10 Nov Mozos de la vieja escuela, ¿una especie en extinción?
Por Karina Niebla
Camisa blanca como su cabello, delantal y moño bordó, dos repasadores en la muñeca. Canta el pedido en la caja. Le hace un chiste a algún cliente. La vieja escuela de servir mesas. Raúl Acosta tiene 67 años pero no se quiere jubilar: planea seguir en Las Cuartetas al menos otro año. Quizás para recuperar el que perdió en pandemia, cuando iba a cumplir 40 de servicio en la pizzería con más fondo de la calle Corrientes.
Se llama Julio pero lo llaman por su apellido, Roger. Más de tres de sus cinco décadas las pasó bandeja en mano, el peso “del lado del cuerpo, para que no se caiga”. “Maestro, cómo le va”. “Doctor”. “Crack”. “Genio”. Tiene saludos distintos para cada tipo de cliente de Tabac, el café de Libertador y Coronel Díaz. Una vez debió memorizar los pedidos de 67 personas, de una sola vez. Así es su oficio y él está orgulloso.
Un tipo de mozo que está en peligro de extinción por demandas de mercado, por modas, por gastos. “No sabemos qué hacer con la gente mayor de 45 años. Todos optan por tomar personal más joven. Es un problema gravísimo”, denuncia Dante Camaño, titular de la Unión de Trabajadores del Turismo, Hoteleros y Gastronómicos de la República Argentina (UTHGRA).
Modales vieja escuela, destreza de juventud
Unos 30 metros separan la cafetera espresso de las mesas de la ancha vereda de Libertador y Coronel Díaz. Ser mozo de Caffé Tabac requiere agilidad física para ese largo ir y venir. Lo mismo en Las Violetas, otro lugar con camareros old school. Es justamente la búsqueda de velocidad la que hace que se memorice en vez de anotar, aunque no todos los viejos meseros tengan la memoria tan perfecta.
“Deben tener capacidad para retener los pedidos, para mostrar tacto según cada cliente, para interpretar qué es lo que quiere sin que se lo repita. El café cargado o más liviano, el bife a punto o cocido”, ejemplifica Ariel Arredondo, encargado de Las Violetas, con mozos de hasta 73 años.
Apuro pero detalle, velocidad pero personalización. No es fácil. Son años. “De ser mozo me gusta conversar con la gente, reírme, ir y venir”, dice Acosta mientras frena la carrera para hablar con esta cronista. Dos minutos después ya estará atravesando de punta a punta el salón delantero de la pizzería. No hace falta que los clientes lo llamen: él solo se detiene, para chequear que esté todo bien.
“Hay negocios muy exigentes, requieren velocidad y resistencia. Además, antes las comandas se hacían de memoria. Ahora todo funciona bajo un sistema porque debemos dar tiempos mucho más cronometrados. Es posible que por todo eso hoy muchos dudan en tomar gente grande para el trabajo de mozo”, opina Alejandro Reijman, a cargo del restaurante Blossom, de Zona Norte.
Otros colegas lo admiten. “La tendencia es contratar gente joven”, dice Francisco Pidal, dueño y chef de la parrilla Canta el Gallo, en Nordelta. Pero aclara que en su restaurante busca alguien con más experiencia. “Por lo general, quienes se dedican hace tiempo a esto tienen clara la dinámica de trabajo y dan un servicio de gran calidad. Muchos jóvenes vienen, laburan un tiempo, ahorran y se van”, observa.
“El problema de la gastronomía en general, sobre todo en la Argentina, es que se ve como una primera salida laboral en lugar de una carrera. Pero, para trabajar en el rubro, tiene que gustarte y ser tu pasión”, opina Javier Fernández, dueño de Florida Garden, una confitería clásica que resistió estoico la pandemia en la esquina de la peatonal con la calle Paraguay, en el Microcentro.
