Para transitar el camino del asombro

Para transitar el camino del asombro

Por Fabiana Fondevila
Caminata tempranera por el barrio, disfrutando de los últimos fríos. Al doblar en una esquina, me sorprende encontrar al gingko anciano brotado de pies a cabeza. Hace días apenas estaba cual oso en su cueva. El roble le hace competencia en la vereda de enfrente, mientras que el níspero de la otra cuadra estalla en frutos y la morera se apura a seguir sus pasos. ¿Cuándo despertaron los árboles? ¿Mientras dormíamos? La emoción que me produce esta transformación repentina congela mis preocupaciones del día, las decisiones por tomar, las tribulaciones del mundo, como si alguien hubiera muteado el volumen en mi cabeza. Todo se detiene porque estoy en presencia de un pequeño milagro -en nada disminuido por la circunstancia de reincidir cada año- y algo en mí se abisma y se estremece.
Esta emoción tiene un nombre: asombro. Forma parte de una familia de emociones -que incluye a la alegría, la gratitud, la generosidad, la compasión, la esperanza, la reverencia, la humildad, el perdón, entre otras- que podríamos denominar de varias maneras: positivas, pro-sociales, esenciales, espirituales, trascendentes.

Por un lado, se las llama positivas porque mejoran nuestra salud física y mental, fortalecen nuestra respuesta inmune y propician la circulación de neurotransmisores asociados al placer y el sosiego, como la dopamina y la serotonina. Los psicólogos las clasifican como pro-sociales porque nos acercan a los otros y promueven la armonía en nuestros vínculos (motivando en algunos casos la secreción de oxitocina, la hormona de la conexión). Pero también podemos considerarlas trascendentes, o espirituales, porque nos ponen en contacto con una dimensión de la vida más vasta que la del pequeño yo.
En este último plano, el asombro se lleva el premio. Veamos por qué. “Asombro” es la emoción que sentimos al estar en presencia de algo tan vasto (en tamaño, número, calidad, belleza, fuerza moral) que trasciende nuestra comprensión. Puede provocarnos esta emoción un cielo estrellado, un paisaje extraordinario, un nacimiento, un acto de gran coraje o altruismo, una destreza física inverosímil, una obra musical.
El cuerpo tiene una manera característica de reaccionar ante esta emoción: los ojos se abren grandes, la mandíbula cae, se eriza la piel de los brazos y la parte de atrás del cuello, y pasa algo curioso con la respiración. Primero inhalamos profundo, como si necesitáramos expandir el pecho para poder abarcar lo que vemos o escuchamos. Luego la respiración se corta por un momento y queda ahí, suspendida. ¿Cuál es el correlato interno de este gesto? Igual que la respiración, el tiempo se detiene y, mientras dura la emoción, todo lo que hay es presente. ¿Alguien se preocupa por lo que tiene que hacer al día siguiente cuando posa sus ojos por vez primera sobre el mar, la nieve, las Cataratas del Iguazú, los ojos de un recién nacido? Este efecto fisiológico se produce incluso al ver estas imágenes en fotos o en una película.
¿Por qué se detiene el tiempo? Podemos conjeturar: si esta emoción nos conecta con el misterio colosal, capaz de alumbrar soles, lunas y recién nacidos, debe ser que: a) somos criaturas insignificantes ante esa inmensidad y, b) de algún modo, la conformamos. En otras palabras, somos apenas una gota en el océano y, a la vez, somos el océano. Esta contraposición de sensaciones nos arranca la ilusión de existir como individuos separados, autónomos e imprescindibles, y nos trae de vuelta al ruedo, recordándonos nuestra humilde condición de instrumentos en la gran orquesta.
No hace mucho que se estudia el asombro, al que algunos autores han bautizado “la onceava emoción”, pero ya es mucho lo que se sabe. Tres estudios recientes ofrecen conclusiones coincidentes:
La American Psychological Association halló en un sondeo que, tras invitar a un grupo de sujetos de estudio a experimentar unos minutos de asombro (invitándolos a observar árboles añosos desde abajo), sus integrantes se mostraron más dispuestas a colaborar con otros individuos que otro grupo al que se le instruyó mirar unos edificios.
Dacher Keltner, investigador del Greater Good Science Center, de la Universidad de Berkeley, realizó un estudio (publicado por el Journal of Personality and Social Psychology) que reveló que las personas que reconocían sentir asombro en forma frecuente eran más proclives a aceptar la propuesta de compartir unos boletos de lotería que recibirían (con otro participante del estudio que no los recibiría).
Investigaciones de Paul Piff, de UC Irvine, reflejaron que personas a quienes se incitaba a recordar una experiencia de asombro, como la visión desde la cima de una montaña o un atardecer sobre el océano, reflejaban una visión más íntegra al completar un formulario de decisiones éticas, que otras personas a las que se las había instado a experimentar otras emociones, como el orgullo.
Estos hallazgos indicarían un posible fin evolutivo del asombro: promover los intereses comunitarios. Suena sensato: después de todo, disfrutar de los actos colectivos, los espectáculos naturales, el baile, la música, los ritos y las ceremonias, nos hermana y nos hace más propensos a tratarnos bien y a colaborar.
Otro dato: a mayor edad, somos más proclives a asombrarnos (alcanzando un pico a los 60). Explica el académico de Irvine: a medida que maduramos, las personas tendemos a dirigir nuestros esfuerzos hacia metas y actividades emocionalmente significativas y, en lo que hace al sentido, “las experiencias de asombro son de las más significativas que podemos tener”.
¿Cómo aprovechar estos hallazgos? Procurándonos experiencias de asombro cotidianas. No es tan difícil como suena: mirar más el cielo, escuchar más música, visitar el río (o la naturaleza posible), leer sobre personas que admiramos, realizar “actos azarosos” (o no tan azarosos) de bondad. A falta de tiempo, recordar instancias de todo esto alcanza para hacer asomar la emoción en nuestros corazones.
El asombro tiene también un costado oscuro, que veremos próximamente, pero incluso en esa versión, riega y abona ese núcleo vital que nos despabila, como la primavera al gingko dormido. Dijo la poeta Mary Oliver, dispensando el más sabio de los consejos: “Instrucciones para vivir la vida. Prestar atención. Rendirse al asombro. Contarlo”.
LA NACION