11 Sep Día del Maestro: a pura resistencia y algún “percance” en la montaña
Por Sebastián Lozano
Recién cuando Mario Quinteros, mi compañero de viaje, fotógrafo de mil historias, me dijo que “jamás la había pasado tan mal” durante una nota, caí en qué nos habíamos metido. Para que se entienda: en sus más de 20 años de carrera como fotoperiodista, Mario nunca se había tenido que exigir tanto, física y mentalmente, como en la caminata al paraje Sala Esculla.
Tan complicado es el recorrido que uno se preocupa más por mirar bien dónde pisa que en apreciar el hermoso paisaje de arroyos, quebradas y cerros multicolores que ofrece la precordillera. No es chiste. Algunos de los senderos son muy angostos y a sus costados hay precipicios. Por suerte, Tigre y Oscura, la mula y la yegua que por tramos nos ayudaron a llegar a la escuelita, andaban bien de equilibrio.
La ida fue dura. Después de recorrer cuatro horas en subida nos empezaron a dar ganas de volver a Río Grande, el caserío desde donde se empieza la travesía. En Río Grande vive gente tan generosa como humilde. Pero en ese momento, con frío, dolor de cabeza, sed, hambre, las piernas pesadísimas y la boca asqueada de mascar coca, la casa de familia donde habíamos hecho noche nos parecía un hotel cinco estrellas. El problema es que ya estábamos más cerca de Sala Esculla que de nuestro punto de partida. Y que había una nota por hacer.
Costó, pero llegamos. Conocimos la escuela, Mario hizo fotos y grabó videos, hablamos con los chicos y los docentes, cenamos, usamos el Wi-Fi, miramos tele, nos fuimos a dormir. Todo bárbaro. Aunque al día siguiente había que volver a Salta capital. Otra vez, sí, el mismo calvario. Y fue durante ese regreso que vivimos quizás el momento de mayor desesperación de todo el viaje.
El maestro Alejo Acuña, claro, se tuvo que quedar en la escuela. Quedamos entonces en manos de nuestro guía, un lugareño muy simpático con un acento tan cerrado que se hace casi imposible de entender por un porteño. Bueno: parece que le gusta respetar algunas “costumbres locales”, como nos explicó Acuña. Incluso las que no son tan recomendables para una caminata de 7 horas a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, como ir tomando jugo cortado con alcohol etílico. No sólo eso: nuestro guía, el único de los tres que sabía cómo volver a Río Grande, se había pasado casi toda la noche en vela, degustando la bebida que respetuosamente declinamos probar.
“Está acostumbrado”, “Lo debe hacer siempre”, “Tenemos que volver sí o sí”, nos intentamos convencer con Mario. Nos subimos a los animales antes del amanecer y arrancamos otra vez con la travesía. Esta vez, quizás conscientes de lo que se venía, nos preparamos mentalmente y no sufrimos tanto a nivel físico. Como era de esperar, el que sí empezó a sufrir apenas puso un pie en el sendero fue el guía. El alcohol etílico y la falta de sueño, previsiblemente, no se llevaban muy bien que digamos con la montaña.
Habrían pasado dos horas cuando, en un momento, me di vuelta y vi al hombre vencido, sentado sobre una piedra. “Yo me vuelvo a mi casa, sigan ustedes”, le entendimos decir. Silencio. Con Mario nos miramos y nos reímos nerviosos. En un momento así, como diría un célebre personaje de televisión, sólo se podía reír. “No -le rogamos-. No sabemos el camino”. El sabía que lo necesitábamos, así que intentó recomponerse y se esforzó para siguir caminando.
Al rato, con el sol del mediodía castigando desde cerca, otra vez pronunció las tres palabras que menos queríamos escuchar: “Yo me vuelvo”. Se lo veía mal. Había que hacer algo. Le tiramos el alcohol, casi que lo obligamos a tomar agua y lo subimos a la mula. Por suerte, logró dormitar un poco arriba de su animal y al rato ya estaba recuperado. Llegó a Río Grande caminando, con casi 200 metros de ventaja sobre nosotros. Un grande.
CLARIN