
07 Aug La fragilidad del yo sin el otro
Hay quienes creen que el ser humano nace egoísta, que lleva dentro una tendencia natural al encierro, al cálculo, a esa forma de mezquindad que lo empuja a vivir como si el mundo le debiera algo. Pero otros —yo entre ellos— sospechamos que es todo lo contrario: que el egoísmo es una enfermedad aprendida, una dolencia de la madurez mal digerida, una ceguera que se forma lentamente en el alma cuando se olvida que uno no vino a este mundo a sobrevivir, sino a compartir.
¿Cómo fue que llegamos a ver en la solidaridad una ingenuidad, y en el aislamiento, una forma de poder? ¿En qué momento nos pareció sensato que la entrega fuera una pérdida, y que amar sin esperar recompensa fuera propio de los tontos?
Y sin embargo, sabemos —porque lo hemos sentido en la carne— que la solidaridad engrandece, mientras que el egoísmo empequeñece. Que dar, cuando nace del corazón, no empobrece a nadie. Que los bienes, cuando se comparten, se multiplican. Pero cuando se guardan para uno solo, se pudren, se vuelven causa de disputas y origen de miserias.
No es solidaridad ese malestar momentáneo que sentimos al ver la desgracia ajena desde lejos, como quien observa una tormenta detrás del vidrio. La verdadera solidaridad se mete en la lluvia, moja los pies, carga con lo que puede y acompaña. No se trata solo de ayudar con cosas materiales —aunque a veces también—, sino de recordar que el ser humano está hecho de otra sustancia además del cuerpo: afectos, silencios, abrazos, palabras que salvan. Y eso no se compra, ni se mendiga: se ofrece.
Tal vez por eso, en el fondo, sabemos que la solidaridad no es un lujo de santos ni un accesorio moral, sino una urgencia vital. Nadie es solo lo que tiene. Nadie se hizo solo. Quien hoy puede dar, alguna vez recibió. Y quien olvida eso, corre el riesgo de quedarse solo hasta en la abundancia.
Porque en el egoísmo no hay victoria: hay exilio. Un yo que sólo se busca a sí mismo termina por no encontrarse nunca. Y cuanto más se cierra, más se pierde. Se vuelve incapaz de ver el dolor ajeno, pero también de recibir el gozo de lo compartido. De tanto evitar la herida, se vuelve incapaz del asombro.
Así es como se empieza a llamar bueno a lo malo, y a lo malo, evolución. convencido de que así es la vida.
Pero yo sigo creyendo que es posible volver a ese niño. A ese que no había aprendido aún a desconfiar del amor, que pensaba que un abrazo podía curar, y que no necesitaba más razones para ayudar que ver a alguien caer. Porque a veces —y esto lo digo sin ironía— no son las vitaminas lo que nos salva, sino un gesto. Una palabra a tiempo. Una mano tendida. Un acto mínimo que le recuerde al otro que aún no está solo.
Por eso, no es ingenuo apostar por la solidaridad. Lo ingenuo —o lo trágico— es seguir creyendo que podemos prescindir de ella.
Carlos Felice Fioravanti