25 Dec Paco Andrés, el hombre que amaba y cuidaba a los caballos
Por Facundo Gómez Romero
Tucumano como la patria misma, también supo ser porteño, cordobés y bonaerense. Fue el ejemplo más acabado del veterinario de caballos; difícilmente se le resistiera una dolencia o enfermedad de algún equino de cualquier laya o pelaje, fuera mestizo, purasangre, cuarto de milla o criollo. Muchas veces le bastaba con observarlos caminar para saber lo que tenían; entonces, se acercaba y simplemente le aplicaba el dedo índice en el punto exacto y el animal se contraía de dolor.
Lo conocí en casa de mi primo “Quico” Gómez Romero, a quien le asistió la caballada de polo en diversos puntos de los Estados Unidos y la República Dominicana. Los norteamericanos de Palm Beach, donde se juega el mejor polo de aquellas latitudes, le ofertaron el oro y el moro para que se quedara a tratarles los caballos. Paco Andrés no aceptó. Lo suyo eran las infinitas geografías de ausencias de nuestras llanuras.
Durante años curó caballos entre la cordillera y el mar, viajando solo en aquellas soledades de la meseta norpatagónica o en el caldenar pampeano. Recogí anécdotas preciosas de esos derroteros en nuestras tardecitas de mate en mano en casa, que fueron un auténtico encuentro de almas. Como la vez que atravesando la desolación embravecida de la línea sur de Río Negro, allá por Los Menucos, sintió tanto frío que al bajar a orinar, percibió cómo el líquido se cristalizaba sobre la superficie helada del desierto blanco, acariciado por la blancura infinita de la luna. Volvió al auto, suspiró hondo y rogó que arrancara el motor, ya que si no lo hacía, quedarse varado con más de treinta grados bajo cero era la muerte misma.
Entre la riquísima ristra de personajes con los que trató allí, entre cuidadores, “jockeys”, domadores mapuches y demás entusiastas de los “burros”, conoció al “Turco” Budumir, quien fue amigo de un simpático militar de carrera interesado por la toponimia aborigen de la región. Muchos años después, ese militar llegó a la presidencia de la Nación e invitó a su antiguo amigo a la Casa Rosada. Paco me contaba con mirada chispeante entre sorbo y sorbo de mate la emoción de aquel “Turco” proveniente de soledades ignotas ante los dorados oropeles y las arañas de cristal del palacio de gobierno, infestado de lujosos granaderos. Allí estaba él, con su mejor traje. Asustado, retraído, empequeñecido casi en las “mullosidades” del sillón, en donde aguardaba la audiencia. Súbitamente, se abrió una puerta gigantesca y el ambiente de repente se iluminó con aquella sonrisa “gardeliana” que había fascinado a más de medio país, y entonces el mismísimo presidente Perón le dijo: “Pásala Budumir”.
Amante del buen jazz, supo pasarle esa pasión por la música a su hijo Francisco; sin embargo, nuestro punto de encuentro fue la literatura. Nos pasábamos horas comentando autores como Salinger, Borges o Saer, así como también los injustamente olvidados Lobodón Garra, Yamandú Rodríguez o Luis Franco. Hoy, somos mucho más pobres, culturalmente hablando, sin la presencia de Francisco “Paco” Andrés.
La pasión desbordante por los “burros” la compartía con amigos como Ramón Torta y con su propio hijo Hernán. Por eso, cuando se hable de sangres y pedigrís, de formas de cuidado o de que tal o cual no entra por nervioso, o no sale bien de las gateras, en cualquier “stud” de la Argentina, el amigo “Paco” dirá su opinión. A su manera, sin vueltas ni dobleces, como era él, derecho como lista e’ poncho. Falleció el 30 de noviembre pasado. Buen viaje, Paco. Hasta siempre.
LA NACION