25 Aug Adicción, la cara oculta del abogado perfecto
Por Ellene Zimmerman
En julio de 2015, algo realmente grave le estaba pasando a mi ex esposo Peter. Durante los 18 meses anteriores, su conducta se había vuelto errática y extraña. De pronto, podía ponerse furioso o amenazante, y al minuto siguiente, se deshacía en disculpas y era un dechado de generosidad. Sus mensajes de voz y de texto se habían convertido en soliloquios divagantes y sin sentido.
Pensé que tal vez el estrés de su trabajo finalmente le había hecho mella o que era bipolar. Había trabajado más de 60 horas a la semana durante 20 años, desde que se recibió de abogado y empezó a hacer carrera, hasta convertirse en socio de Wilson Sonsini Goodrich & Rosati, un prominente estudio legal de Silicon Valley. Hasta que llegó ese día en que Peter estuvo inhallable durante 48 horas. Me subí al auto y recorrí los 20 minutos que me separaban de su casa, para ver si le pasaba algo. Aunque estábamos divorciados, nos conocíamos desde hacía casi 30 años: éramos familia.
Estacioné en la entrada de autos de su casa, abrí la puerta con mi llave y entré al living, un espacio tipo loft con pisos de bambú bañados por el sol. “¿Peter?”, llamé. Silencio. Sobre la mesada de la cocina había un par de envoltorios de golosinas. Peter trabajaba tanto que rara vez cocinaba, y su dieta básica solía consistir en comida chatarra, café, ibuprofeno y antiácidos. Enfilé para su dormitorio, mientras repetía su nombre.
La puerta del dormitorio estaba entornada. Desparramados sobre las sábanas, había varios pañuelos de papel tisú manchados con sangre. Miré hacia un ángulo de la habitación y lo vi, tirado en el piso, junto a la puerta del baño, con la cabeza sobre una caja de cartón aplastada. Consternada, no vi las jeringas semillenas en el lavatorio, tampoco la cuchara, el encendedor y las pastillas aplastadas. No vi ni la bolsa de polvo blanco, ni el torniquete, ni el otro encendedor que estaba del otro lado de la cama. Según el informe policial, se encontraron varios “escondites seguros” en la casa, todos abiertos y llenos de cajitas de remedios. Peter, una de las personas más exitosas que haya conocido, murió como un drogadicto, víctima de una infección bacteriana sistémica muy común entre los consumidores de drogas intravenosas.
De todos los dolorosos detalles de su muerte, hay uno que me sigue desvelando: su celular mostraba que la última llamada de su vida había sido de trabajo. Entre vómitos, incapaz de mantenerse erguido y desvariando entre la conciencia y la inconsciencia, Peter se las había arreglado para sumarse a una conferencia telefónica.
Nada de eso parecía tener sentido. Peter no sólo era la persona más inteligente que conocí, sino que además de abogado era bioquímico, y por lo tanto seguramente sabía que las drogas que consumía afectarían la química de su cerebro. Como un intento de dilucidar qué le había pasado y cómo no lo habíamos advertido ni yo ni el resto de las personas en su vida, me propuse hacer un mapa de la vida de Peter durante el año previo a su muerte. (Para preservar la intimidad de nuestros hijos y del resto de la familia de Peter, no mencionaré su apellido.)
Analicé el historial de sus mensajes a los proveedores de drogas y lo comparé con los horarios y fechas en los que había hecho extracciones en cajeros automáticos. Necesitaba ver de nuevo esas señales que yo no había interpretado como señales: las conversaciones erráticas, los horarios disparatados que manejaba, todas esas noches que les decía a nuestros hijos que salía un segundo a comprar una gaseosa y simplemente desaparecía. y a medida que el cuadro de sus problemas iba tomando forma ante mis ojos, también surgió otra cosa: cuanto más ahondaba en su caso, más evidente se hacía que entre los abogados norteamericanos la adicción a las drogas es un fenómeno bien oculto, pero en imparable ascenso.
Uno de los estudios más serios sobre la adicción a las drogas entre los abogados fue publicado apenas siete meses antes de la muerte de Peter. Ese informe de 2016 de la Fundación Hazelden Betty Ford y del Colegio de Abogados de Estados Unidos analizó las respuestas de 12.825 practicantes del derecho en 19 estados del país. Los resultados mostraron que alrededor de un 21 por ciento de los abogados tiene problemas con el alcohol, un 28 por ciento sufre de depresión leve o media y un 19 por ciento sufre de ansiedad. Sólo 3419 abogados respondieron las preguntas sobre el consumo de drogas, algo de por sí revelador, según Patrick Krill, uno de los responsables del estudio y también abogado. “Sólo nos queda especular por qué el 75 por ciento de los abogados se saltearon la sección sobre consumo de drogas como si no existiera.” En opinión de Krill, tenían miedo de responder.
