Descartes y la aventura de pensar

Descartes y la aventura de pensar

Por Alejandro Poli Gonzalvo
Descartes publica el Discurso del método en 1637, con lo que inicia el racionalismo, una nueva etapa de la filosofía opuesta a la escolástica, cuyo predominio se medía en siglos. Vive en una época en que, a pesar de los cuestionamientos de los dos últimos siglos, sigue firmemente sujeta al imperio de la Iglesia, como lo atestiguan la muerte en la hoguera de Giordano Bruno, en 1600, y la condena a Galileo Galilei, obligado a abjurar de sus doctrinas, en 1633. Imaginemos el desafío intelectual que enfrenta Descartes. Formado en las doctrinas de la escolástica, desde joven se cuida de publicar sus primeros escritos y en 1628 se muda a Holanda, donde permanecerá veinte años buscando la serenidad y el ambiente de tolerancia necesario para meditar. Aun así, se mudará veinticuatro veces para mantenerse oculto. Las precauciones no eran ociosas: luego de su muerte, en 1663, la Iglesia incluyó sus obras en el índice de libros prohibidos. Sin embargo, enfrentar los peligros de la persecución religiosa no se comparaba con la aventura de pensar que debió llevar adelante para fundar la filosofía moderna.
La escolástica se fundaba en la metafísica aristotélica, cuyo núcleo era el realismo; en su lógica, el método deductivo basado en silogismos, y en la fe revelada en la Biblia. Descartes se concentrará en desnudar las falencias del silogismo como método capaz de obtener verdades. El silogismo es un razonamiento deductivo que parte de una premisa mayor –que enuncia el principio general– y una premisa menor, que se refiere a un caso particular contenido en el principio general. De ambas premisas se extrae una conclusión, que es la nueva verdad buscada. El ejemplo clásico de Aristóteles es: “Todos los hombres son mortales” (premisa mayor); Sócrates es hombre (premisa menor); Sócrates es mortal (conclusión)”. Descartes critica que sin más se dé por válida la premisa mayor, porque si esta se cae no es posible extraer nuevas conclusiones. Este problema no existía para la escolástica, dado que las premisas mayores se alcanzaban por medio de la verdad revelada. Ahora bien, ¿qué sucede cuando no se acepta la verdad de la premisa mayor? Se derrumba el silogismo y, con él, todo el corpus teórico de la escolástica. Esta será la magnífica tarea de Descartes.
Sus aportes a las matemáticas lo habían convencido de la evidencia que encierran sus afirmaciones, que denomina verdades de razón. Las verdades de razón no dependen de la autoridad de la Iglesia ni de la experiencia humana. Son necesarias, no contradictorias, válidas a priori de la experiencia. Pero entonces, ¿cómo se obtendrá una primera verdad de razón sobre la cual construir todo el corpus de la filosofía? Descartes responde: aplicando la duda metódica, uno de los hallazgos intelectuales más formidables de la historia, origen de la modernidad; Descartes decide dudar de todas las evidencias que lo rodean. Duda de lo que percibe con sus sentidos y de sus propios pensamientos. Pero afirma que, aun cuando dude de todo, si duda es porque piensa, y un ser que piensa, existe. Ha nacido el famosísimo “pienso, luego existo”, que le brinda a Descartes el primer principio de su filosofía sin depender de las verdades reveladas y de la experiencia. La genialidad de su pensamiento lanzó a la humanidad por el seguro camino de la ciencia. Su aventura intelectual nos enseña a los argentinos que no importa si ciertos silogismos son aceptados durante décadas: en la aventura del pensar los dogmas sagrados no existen y deben ser desafiados sin temer a la moderna forma de inquisición que son las consignas populistas.
LA NACION