El Intelectual Estúpido

El Intelectual Estúpido

En una sociedad como la Argentina, marcada por la pobreza, la violencia y la pauperización generalizada, el intelectual suele ser percibido como un estúpido. No se trata de una falta de respeto a su capacidad intelectual, sino de una percepción que surge de la desconexión entre la producción intelectual y la realidad tangible. Las ideas que en otros contextos podrían considerarse brillantes, aquí se ven como teorías vacías, sin conexión con las necesidades urgentes del día a día. La dureza de la vida cotidiana, la lucha por la supervivencia y la sensación de estar atrapado en un círculo vicioso de carencias hacen que el discurso intelectual parezca, en el mejor de los casos, inútil, y en el peor, una burla sutil a la desesperación colectiva.

La verdad que predomina en una sociedad empobrecida es violenta en un sentido amplio: la violencia no se limita solo a los episodios delictivos o a los conflictos físicos, sino que se extiende a las dinámicas económicas, políticas y sociales. Es la violencia de no poder asegurar una alimentación adecuada para los hijos, de no encontrar empleo, de vivir en la incertidumbre perpetua. En este contexto, el intelectual, con sus ensayos, conferencias y debates, puede parecer insensible o ajeno, como si habitara un mundo diferente al de la mayoría. No importa cuánto hable sobre la justicia social o la equidad: si sus palabras no se traducen en cambios palpables, la gente lo ve como un personaje inútil, alejado de la acción concreta y más preocupado por el prestigio académico que por el sufrimiento real.

La pauperización, que afecta todos los aspectos de la vida social, refuerza esta percepción. La educación se deteriora, el acceso a la cultura se reduce y la conversación pública se banaliza, no por falta de interés, sino por falta de medios y tiempo. ¿Cómo se puede valorar el aporte del intelectual cuando el estómago está vacío, la inflación no da tregua y la seguridad se ha vuelto un lujo? El intelectual, entonces, se enfrenta a un dilema complejo: ser fiel a su vocación de análisis y reflexión, o asumir un rol más práctico y cercano a la militancia activa, lo que lo llevaría a un terreno para el que, muchas veces, no está preparado o no tiene interés real.

En el fondo, la figura del intelectual en la Argentina empobrecida parece condenada a un limbo. No puede simplemente teorizar sobre las causas de la crisis sin que suene hipócrita, pero tampoco puede ofrecer soluciones inmediatas que sean sostenibles sin caer en la trampa del simplismo o el populismo. Esta situación no solo refleja una crisis económica y social, sino también una crisis de representatividad y legitimidad: el intelectual deja de ser visto como un guía o referente moral, y se convierte en otro actor más del entramado de una sociedad que se resquebraja. En medio de la desesperanza, se privilegian los discursos pragmáticos, incluso cuando estos no ofrecen más que paliativos temporales, por sobre las propuestas más profundas y meditadas que, aunque necesarias, parecen llegar demasiado tarde o demasiado lejos.

Así, el estigma de “estúpido” no se aplica a la capacidad intelectual en sí, sino a la percepción de su relevancia. La intelectualidad, en el marco de la Argentina empobrecida, debe encontrar una nueva forma de insertarse en el diálogo social. De lo contrario, corre el riesgo de perder toda conexión con la realidad y, con ello, cualquier posibilidad de contribuir de manera efectiva a la solución de los problemas que tanto le preocupan.