
14 Aug El low cost del amor: de vuelos y equipajes invisibles
Vivimos en un tiempo de transbordos, de la prisa por el destino y el olvido de la ruta. Todo se ha vuelto un clic, un código, una promesa de llegada rápida. Y lo más inquietante, ¿no es cierto?, es que esa misma lógica ha extendido su sombra hasta los rincones más íntimos, colonizando la geografía de los afectos. Bienvenidos a la era del low cost del amor, donde se nos vende el billete y se nos oculta el viaje.
Las relaciones, como esas aerolíneas de bajo presupuesto, prometen la llegada sin el engorro del equipaje. Solo un par de horas compartidas, un fragmento de vida, sin el peso del compromiso, de los proyectos, de la incómoda carga de la responsabilidad. Es el amor en versión maleta de cabina: esa que se lleva a la vista, sin un doble fondo, sin la secreta pesadez de lo que realmente importa.
Nos seduce la ilusión de pagar menos. La intensidad emocional, sí, pero sin el costo de abrirse, de volverse vulnerable, de invertir en la mirada del otro el tiempo que no tenemos. Y sin embargo, lo sabemos, los costos ocultos siempre aparecen. La soledad no es un descuento, y el desencanto no se puede pagar con millas. Un día, te das cuenta de que has viajado tanto y no has llegado a ninguna parte.
La fragilidad de lo efímero es la fragilidad del papel. Una tormenta, una demora, un leve desacuerdo, y el vuelo se cancela sin remordimientos. La falta de inversión en el otro es lo que lo hace ligero, casi transparente, y lo que lo vuelve tan fácil de olvidar. El amor, de esta forma, se convierte en un aeropuerto con salas de espera, lleno de pasajeros que no se miran y de vuelos que nunca terminan de despegar.
Todo esto, por supuesto, es hijo de la cultura de lo instantáneo. Aplicaciones que te muestran una cara en un segundo, chats que se autodestruyen, vínculos que se archivan como un mensaje caduco. Lo profundo es una sospecha, lo lento, una anomalía. Lo que importa es la velocidad, la eficiencia, la intercambiabilidad. Un eterno regreso a ningún lugar.
Y así, nos convencemos de que siempre habrá otro asiento, otra oferta. Es una forma de erosionar lo esencial: la capacidad de cuidar lo que se tiene delante. El amor, ¿no es cierto?, no es el destino, es la construcción de un camino. Es la certeza de que el viaje, a veces, es más importante que la llegada.
Porque el amor no cabe en un precio. Y si no cuesta nada, si no duele un poco, si no nos exige la entrega de un equipaje invisible, quizá, simplemente, nunca ha sido amor.
Carlos Felice Fioravanti