La vida según los que aún sienten

La vida según los que aún sienten

Alguna vez —no sabemos cuándo exactamente, ni en qué lugar del alma— una persona debe enamorarse como si no tuviera historia. No por instinto, ni por necesidad, sino por desobediencia. Enamorarse con la ferocidad de quien ya no cree en promesas y aun así se lanza al abismo del otro. Como quien se arroja al mar sabiendo que hay tormenta. Sin salvavidas. Sin futuro garantizado. Sólo por sentir.

Y más tarde —porque así está escrito en el tejido invisible del tiempo— deberá perder algo. Un padre, una hija, una casa, un amor, un país. Algo que no vuelva. Y entonces conocerá el silencio que no consuela, las palabras que no bastan, el hueco que deja lo que era eterno y sin embargo se fue. Allí aprenderá a vivir distinto, como si caminara sobre cristales.

Luego vendrá la ruptura. No de un hueso, sino de una certeza. Romper con la idea de sí mismo. Descubrir, en una tarde sin gloria, que uno no es quien soñaba ser. Que el miedo es más fuerte de lo previsto, o que el deseo va en otra dirección. Y eso no será fracaso. Será transformación. Porque hay que derrumbarse un poco para no petrificarse.

A veces, también, se viaja. Y no hablamos de postales ni souvenirs. Hablamos de otro idioma, otro olor, otro ritmo. Una ciudad donde nadie pronuncia tu nombre. Una calle donde uno puede reinventarse porque nadie le pide que sea quien era. Viajar, en el fondo, es irse de uno mismo para volver un poco cambiado.

Y no faltará el día en que toque cuidar. No por obligación, sino porque el cuerpo ajeno depende de nuestras manos. Sostener a una madre que olvida, a un hijo que llora, a un amigo que tiembla. Y ahí, en ese gesto cotidiano y sagrado, se revela una forma nueva del amor: sin promesas, sin épica, sin selfies. Amor que no se dice: se hace.

En algún punto del camino, todos nos quedamos solos. No por castigo, sino por destino. Porque hay noches que no se comparten. Y si se sobrevive a ellas, algo despierta. El temblor de la libertad o el susurro de la lucidez. La certeza de que estar consigo también puede ser un lugar.

Y en ese estado, quizás, uno logre perdonar. No como acto noble, sino como renuncia al rencor que ya cansa. No para olvidar. Sino para no pudrirse. Porque arrastrar odio es como beber veneno esperando que enferme otro.

Al final, si la vida fue vivida con algo de entrega, uno habrá amado, perdido, cambiado, tocado fondo, tocado cielo. Habrá llorado en baños ajenos y reído en lugares sagrados. Habrá pedido ayuda con la voz rota y dicho “no” con la frente alta. Habrá entendido que la experiencia no es acumulación: es desnudez.

Y si todo eso sucedió, si aunque sea una parte de eso se encarnó, entonces la vida —con sus manchas y sus cicatrices— habrá sido verdaderamente humana.

 

Carlos Felice