De los abogados que sí contestaron esas preguntas, el 5,6 por ciento consumió cocaína, crack y estimulantes, otro 5,6 consumió opioides, un 10,2 por ciento consumió marihuana o hachís y casi el 16 por ciento consumió sedantes. “observamos dos tendencias principales en la profesión legal”, dice Warren Zysman, director clínico del Programa de Recuperación EARS, en Smithtown, Nueva york, un programa de rehabilitación supervisado por médicos. “Una es el consumo de opioides y la otra, el consumo de benzodiacepinas, como el Alplax .” Los opioides y los estimulantes suelen ir de la mano con el consumo de alcohol. De hecho, las drogas suelen usarse para combatir los síntomas de la abstinencia de alcohol.
Lisa Smith, abogada, alcohólica y drogadicta en recuperación, dice que a principios de la década de 2000 la única manera de rendir en su trabajo en la empresa Pillsbury Winthrop era tomar cocaína para lidiar con el síndrome de abstinencia del alcohol. “Bebía durante el día y también de noche”, dice Smith, quien actualmente es subdirectora ejecutiva del estudio neoyorquino de abogados Patterson Belknap Webb & Tyler y autora del libro de memorias Girl Walks Out of a Bar (“La chica que sale de un bar”). “Tomaba cocaína porque me ayudaba a recomponerme un poco como para ir a trabajar por lo menos a la tarde.”
El estrés profesional también tiene injerencia, según el doctor Daniel Angres, profesor adjunto de psiquiatría de la Escuela de Medicina Feinberg de la Universidad del Noroeste. “Los estudios de abogados suelen tapar todo lo que pasa. Entre ellos rige un pacto de silencio –señala Angres–. Mientras la gente rinda en su trabajo, prefieren evitar el tema para no incomodarla.”
Peter vivía en constante estado de estrés. Lo obsesionaban sus competidores, sus honorarios, sus clientes, los juicios y el temor a perderlos. Le encantaba el desafío intelectual que le planteaba su trabajo, pero detestaba la esencia hipercompetitiva de la profesión, porque iba en contra de su propia naturaleza. Mucho antes de ingresar en la facultad de derecho, cuando Peter tenía 20 años y usaba el pelo atado en una larga colita, sus pasiones eran la ciencia, la filosofía y la música. Cuando era estudiante de posgrado en química, nos pasábamos los fines de semana tirados en el piso escuchando discos y hablando de nuestras bandas favoritas.
Después de recibirse en química, Peter trabajó en dos pequeñas empresas farmacéuticas, pero la profesión le resultaba tediosa y mal remunerada. Como había crecido en una familia de bajos recursos, no quería tener que vivir preocupado por llegar a pagar las cuentas, así que se puso a estudiar derecho y usó su formación en química para convertirse en abogado especializado en patentes y licencias.
Cuando terminó la carrera de derecho, su primer trabajo como abogado quintuplicaba lo que antes ganaba como químico. Pero nuestras vidas no se convirtieron en un lecho de rosas. Aunque el dinero nos alcanzaba, el horario de trabajo de Peter le dejaba poco tiempo para disfrutar de los frutos de su labor. “No puedo seguir así toda la vida
–solía decirme–. No me imagino haciendo esto los próximos 20 años.”
Recompensado por ser agresivo
Según algunos informes, los abogados también son el grupo ocupacional con mayores índices de depresión en Estados Unidos. Un estudio de 1990 sobre más de 100 profesiones reveló que los abogados son 3,6 veces más proclives a sufrir depresión que las personas de otras carreras. El estudio de 2016 de la Fundación Hazelden Betty Ford reveló que el 28 por ciento de los abogados sufre de depresión.
“Por supuesto que hay otras profesiones estresantes –dice Wil Miller, abogado de fa-
Hay dos tendencias en la profesión legal: consumo de opioides y de benzodiacepinas “Bebía durante el día y también de noche”, dice la abogada Lisa Smith, alcohólica y drogadicta en recuperación
milia del estudio Molly B. Kenny, de la ciudad de Bellevue, Washington–. Ser cirujano, por ejemplo, es muy estresante, pero de otra manera. Sería como tener a otro cirujano del otro lado de la mesa de operaciones que intenta deshacer la operación que uno está haciendo. En la profesión de abogado, uno es recompensado económicamente por ser agresivo.”
Peter ya traía su buena dosis propia de melancolía. Solía decirme que nunca se había sentido realmente feliz, que tenía momentos de “no infelicidad”, pero que su rango de emociones era estrecho.
Cuando pasaba algo genial, no saltaba de alegría, y cuando pasaba algo triste, tam- poco se largaba a llorar. La única vez que vi lágrimas en sus ojos fue en el hospital, cuando nació cada uno de nuestros cuatro hijos.
En más de un sentido, las cualidades personales y profesionales lo convertían en un abogado ideal. Gracias a su formación científica, abordaba los problemas de una manera lógica y deliberativa. Era inteligente, ambicioso y, sobre todas las cosas, un trabajador incansable, tal vez porque su decisión de estudiar leyes había sido un compromiso financiero, logístico y emocional tan grande que sólo podía justificarlo siendo el mejor de los abogados.
