27 May Darío Sztajnszrajber: “Es fácil hacer filosofía cuando todo se derrumba”
Por Natalia Blanc
“Licenciado en chamuyo”, dice Darío Sztajnszrajber en un momento del espectáculo Desencajados, en el que combina filosofía con música, literatura y teatro. La frase no es inocente: es un guiño cómplice a las 600 personas que van un jueves a la noche al Abasto a escucharlo hablar sobre filosofía durante dos horas y cuarto. “Ustedes tienen algún problema. Todos están en su casa viendo Intratables y ustedes están acá, después de un día de trabajo, pensando sobre la muerte, el amor, el poder, la verdad. Están locos”, arenga el docente y divulgador desde el escenario.
Con sus tres libros, ¿Para qué sirve la filosofía?, Filosofía en 11 frases y Filosofía a martillazos (publicados por Paidós), que presentó a sala colmada en la última Feria del Libro, lleva vendidos 175 mil ejemplares. El segundo, que ya agotó diez ediciones con más de 85 mil libros, fue uno de los best sellers de no ficción de 2018.
Lo de “licenciado en chamuyo” lo dice en broma para contarle al público que desde que hizo el programa Mentira la verdad, por canal Encuentro, en 2011, la gente lo reconoce por la calle y le hace consultas que empiezan con la frase: “Usted que es filósofo…”
Szeta, que sube al escenario con una remera de los Sex Pistols y la coleta en el pelo que suele usar siempre, revela que le preguntan hasta cómo hacer para recuperar un amor perdido. “Yo qué sé”, grita con cara de “solo sé que no sé nada”, y la platea de la sala grande del Konex estalla en aplausos y carcajadas. Ahí nomás revela el “secreto” o el “yeite”, como dice en lunfardo, que usan los filósofos en esas situaciones: “Cuando nos preguntan algo sobre lo que no tenemos la menor idea, recurrimos a dos recursos que no fallan: la etimología (“Partir una palabra garpa, se los aseguro”) y los mitos (“Tienen sexo, violencia, sexo, violencia”). Se burla, con humor e ironía, de sí mismo y de sus colegas. Y cuenta el mito del nacimiento de Afrodita para explicar por qué el amor duele. No se priva, claro, de separar el término teogonía para usar el “yeite” de la etimología.
Con Desencantados, Szeta lleva siete años de funciones a sala llena. Cuarenta minutos después del inicio, con un clima íntimo e introspectivo, en los que repasa conceptos como el otro, el cuerpo, el poder, el amor, desde el punto de vista de pensadores como Jean-Luc Nancy, Jacques Derrida y Nietzsche, el ambiente se agita al ritmo de “Corazón delator”, de Soda Stereo, y “Tu amor”, de Charly García. El filósofo salta por el escenario, baila, actúa, lee, recita, se conmueve y conmueve al público, que parece en estado de éxtasis. Veinte años de docencia y clases de teatro en la juventud lo prepararon, según reconoce, para lucir tan genuino en escena. “Como docente, siempre fui muy histriónico y de buscar distintos recursos. Hay una continuidad natural. Todo lo que hago es como si estuviera en un aula abierta. Eso es lo que me hace sentir seguro”.
-¿Qué les responde a los que critican la divulgación con el argumento de que es reduccionista?
-Creo que la molestia es con la divulgación en general porque es una crítica que se repite más allá de la disciplina. Está el mismo tipo de relación tensa con lo que hace Felipe Pigna con la historia o Adrián Paenza con la matemática. Incluso a Diego Golombek le han dado duro por los modos que tiene de trabajar la biología. Hay una necesidad de construir monopolios. La academia es una institución humana y está atravesada por relaciones de poder. Lo que ha hecho siempre la academia es presentarse como el único acceso privilegiado al correcto funcionamiento de la disciplina en cuestión. La divulgación no compite. Presenta otros lenguajes posibles para acceder al saber. Entiendo la divulgación como un género literario. Hasta ahora siempre ha sido vista como un género bastardo y ha sido ubicada en un lugar de degradación. Por eso hoy su presencia, su fortaleza, su popularidad y su socialización ponen en jaque monopolios históricos.
-¿El reparo se debe al miedo de perder ese monopolio del saber?
-Es que el saber te hace más libre. En una sociedad como la nuestra, que mucha gente tenga acceso a una porción del saber ya es un principio emancipatorio. Es una manera de socializar el conocimiento, le guste a quien le guste y al que no, que se joda. Llamarlo una degradación del saber me parece equivocado.
-¿A qué adjudica la popularidad que alcanzó con sus libros, espectáculos y clases públicas?
-Por una cuestión generacional, y además por haber hecho casi toda mi carrera formal como docente de colegios secundarios, tengo afinidad con los jóvenes, que es lo novedoso. Creo que algo del “éxito” de lo que hago es que no les bajo línea, ni les tiro recetas ni voy con el lugar feliz. Es al revés: “Animémonos a pensarnos en lo mejor y lo peor de lo que somos”. Pero más allá de una actitud rockera, hay algo más. Yo hago filosofía desde la deconstrucción, algo que a los jóvenes los interpela y los expresa.
-Desde la deconstrucción y también a martillazos, como decía Nietzsche.
-El título Filosofía a martillazos es una clara referencia a Nietzsche porque es la forma en la que entiendo la filosofía. Es la única manera de desarmar el sentido común que se presenta como algo macizo. El lenguaje filosófico se vuelve muy irreverente para poder despegarse de lo macizo del sentido común y ejerce ese tipo de violencia imaginaria que es la del martillo. Después de leer el libro, categorías como Dios, democracia, amor y verdad van a resquebrajarse como si fuesen golpeadas por un martillo.
-¿Por qué dice que es más fácil hacer filosofía desde la crisis que desde la felicidad?
-Es fácil hacer filosofía cuando todo se derrumba porque es cuando uno se replantea los conceptos. En cambio, cuando todo funciona bien no se replantea nada. Trato de pelarme contra el lugar común. El buen funcionamiento de las cosas obtura la perspectiva y la posibilidad de entender que todo puede hacerse de otro modo. La filosofía combate la “farmacología” de la existencia que nos genera la cotidianidad. Busca reapropiarse de las angustias existenciales y desarmar las estructuras porque visualiza que detrás de un fármaco siempre hay una cuestión de poder interesada en que se respete el orden establecido. En ese sentido, la filosofía está más cerca del arte que de la ciencia.
LA NACION