
11 Aug Cuando los dioses son de carne y dinero: la tragedia de Gatsby
En las tragedias griegas, el héroe siempre tiene una falla fatal: un incendio pequeño en el corazón que, con el viento correcto, se convierte en hoguera. A veces es orgullo, a veces ambición. En El gran Gatsby, esa llama se llama idealismo.
Jay Gatsby es un hombre hecho a sí mismo. Nació sin fortuna, pero reinventó su vida hasta amasar una riqueza que deslumbra a todos. Vive en una mansión a orillas de Nueva York, donde cada noche se celebran fiestas descomunales, llenas de música, luces y desconocidos. Pero todo ese exceso tiene un único propósito: atraer a una mujer que vive al otro lado de la bahía. Daisy, el gran amor de su juventud.
Gatsby no quiere simplemente volver a verla: quiere que todo sea como antes. Cree que el tiempo puede doblarse, que los años son solo un obstáculo que se puede atravesar. Y ahí está su error: no enamorarse de la persona real que tiene enfrente, sino de la imagen perfecta que guarda en la memoria.
En la Grecia antigua, los dioses dictaban el destino. En el mundo de Fitzgerald, los dioses son otros: el dinero heredado, los apellidos antiguos, la pertenencia a un club social que no se compra. Por más riqueza que amontone, Gatsby nunca será uno de “ellos”. Tom y Daisy Buchanan, representantes de esa aristocracia invisible, pueden hacer daño y seguir como si nada, protegidos por su mundo de cristal.
La hybris —la desmesura de querer desafiar a los dioses— en Gatsby se traduce en una fe ciega: la convicción de que la voluntad puede torcer el tiempo y la realidad. Como todo héroe trágico, no ve que esa creencia lo lleva directo a su ruina.
Y la ruina llega. No como un golpe dramático en el centro de la fiesta, sino como un final silencioso, cruel en su indiferencia. La verdadera catástrofe no es la muerte, sino el funeral vacío, las sillas desiertas, la certeza de que todo ese brillo no dejó herederos de afecto. Compasión, porque amó demasiado una ilusión. Temor, porque cualquiera podría hacerlo.
El gran Gatsby no es solo una historia de amor frustrado: es un mito americano. Un Edipo del siglo XX que, en lugar de huir de una profecía, corre hacia ella. En lugar de dioses, se enfrenta a un sistema social que no perdona al advenedizo. Y en lugar de oráculos, escucha un faro verde parpadear en la distancia, prometiendo un futuro que ya pasó.
El coro de esta tragedia somos nosotros, los lectores. Y mientras cerramos el libro o termina la película, entendemos que la última frase es más que un cierre: es una advertencia. Seguimos adelante, botes contra la corriente, arrastrados incesantemente hacia el pasado.
Porque a veces, lo que mata no es la bala, sino descubrir que el sueño que perseguíamos nunca estuvo vivo.
Carlos Felice Fioravanti