Horacio Accavallo, un hombre sin retrocesos en la vida y en el ring

Horacio Accavallo, un hombre sin retrocesos en la vida y en el ring

Por Osvaldo Principi

El porteño Horacio Accavallo, campeón mundial mosca (1966-1967) falleció a los 87 años en la Ciudad de Buenos Aires. Su deceso fue el desenlace de una prolongada lucha contra un Alzheimer creciente que lo aquejó casi por una década. Su vida y su carrera fueron ejemplares, y lo convirtieron en uno de los deportistas más queridos de todos los tiempos.

No les hizo falta saber leer y escribir a don Roque Accavallo, un sacrificado inmigrante italiano, y a su mujer española, doña Balbina, para transmitirle los conceptos básicos de la vida a su hijo favorito: Horacio Enrique, quien con el paso de los años se convertiría en un notable campeón mundial de peso mosca y uno de los símbolos más sólidos del deporte argentino.

Ese legado que el pequeño Horacio recibió de sus padres se basaba en mantener firme su mirada pícara, segura y astuta hacia el horizonte, para proclamarle a quien sea que su escuela de vida, gestada en el trabajo, la pobreza y la honestidad, lo convertirían, irremediablemente, en un hombre fuerte, inteligente y ganador.

Horacio Accavallo no sólo fue uno de los mejores campeones mundiales de la historia del boxeo argentino -en un tiempo en donde el pugilismo crédulo apenas reconocía ocho campeones supremos y una única organización-, sino que representó al mejor ejemplo de evolución, social y personal, que un joven puede consolidar en su vida a través del deporte.

La grandeza de Accavallo no tuvo límites. Al contrario, creció hasta el último día de su vida potenciando sus orígenes. Quizás, uno de sus últimos trofeos recibidos y uno de los más sentidos fue el galardón de presidente honorario de la Asociación de Cartoneros de Capital Federal. Horacio, un experto en la materia que sobrevivió en su infancia a las recolecciones en las quemas de Flores, La quinta del Molino y la cancha de Huracán. Este punto de partida, clave en su educación y en sus códigos desde su infancia, lo proyectó desde Villa Diamante, en el partido de Lanús, hacia el título mundial.

“Cuando uno ama lo que hace, debe cuidar y proteger lo que hace”, solía decir Accavallo en torno a las profesiones. “Si te gusta cirujear, crecé. No podés levantar papeles y botellas toda la vida. Comprate un carrito de a poco, luego alquilá un terreno para convertirlo en depósito y, finalmente, comprá un corralón para ser un patrón comprador. Eso es también el éxito en una carrera”, solía explicar Horacio, en mesas de café, orgulloso de su pasado como chatarrero.

El boxeo fue para él una secuela de su vida. De una vida múltiple en cuanto a oficios ligados al riesgo excitante que lo pudiesen elevar a otro nivel de vida.

De la quema al circo, del circo al boxeo y con el boxeo, la fama, el dinero y la gloria. Todo esto tuvo una excelente inversión; la familia, el trabajo, la simpleza y el buen consejo. Esta fórmula fue clave para establecer su imagen perfecta del campeón mundial ante la gente.

Fue partícipe de una época pasional y popular del boxeo argentino. En donde había que ser distinto, diferente y sabio para poder ser campeón.

Creció en el boxeo junto a sus maestros Vicente Riccardi y Juan Aldrovandi. Fue de por vida agradecido a su manager Héctor Vaccari y colaboró con el crecimiento profesional de su representante Tito Lectoure. Hubo entre ellos una amistad y admiración mutua pocas veces vista en el mundo del boxeo.

Su desempeño en profesionalismo (1956-1967) fue brillante. Debió pasar por exigencias solo comparables a las de Nicolino Locche para obtener una oportunidad mundialista. Sus duelos por el título argentino con Carlos Rodríguez fueron combates excepcionales, que no solo dividieron a Lanús (Este vs Oeste), sino que dejaron una calidad y una entrega total sobre el ring.

Su radicación en Italia, en donde efectuó diez peleas (entre las que ganó y perdió con el futuro campeón mundial Salvatore Burruni), le otorgó un magnífico nivel competitivo que aprovechó, posteriormente, en el Luna Park en sus peleas titánicas con el méxicano Jesús “Chucho” Hernández, con el panameño Eugenio Hurtado y con el jujeño Demetrio Carabajal, que con el paso de los años se convirtieron en noches épicas del deporte argentino.

Su consagración como campeón mundial mosca –el segundo en la historia del boxeo nacional– fue un verdadero suceso. Y Accavallo lo aprovechó al máximo.

Horacio fue considerado deportista modelo por la empresa Peñaflor. Así, lo transformó en su representante exclusivo en justas deportivas. Y merced a este contacto, fue aleccionado por don Alfredo Polenta, presidente de esa empresa, para emprender tareas comerciales que fueron fructíferas en distintos rubros, en donde Accavallo fue también un hombre exitoso.

Su conmovedora consagración ante Katsuyoshi Takayama, en Japón, el 1° de marzo de 1966, lo convirtió en campeón y en un personaje querido y amado por el país. Protegido, respetado y reconocido, en todas las esferas.

Su boxeo inteligente, su postura de púgil zurdo y capacidad para dosificar energías y sacarlas a relucir en los momentos justos de los combates fueron claves en sus defensas mundialistas. Para sobrellevar su caída y terminar a toda orquesta ante el mexicano Efrén Alacrán Torres y para imponer su inteligencia en sus peleas de ida y vuelta con el japonés Hiroyuki Ebihara en su segundo hogar: el Luna Park.

Su casamiento con Ana María constituyó el gran acierto de su vida. La ceremonia que los convirtió en marido y mujer duró tres días, batiendo ratings en el viejo canal 9 de Alejandro Romay.

De ese amor nacieron cuatro hijos que fortalecieron una familia que parecía inquebrantable. Sin embargo, la desgracia de tránsito que terminó con la vida de su hija Silvana marcó un quiebre durísimo que llevó a Horacio, lentamente, a un mundo donde la pena comenzó a sacar ventajas.

Fue un personaje único y un boxeador sobresaliente. En un tiempo especial de la vida festiva de Buenos Aires y de un boxeo puro y sentimental. Instancias estas, que al igual que Accavallo, ya se han ido y que gozarán –eternamente– de un recuerdo magistral.

LA NACION