Un eclipse de sol en el verano de Rubén Darío

Un eclipse de sol en el verano de Rubén Darío

Por Sergio Ramírez

Hace cuarenta grados a la sombra en Madrid y la ciudad parece arder en un fuego invisible pero tenaz, que poco rebaja en las noches. En junio ya el verano avienta sus fraguas a más no poder, lo que anuncia un verano temible y hace añorar los calores del trópico centroamericano, que en la memoria me parecen más piadosos. Es el mismo ardiente viejo sol de encendidos oros que hacía huir a Rubén Darío hacia tierras de Asturias, adonde yo he venido, no en plan de veraneo, o de “hacer la cura”, como se decía entonces, sino para participar en la clausura de las tertulias de Campoamor, en Oviedo, y en la Feria del Libro de Gijón.

Las estancias de Darío en Asturias fueron tres, en 1905, 1908 y 1909, la primera siendo cónsul de Nicaragua en París, y las dos últimas embajador en España, y sobre ellas ha escrito un libro el padre Julián Herrojo, antiguo rector de la Basílica del Sagrado Corazón en Gijón, y hoy párroco del Santuario del Cristo de las Cadenas en Oviedo.

A finales de junio de 1905 llega Darío a la aldea de pescadores de San Juan de La Arena, en la costa del mar cantábrico, frente al puerto carbonero de San Esteban de Pravia, allí donde desemboca el río Nalón. En una crónica de la época se dice que tanto él como Vargas Vila “abandonaron Madrid, para hacer sus curas respectivamente”. “Hacer la cura” en los balnearios quería decir baños de mar y en fuentes termales, y beber aguas minerales en bien de la salud quebrantada.

A esas alturas, cuando aún no cumplía los cuarenta años, a Darío lo amenazaba ya la cirrosis, que terminaría por matarlo una década después, presa siempre de la neurastenia impenitente, para no hablar de los dolores de la vida, que le quitaban sueño y sosiego. No iba, por tanto, huyendo solamente del calor aterrador de Madrid. Poco antes, el 10 de junio, había muerto de bronconeumonía, a los dos años de edad, su primer hijo, bautizado Rubén, pero al que llamó “Phocas, el campesino”, en uno de los poemas memorables de la lengua: “Tarda a venir a este dolor adonde vienes, / a este mundo terrible en duelos y en espantos; / duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos, / que ya tendrás la Vida para que te envenenes…”.

Estuvo con él en Asturias esas tres veces Francisca Sánchez, la madre del niño, enterrado ahora en la aldea de labriegos de Navalsauz, en la sierra de Gredos, que aún hoy sigue teniendo tan pocos habitantes como entonces, menos de 300. Ella sería “el lazarillo de Dios en su sendero” mientras vivieron juntos, recordada en otro poema suyo no menos memorable: “…hacia la fuente de noche y de olvido, / Francisca Sánchez, acompáñame…”.

“Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias, a Dieppe, alguna vez a Bretaña”, anota en La vida de Rubén Darío escrita por él mismo. Desprovisto casi siempre de recursos para un veraneo de los que se hacía en Dieppe, donde desde entonces se iba para ver y ser visto, prefería mejor aquellos parajes sin pretensiones turísticas, donde el río Nalón se abre en estuario, a los que se llegaba desde Oviedo en el ferrocarril Vasco Asturiano, inaugurado ese mismo año: “Me he venido a un rincón asturiano pequeño, solitario, sin más casino que ásperas rocas, ni más automóviles que los cangrejos ante el caprichoso cantábrico”.

Es el mismo tren que tomaría su secretario, Eduardo Lázaro, para llevarle los primeros ejemplares de Cantos de vida y esperanza, su obra cumbre, con pie de imprenta del 23 de junio. La edición constaba de 500 ejemplares, pagados de su propio bolsillo, con lo que se ve que ni entonces, ni ahora, publicar poemas era ningún negocio. La factura de la imprenta era de 816 pesetas con 25 céntimos.

Un indiano que había vuelto rico de América, Edmundo Díaz del Riego, abrió en San Esteban de Pravia un restaurante de lujo, y barato, El Diamante, extraño para un puerto de tan pocos paseantes foráneos, donde el sibarita consumado y pobre que era Darío podía encontrar, según se preciaba el propietario, quien redactaba los anuncios “el foie gras, de Roch; las trufas, de Perigord; el faisán, de Clement; el cherkius, de Demole; la mortadella, de Fratelli; el Borgoña, de Buffet, de Dolnay y de Poumard; el Burdeos, de Pauillac y Saint Bonnet; el Rhin, de Erbacher y de Steimberguer… ¡Y hasta el Maná, de Sicilia, de la casa Giuseppe Decco!”.

El mismo indiano rico había establecido también una fábrica de salazón y pescado en escabeche, La Estrella Polar, a la que Darío pondera en un artículo, citando la propaganda de la casa: “Bonito, besugo, merluza, congrio, langosta, calamar, angula, trucha, sardina, etc. Merced a un procedimiento especial empleado en la preparación, los escabeches de esta casa no se alteran, aunque las latas permanezcan abiertas varios meses. Se garantiza la pureza del vinagre. Jamás lo empleamos artificial; y regalamos Mil Pesetas a quien demuestre lo contrario”.

Esa temporada asturiana de reparaciones espirituales y físicas de 1905 fue larga, y el 30 de agosto pudo presenciar Darío, desde allí, el eclipse de sol que describe en una crónica, buen ejemplo para aprender a escribirlas: “La luz se había ido poniendo rojiza, y flotaba sobre el mar y sobre la tierra como una extrañeza fantasmagórica… Al crepúsculo enfermizo que iba en progresión, sucedió una noche súbita, no de completa obscuridad, sino iluminada vagamente por uno como temeroso efluvio de luz. Vi los rostros de las gentes lívidos. Las gallinas habían buscado su refugio nocturno… en larga banda pasó un ejército de gaviotas, quizá en busca de los nidos. Un repentino frío invadió la atmósfera. Sentí un verdadero malestar físico y una innegable inquietud moral. Mis ojos contemplaban allá arriba un astro milenario, un meteoro de funestos augurios…”.

Y mientras Madrid hierve, pensemos en un eclipse que por unos segundos se lleve la luz incandescente del sol.

LA NACION