23 Mar René Houseman, el artista del alma ingenua y la gambeta exquisita
Por Pablo Vignone
Medias invariablemente bajas. Piernas flacas, físico esmirriado. Pura picardía en el rostro. Una gambeta prodigiosa, impredecible. René Orlando Houseman (1953-2018) encarnó el alma genética de la Nuestra, el ADN del fútbol argentino, del que fue uno de sus más exponentes más genuinos. “El fútbol nunca fue un trabajo para mí, siempre fue una diversión”, solía decir. Campeón del mundo en 1978, aquellos que lo vieron jugar pueden calibrar el tenor de la pérdida; los que no, sienten sin dudarlo un instante que es fenomenal.
Consagrado con el célebre Huracán de 1973, Houseman rescató la herencia alocada que habían jalonado Félix Loustau, el Chaplin de la Máquina, y luego Orestes Omar Corbatta, un desprejuicio de creatividad en dos piernas que en el exterior solo se reprodujo en el brasileño Garrincha y, acaso, en el norirlandés George Best; de alguna forma, el Mellizo Guillermo Barros Schelotto ejemplificó más tarde ese estilo: Wines de locura burbujeante, con más explosión que velocidad, con más firuletes que carrera, que sin embargo tenían muy en cuenta la eficacia, la necesidad de lastimar en el arco rival.
En aquel Huracán ’73, si Miguel Brindisi era el despliegue y Carlos Babington la potencia, René era el cambio de ritmo y de dirección inesperados (gracias a su cuerpo pequeño, de apenas 1,65 metros de estatura, y al talento con que había dotado a sus piernas, entretenido desde muy chico solo con la pelota en la villa del Bajo Belgrano) que desarmaba la defensa rival para transformar la gambeta en grito de gol siempre dentro del área o poniendo el pase justo para la definición de Roque Avallay. Cada vez que encaraba hacia el arco de la calle Luna, con el panorama despejado, la tribuna iba poniéndose de pie, anticipando el desenlace, en una comunión de goce futbolero que se había tornado tan frecuente como el cantito: “el Loco es lo más grande del fútbol nacional”.
Su origen humilde marcó tanto su desempeño como los días de adulto añinado que lo caracterizaron. No pasó de segundo grado, de chico trabajó como sodero, cadete de farmacia, verdulero, carnicero. Cuando Huracán lo compró a Defensores de Belgrano, que había ganado el campeonato de la Primera C en 1972, estaba trabajando en una fundición mecánica. El club de Parque Patricios le dio un departamento, pero René siempre eligió volver a la villa.
Consideraba a César Luis Menotti, el entrenador de aquel Huracán, como el padre que no había disfrutado. “My father”, lo llamaba en la concentración previa al Mundial 1978. El DT le hacía el nudo de la corbata cada vez que necesitaba vestir traje. En el ’73, el Globo concentraba en su estadio de la avenida Amancio Alcorta; un sábado, previo a un partido del Metropolitano, René no apareció y Menotti recibió el dato de que se había quedado en la villa jugando un campeonato interno. Con uno de sus hijos, el Flaco se llegó hasta la cancha del Bajo y caminó todo el borde hasta descubrir que Houseman estaba en el banco de suplentes. Se le arrimó y lo encaró.
– Viejo, ¿qué está haciendo acá?
– ¿Y qué quiere, César? -reaccionó el jugador- Si éste (por el DT del equipo amateur) no me pone.
Para su alma ingenua, el problema no era la falta de responsabilidad sino la imposibilidad de jugar.
Cuando en mayo de 1973, ese equipo produjo una de sus mejores actuaciones en Rosario, ante Central, al que goleó 5-0, Houseman marcó el tercer tanto, en un juego tan bello que la platea local aplaudió con hidalguía y entusiasmo esa conquista. Esos rendimientos le fabricaron un lugar en la selección argentina.
