias que viven la discapacidad, ni el peso de las primaveras oscuras.

Frente a eso, lo único que queda es lo auténtico: el amor a mis otros hijos, la memoria viva de Venecia, la certeza de que aun en la fragilidad puede brotar una fuerza inesperada. Porque lo que nunca se supera puede, sin embargo, transformarse en raíz de ternura, en mirada compasiva hacia los demás, en la decisión de honrar lo que fue a través de lo que sigue siendo.

Quizá ahí radique la verdadera enseñanza: no en intentar ser invencibles, sino en aceptar que la esperanza se construye sobre lo roto, y que la memoria, cuando se abraza con amor, se convierte en un futuro todavía posible.