Allí los mozos siguen llevando chaqueta blanca impoluta y moño negro. Hay algunos jóvenes y otros que pasan los 70 años. Pedro Cruz tiene 74 pero, en su forma de trabajar, “es el más joven, un avión”, cuenta Fernández. Y opina: “Esta vieja escuela no se va a extinguir, porque aquellos mozos que empiezan de chicos a la larga van a transformarse en clásicos. El trabajo diario supera cualquier preparación previa”.
Que el romanticismo no tape el bosque
“Las épocas cambiaron y ese estilo de servicio cayó en desuso. Hay gente a la que le suena pretencioso, si bien es muy cordial. Una de las primeras cosas que le enseño al personal es que no atendemos a damas ni a caballeros, porque eso impone una distancia, que después es difícil de acortar”. Lo dice Patricia Scheuer, socia de los bares BASA y Danzón en Retiro y de OhNoLulu, en Villa Crespo, donde el peso está puesto en la atención.
El empresario gastronómico Julián Díaz también ve riesgo de extinción, aunque no necesariamente de un estilo. Más bien, de un modelo de negocio. “Hoy no abren bodegones ni cantinas. Y la gente se acostumbró a que no la atiendan, o la atiendan mal. El mercado no privilegia aquellos lugares con determinado servicio. Se ve en qué es lo que más se inaugura y qué es lo que más cierra”, señala.
Pero Díaz tampoco quiere caer en el pasado y su idealización. “Esa idea de que el mozo va a estar toda la vida para atenderte no está buena tampoco. En Los Galgos y en Roma, había gente que decía: ‘Ay, pero, ¿los mozos no están más?’. ‘No, señora, se jubiló’, le contestaba. Sería mejor que un camarero de hace diez años pueda ascender socialmente, ganar más plata, tener mayores responsabilidades”.
También hay un mar de cambios sociales y laborales de fondo. “Hoy en día ser camarero no goza de la reputación de la que gozaba antes. El que era mozo de un lugar clásico tenía mayor prestigio, y eso lo veías sobre todo en tipos como Oscar Chabrés, un mozo de banquetes que pasó a ser maître y después bartender. Esa era la vieja escuela”.
Por último, hay un punto, positivo: las mujeres están ganando cada vez más terreno en la gastronomía, incluido el servicio de mesas. La abrumadora mayoría de mozos de la vieja escuela, en cambio, fueron y siguen siendo hombres. Más allá de las opiniones, hay un dato concreto. Los camareros old school y los lugares que los emplean cada vez son menos.
Secretos del métier
Hay algunas reglas básicas de la vieja escuela. Nunca tutear al cliente, incluso aunque sea joven, a menos que este lo pida o haya confianza. Saludar con una sonrisa, un “buenos días” o un “buenas tardes”. Preguntar si se necesita ayuda, si estuvo todo bien, si se quiere aderezo o más servilletas.
Mejor aún si los mozos tienen una chapa con su nombre, para ser identificados. Pero todo sin agobiar. “A la gente le gusta que estés un poquito encima, aunque con una distancia prudencial”, explica Mariano Giménez, encargado de Tabac.
Otra clave es entender los pedidos a distancia: una letra ce formada por pulgar e índice significa café; si la ce es grande, es americano; si esa seña se parte por la mitad con la otra mano o se hace una tijera, es cortado; si se hace el gesto de llanto, es una lágrima. La cuenta es la mímica de escribir a mano. Una palma sobre la otra se traduce sándwich.
“El mozo debe estar siempre, pero que no se sienta su presencia. Esto implica tener control de las mesas, atender los movimientos que denoten búsqueda o necesidad, dar la charla que el cliente pida, pero que no sea de religión ni política. Servir no como sinónimo de servidumbre, sino de atender y contener”, explica Fernández.
Detalle, flexibilidad y profesionalismo, sin caer en excesos. Ni abusar de la confianza ni contar. La reserva es un aspecto clave, sobre todo en cafés donde se cocina política, como Tabac o Florida Garden. Lo que pasa en el bar, queda en el bar. O, a lo sumo, en una servilleta.
CLARIN