Inéditos de Proust: el nacimiento de la obra maestra

Inéditos de Proust: el nacimiento de la obra maestra

Por Pablo Gianera

Entre las innumerables rarezas (esas anomalías por las que un artista no se parece a ningún otro) de Marcel Proust, hay que computar también que, contra lo que podría dar a entender la enorme cantidad de escritos, manuscritos y versiones, la suya fue una literatura sin resto. Los sobrantes y los remanentes suelen ser inesenciales, y nada de eso pasa en su caso. Sus borradores no son abortos. Cada papel tiene una referencia –a veces involuntaria aunque ahora evidente, otras premeditada– a un núcleo. Todos los papeles son concéntricos, como si las leyes de su configuración hubieran tenido la sanción de un poder superior, en la vida y en el arte, que son aquí la misma cosa. Para decirlo con las palabras del biógrafo Jean-Yves Tadié a Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos (Lumen): “Un niño llora en Auteuil. Esa es la herida en carne viva que la literatura enmascarará progresivamente, en Contra SainteBeuve y luego en las sucesivas capas de Por el lado de Swann”.

Los setenta y cinco folios…, cuya publicación local coincide con el centenario de la muerte de Proust, son los documentos primeros de la escritura de En busca del tiempo perdido. Como pasó hace poco con el inédito Le Mystérieux Correspondant, los caminos conducen a Bernard de Fallois, el “proustiano capital”, según se lo definió alguna vez: du côté de chez Fallois, deberíamos decir. A él se le deben también la publicación de Jean Santeuil y Contre Sainte-Beuve. Fallois, muerto en 2018, recibió en 1949 de manos de Suzy Mante-Proust, la hija de Robert Proust, el hermano urólogo de Marcel, los manuscritos del escritor. De allí proceden esos libros, y ahora también estos “setenta y cinco folios”, que integran ya la Biblioteca Nacional de Francia.

La existencia de esos papeles era un hecho ya conocido. Por ejemplo, George D. Painter señala en su biografía que desde principios de 1908 “Proust había trabajado en otra versión de su novela en la que se contenían, en el momento en que el novelista la abandonó, es decir, en el siguiente mes de noviembre, escenas de Combray, Balbec (denominado Querqueville) y Venecia”. Agrega Painter que el 3 de noviembre Proust le había escrito a Mme. Straus una carta en la que hablaba de “una obra un poco larga a la que me gustaría consagrarme”. En esta edición de Los setenta y cinco folios… Nathalie Mauriac Dyer añade más evidencias.

Los escritos, de clasificación indeciso como la Recherche entera, entre el ensayo y la narración, pertenecen a los años 1907 y 1908. De 1908 conocíamos ya “Un de Premiers états de Swann”, que Philip Kolb había publicado en Textes Retrouves (University of Illinois Press, 1968). Pero una cosa es saberlo y otra haberlo leído todo.

Los lectores de Proust –menos de los que dicen serlo y más que los que uno calcularía– son muy disímiles, tan disímiles que parecen haber leído libros también disímiles. Por lo tanto, puede preverse que incluso en estas páginas van a prestar atención a episodios, y aun a frases diversas. Cómo saber qué encontrará en este libro quien no conozca el cuadro terminado.

Puede preverse, en cambio, que ninguno de los proustianos dejará de tener un sobresalto, varios sobresaltos. Es cierto que, como observa Tadié, hay una sensación de “ya leído” que proviene de que lo que se lee al final se escribió al principio. Hay un aire de familia, rasgos generales que obligan a buscar las diferencias, lo nuevo, que es lo bello. La teoría proustiana de la belleza, tal como la encontramos en la Recherche, se funda en ese supuesto: “La belleza no es más que una serie de hipótesis y la fealdad la reduce interponiéndose en aquel camino que veíamos ya abrirse hacia lo desconocido”. Los setenta y cinco folios… abunda en esto.

A muchos les llamará la atención el llamado “Cuaderno 4”, auténtico incipit de la Recherche con sus “lados” y Swann ya perfilado. Pero no es lo único: en otro de los folios descubrimos Balbec y a sus muchachas, el “beso de la noche”, que tiene otra coloración. Más ampliamente, están ya los dos extremos del arco:

Combray y Venecia, los escenarios en los que sucede el “milagro de la analogía”.

Sobre Venecia, baste citar el final de lo conservado, cuando el narrador llega a San Marcos con el libro de John Ruskin bajo el brazo: “Y en la iglesia, cuando allá al fondo divisemos a Nuestro Señor con aire afeminado, oriental y extraño, transformado su gesto en una pretensión de dudoso gordo siriote, sentiremos cómo cambian los signos de las mismas disposiciones morales y cuán difícil nos resultaría reconocer en criaturas de otra raza los equivalentes de lo que llamamos distinción, bondad, valor, sencillez, delicadeza, tacto, nobleza, y que tienen en los de nuestra sangre sus propios signos, a veces imitados, a veces engañosos, pero estéticamente autorizados”.

Más de la mitad de Los setenta y cinco folios… está ocupada por notas, cronologías y bibliografías. Vienen bien. Pero una frase como la anterior, su sentido, se nos impone como un deber que no atarea mucho tiempo, y con el libro ya cerrado.

LA NACIÓN