18 Aug La política está en deuda con la infancia
Por Carolina Arenes
Ianina Tuñón dice que es mejor que haya discusión, debate, polémica. Mejor la controversia antes que el silencio. Hablamos de “el Polaquito”, el chico de Villa Caraza, partido de Lanús, al que la televisión mostró haciendo alarde de consumos y delitos, incluido el asesinato. Un autorretrato incompleto e inexacto que lo volvió fugazmente famoso como delincuente precoz, adicto, un pequeño marginal que atemoriza a maestras, padres, alumnos, vecinos y, ahora también, espectadores.
Peor el silencio, sorprende Tuñón, la socióloga responsable del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia que la UCA hace público todos los años. ¿Aunque se exponga a un chico de 11 años y no a los responsables del sistema que lo agobia? ¿Aun a riesgo de profundizar los prejuicios?
Mejor que se hable. No siempre está de acuerdo con los enfoques periodísticos, pero siempre los toma, dice, como una oportunidad de romper el velo que tapa lo que está sucediendo acá nomás.
Porque los chicos son los más pobres entre los pobres. Eso confirma Tuñón con los números en la mano. Desde que el Indec mide la variante de 0 a 14 años en la estimación de la pobreza -edad que siempre quedaba invisibilizada entre los datos generales- quedó a la vista que los chicos son los que están peor: en el segundo semestre de 2016, en la medición general que confirmó un 32,2% de la población por debajo de la línea de pobreza y un 6,3% bajo la línea de indigencia, los indicadores dieron un salto entre los 0 y los 14 años: 45,8% en pobreza y 9,6% en indigencia.
Pero ésos son los números según el Indec; la UCA propuso, además, otra metodología de análisis para medir algo que define como “pobreza multidimensional” y que pone el foco en cómo es el acceso de las familias a alguna de las necesidades básicas, como alimentación, vivienda, asistencia médica, saneamiento o educación. Medida así, la pobreza “multidimensional” entre los 0 y los 17 años alcanza hasta el 58,7%. Son 7,6 millones de chicos los que, además de verse afectados por los bajos ingresos de sus hogares, viven una situación de desprotección social que los expone a múltiples vulnerabilidades.
En el conurbano, tierra del “Polaquito”, los índices de pobreza multidimensional son aún peores: el 70,9% de los chicos está privado en el ejercicio de algún derecho básico (salud, educación, medioambiente, higiene), mientras que en la Capital ese índice baja a 26,6%. Y entre los pobres los más pobres son los adolescentes, porque en la adolescencia el déficit educativo se dispara mucho, y eso los deja a la intemperie.
Hay muchos “Polaquitos”, dice Tuñón. Lo confirman las estadísticas y también los trabajos de investigación que en los últimos años vienen dejando al desnudo la magnitud de la emergencia social en el conurbano. Libros como los recientes Conurbano infinito, de Rodrigo Zarazaga y Lucas Ronconi, o Dársela en la pera, un trabajo colectivo del Instituto de Investigación sobre Jóvenes, Violencia y Adicciones que recoge testimonios de chicos y chicas de 40 barrios bonaerenses, así como La violencia en los márgenes, de Javier Auyero y María Fernanda Berti, traducen la frialdad de los números a relatos en primera persona que le ponen voz a la infancia desamparada.
Chicos que a los 13 años ya saben distinguir entre una 22, una 38, una 9 milímetros o una 45; chicos y chicas que hablan de “dársela en la pera”, es decir, de consumir sustancias hasta que el cuerpo aguante; que viven en barrios precarios, a la vera de basurales o aguas contaminadas; que hacen dibujos y cuentan sobre su padre preso, su hermano preso, sus tíos presos; chicos obligados por la policía a salir a robar; chicos que llevan balas a la escuela para mostrarle a la “seño” lo que encontraron en la calle después de escuchar tiros toda la noche; chicos a los que escuelas desbordadas les sueltan la mano; chicos sin proyectos de futuro que se refugian en las drogas, en el consumo y en la venta; chicos que le dicen a la maestra “ayer dos transas mataron a dos amigos de Lucho [su hermano asesinado]… en mi barrio no está quedando ni uno, ni uno… los están matando a todos”.
El conurbano se ha convertido en “el otro” amenazante y sus habitantes más chicos -niñas y niños, adolescentes y jóvenes- son retratados con demasiada frecuencia bajo el signo del estigma.
El reflejo de asociar pobreza con delincuencia o chicos pobres con “pibes chorros” está peligrosamente extendido: se detecta en muchos medios, en barrabasadas de los foristas, se escucha en las voces radiales y televisivas que expresan los temores de la clase media, se filtra en lapsus de campaña, como cuando Esteban Bullrich (aunque después pidió disculpas) celebró como un logro de gestión que haya más pibes presos, o se vuelve oportunismo político cada vez que la presión de los votos lleva a los candidatos a pedir la baja en la edad de imputabilidad, como si los menores fueran el principal problema en la crisis de seguridad, algo que las estadísticas desmienten.
El Estado -políticos, funcionarios, jueces, fiscales, policías- tiene responsabilidad directa en el abandono de la infancia: pobreza estructural, carencia de infraestructura básica en distritos donde hubo mucha plata; ocultamiento de las cifras de pobreza durante los últimos años cuando no hubo Indec; subejecución de presupuestos ya aprobados destinados a niños de sectores vulnerables (según denunció el colectivo Infancia en Deuda, la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia ejecutó apenas el 71% del presupuesto de 2016); complicidad de comisarías, jueces, fiscales y dirigentes con el comercio ilegal de drogas que arruina la vida de los barrios.
La deuda viene de larga data, es verdad. Hace ya casi 12 años que la sanción de la ley 26.061 ordenó al Congreso nacional designar al defensor de niñas, niños y adolescentes, y hoy, a cinco meses de que la justicia federal, tras un amparo presentado por organizaciones civiles, exhortó al Congreso a cumplir con la ley, todavía ni siquiera se definió el mecanismo que terminará designando al defensor. No es mera formalidad: se trata de una figura clave para reclamar en nombre de los chicos, que no tienen voz propia, ante cualquier situación de incumplimiento de sus derechos. Los casi 12 años de demora hacen pensar que no hay voluntad política, o que hay alguna resistencia a designar autoridades en órganos de control.
María Fernanda Berti y Javier Auyero, autores del siempre recomendable La violencia en los márgenes. Una maestra y un sociólogo en el conurbano bonaerense, empezaron hace poco un nuevo proyecto otra vez con los pobladores del barrio Arquitecto Tucci, en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora. Esta vez salieron a buscar historias contra la corriente.
Si en ese libro concluían que, en semejantes contextos de violencia y abandono, era difícil que alguien pudiera “salir intacto”, ahora buscan (y encuentran) historias que contradigan su propia hipótesis: chicos que rompen las profecías de violencia y de criminalidad y logran construir una vida posible, digna de ser vivida. Una familia que puede sostenerlos, un juez que hizo lo correcto, un maestro que se compromete, una asistente social que se toma el trabajo. En muchas de esas historias, dice Auyero, hubo una intervención virtuosa, el clic que habilitó cambiar una trayectoria de vida. Claro que sería inocente, dice, pensar que alcanza con esos esfuerzos aislados para dar vuelta la situación general.
Pero es bueno recordar que el verdadero clic, el que sí puede empezar a cambiar las cosas y hacer que la excepción de hoy sea la regla, está en manos del Estado, donde se deciden las políticas.
Ojalá terminen de entenderlo también en el Congreso.
LA NACION