Habitante de esa patria universal que es el fútbol, su partida repercutió en Europa: allí solo jugó amistosos y la Copa del Mundo de 1974, en el que le marcó un antológico tanto a Italia, en Stuttgart: cuando vino el centro de Babington se elevó con la pierna derecha adelante; para desairar al marcador que cerraba (nada menos que Fabio Capello), logró flotar un instante en el aire y en ese cambio de ritmo empaló la pelota con la izquierda, para clavarla en el ángulo de Dino Zoff. Lo celebró agitando los brazos, de la misma forma en la que festejaría su otro gol en los Mundiales, el quinto tanto del 6-0 sobre Perú en Rosario, en 1978. Después de aquel tanto contra los azzurros, graciosamente Roberto Perfumo concedió el empate con un gol en contra; el Mariscal solía decir que René era lo más parecido que había visto al primer Maradona.
No fue el único en establecer la comparación. Para muchos, en el campo de juego Houseman solo fue superado por el astro de México 1986. René fue, acaso, un Diego que se quedó a mitad de camino, en el fútbol y en los excesos. Es leyenda el gol que le marcó a River estando borracho ( “volví borracho a las 11 de la mañana, me dormí dos horitas de siesta, salí a la cancha, metí el gol, pedí el cambio y me fui a dormir. No daba más. Perdimos 2-1”, le contó a Diego Borinsky en 2002), pasó tres semanas en una clínica para dejar atrás la adicción. El cigarrillo quedó a un costado solo a causa del terror que le tenía al cáncer, que se había llevado la vida de padres. No estaba equivocado.
Espíritu libre y valores sencillos, acaso su mejor partido en Huracán tuvo lugar en 1976, en el equipo que dirigía Miguel Ángel Juárez y que perdió el título con Boca en la tarde acuosa del Monumental en la que Jorge Benítez clavó un zapatazo de 40 metros. En mayo, en el Viejo Gasómetro, ante el eterno rival, San Lorenzo, René fue director de orquesta y marcó dos de los tres goles; una actuación que mereció el 10 de todos los comentaristas. Sin embargo, no lo disfrutó; a los 20 minutos, había chocado con el arquero local Agustín Irusta, que debió salir en camilla. Mientras sus compañeros celebraban el triunfo, el ídolo se marchaba rumbo al sanatorio preocupado por la salud de su colega.
A ese equipo se había integrado el cordobés Osvaldo Ardiles, que le tomó un enorme cariño, acentuado en los días que compartieron en el seleccionado. El mes pasado, cuando el cordobés vino desde Londres, dónde reside, se contactó con él todos los días de su estadía preocupado por su estado de salud.
Jugó en Huracán hasta fines de los ’70, mientras su gambeta iba deshilachándose. Una versión desmejorada pasó a River en 1981, una experiencia alejada del éxito (“no pude adaptarme al equipo y tuve que irme”) y actuó unos pocos partidos en Independiente en 1984. Tuvo un paso por el Colo Colo en 1982 y, al año siguiente, por el incipiente fútbol sudafricano, del que se trajo un mínimo vocabulario en inglés (“aprendí a decir ‘one wine, one beer, one scotch’, un vino, una cerveza, un whisky”, confesó en aquella entrevista). Jugó su último partido en 1985, en Excursionistas, la única vez que se calzó la camiseta del otro club que amaba. Marcó 142 goles en los 406 partidos que disputó, incluidos 13 tantos con la camiseta argentina.
Desde su retiro, vivió sin pruritos de la generosidad de los que lo quisieron mucho y de quienes lo admiraron sin condicionamientos. Francisco Russo, aquel volante central del Huracán ’73 tan respetuoso del juego que creía que pases de más de 20 centímetros eran pelotazos, lo acercó de vuelta al Globo después de años de alejamiento.
Si su pasión era el fútbol, sus debilidades eran Excursionistas y Huracán, a los que siguió hasta último momento: se recuerda esa foto tomada en enero pasado, hace menos de dos meses, cuando el clásico entre el Globo y River se demoró por una amenaza de bomba, sentado en el cordón de la vereda del Ducó, esperando para poder ingresar a la platea baja, una costumbre de décadas.
Con Houseman se va parte del candor que redimió al fútbol de su costado más oscura. Con René se extingue una cuota de alegría, pinceladas de gambeta exquisita que hicieron del juego un arte auténticamente popular.
LA NACION