22 Jan Vacaciones de cambio: un viaje los llevó a replantearse toda su vida
Por Micaela Urdinez
Salir de viaje es ir al encuentro de lo nuevo, de lo diferente, de lo desconocido. Se atraviesan fronteras, se descubren culturas, se aprenden nuevas maneras de ser y estar en el mundo, y eso, muchas veces, lleva a replantear la propia existencia.
Esa es la aventura que atravesaron los protagonistas de esta nota, a los que un viaje los golpeó tan fuerte que no siguieron siendo los mismos: después de su paso por Calculta (India), Nicolás Donnelly decidió fundar una ONG en la villa 31 de Retiro; Alfonso Aguilera estuvo un año conociendo el sudeste asiático y cuando volvió dejó la facultad para ser un emprendedor social; a Sandra López Osornio, brindar atención médica en el Impenetrable chaqueño la ayudó a cerrar el duelo de la muerte de su hijo.
¿Por qué los viajes pueden ser excelentes disparadores para cambios de vida? “Cuando uno empieza su vida de adulto, toma conciencia de lo recibido y empieza a evaluarlo en forma autónoma. Los viajes, al interrumpir los tiempos de las obligaciones y al ponernos en contacto con costumbres y valores distintos, parecen acelerar ese proceso de auotevaluación. No está dicho que uno deseche todo lo recibido, pero el contacto con lo diferente servirá para una síntesis personal totalmente nueva”, sostiene Paola Del Bosco, doctora en Filosofía y profesora del Instituto de Altos Estudios (IAE) de la Universidad Austral.
Para Miguel Espeche, licenciado en Psicología y especialista en vínculos, “muchos viajes son como un escape y, aunque a veces sean de esa forma, uno no puede escaparse de uno mismo. Los viajes no son automáticamente maravillosos, pero la mayoría nos permiten adquirir una mirada distinta, más fresca, más generosa y más autónoma sobre lo humano. Y muchas veces, más generosa. Porque te permite mirarte a vos mismo sin tanto ruido de quienes son parecidos a vos y lograr una definición más profunda de lo que uno es”.
Algunos destinos, incluso, pueden obligar a las personas a tomar contacto con situaciones de vulnerabilidad social que los interpela a nivel humano. “A veces en un viaje nos encontramos con realidades muy alejadas de las que frecuentamos habitualmente: la extrema pobreza, la niñez en estado de virtual abandono, las personas con discapacidad marginadas, prácticas racistas aceptadas con sumisión. Cuando uno descubre esas formas de injusticia y dolor, algo clama adentro: el deseo de que, por lo que depende de uno, haya una respuesta más plenamente humana frente a las necesidades de los más desfavorecidos. El estar viajando nos da esa distancia necesaria para no caer en el acostumbramiento frente al dolor ajeno”, agrega Del Bosco.
Los especialistas afirman que por disponer de más tiempo y por salirse de las propias costumbres, viajar es inevitablemente un largo encuentro con uno mismo. “Es una ocasión extraordinaria para buscar por dentro lo que realmente nos constituye como personas, lo que más profundamente nos mueve, cuál es, finalmente, nuestro lugar en el mundo. Si el viaje no nos cambia, no nos hace crecer por dentro, quizá lo hayamos desaprovechado”, sostiene Del Bosco.
El quiebre se produce al volver. Recuperar la rutina, tener que amoldarse otra vez a las estructuras culturales, pero con nuevas herramientas y concepciones, puede generar que la persona necesite nuevos proyectos o respuestas.
“El volver más esclarecido nos permite ver con mayor perspectiva nuestro propio lugar con otros ojos, más limpios y disponibles para salir de la línea de montaje industrial que a veces es nuestra vida. Esto puede servir para revitalizar un proyecto anterior con el aire que trae la libertad de haber viajado y haberse conocido a uno mismo, o generar un nuevo proceso. Porque todos los viajes terminan siendo un viaje al corazón de uno mismo, y en el corazón uno encuentra al prójimo”, concluye Espeche.
LA NACION