Y lo era. En la facultad de derecho, Peter era el editor de la revista de leyes y el mejor promedio de su camada.
Los efectos de la escuela de leyes
Algunas investigaciones muestran que antes de ingresar a la facultad, los estudiantes de leyes suelen tener mejor salud física y mental que el promedio de la población. “Hay muchos datos que lo demuestran –dice Andy Benjamin, psicólogo y abogado que enseña leyes y psicología en la Universidad de Washington–. Beben menos que otros jóvenes, consumen menos drogas, sufren menos de depresión y son menos agresivos.”
Además, dice Benjamin, por lo general los estudiantes de derecho arrancan la facultad con su identidad y sus valores intactos. Pero las investigaciones de Benjamin revelan que todo eso empieza a cambiar rápidamente debido a la estructura intrínseca de las escuelas de leyes.
En vez de aferrarse a sus propios valores, los estudiantes empiezan a enfocarse en valores externos, como el estatus, la rivalidad y su valía en comparación con los demás. “Hay por lo menos siete estudios serios que revelan ese giro en la psiquis de los estudiantes, que cuando terminan la carrera evidencian un deterioro significativo de su salud física y emocional, con cuadros de depresión, ansiedad y altos niveles de agresividad”, dice Benjamin.
Los estudios sobre los niveles de felicidad de los abogados confirman esas conclusiones. “Los rasgos psicológicos que se erosionan durante la carrera son precisamente los más importantes para el bienestar de los abogados”, señala un informe llamado “¿Qué hace felices a los abogados?”, publicado en 2015 por Lawrence Krieger, profesor de la Escuela de Leyes de la Universidad Estatal de Florida, y Kennon Sheldon, profesor de psicología de la Universidad de Missouri. Por el contrario, señalan los autores, “los rasgos psicológicos en los que más énfasis ponen las escuelas de leyes –las calificaciones, los reconocimientos y el potencial éxito económico– influyen poco en el bienestar personal de los abogados.
Según el informe de Krieger y Sheldon, no bien los estudiantes ingresan a la carrera de leyes, “empieza a manifestarse un marcado aumento de los síntomas de depresión, sentimientos negativos y deterioro físico, con su correspondiente disminución de sentimientos positivos y menores niveles de satisfacción con la vida en general”. Los estudiantes también van dejando de lado parte de su idealismo. Durante el primer año de la carrera, sus razones para estudiar derecho y recibirse de abogados “dejan de ser los valores comunitarios y el deseo de ayudar a los demás, y empiezan a responder a valores extrínsecos, basados en la retribución”.
“Es imposible”
Durante los últimos dos años de la vida de Peter, cada vez que la gente nos veía juntos –ya fuese en una reunión escolar o en alguna competencia deportiva en la que participaran nuestros hijos–, todos me preguntaban si Peter estaba bien, si tenía cáncer o algún desorden alimentario o metabólico, o incluso si estaba enfermo de sida. Nunca nadie mencionó las drogas.
A mí tampoco se me cruzó nunca por la cabeza que pudiese tener un problema con las drogas. Ni siquiera el día en que encontré su cuerpo rodeado de toda la parafernalia de las drogas y tuve que llamar al 911.
Ese día, en la casa de Peter, los médicos de emergencias me informaron de inmediato que probablemente había muerto por sobredosis. Y recuerdo cuáles fueron mis palabras: “Es imposible”. Después de todo, les dije, era socio de un importante estudio de abogados y había recibido educación universitaria de primer nivel.
“¿Cómo puede ser? –le pregunté a una médica. ¡Era tan inteligente!”
Con su credencial prendida a la solapa y su anotador sobre el regazo, la médica asintió con la cabeza y me dedicó una mirada comprensiva. “Vemos muchos casos como éste”, me dijo, o sea hombres y mujeres de buena posición económica y realizados profesionalmente que empezaban por los analgésicos y terminaban en las anfetaminas y la heroína.
Cuando se le pregunta qué está haciendo el Colegio de Abogados de Estados Unidos para ayudar a combatir las adicciones y el deterioro emocional de los profesionales del derecho, su presidenta, Linda Klein, dice que entre las exigencias de desarrollo profesional y formación permanente que plantea la institución “también se recomienda que cada tres años los abogados asistan al menos a un curso que haga foco en desórdenes de salud mental o abuso de sustancias”. Y agrega: “Esperamos que esa exigencia ayude a disminuir la preocupación que generan esos temas”.
Sin embargo, cuesta imaginar que un curso cada tres años habría bastado para impedir que Peter o cualquier otro se convirtieran en adictos. Según los expertos y los adictos en recuperación, el verdadero cambio tiene que producirse en el interior de los estudios de abogados y de la profesión legal, y ese cambio se ve obstaculizado por una arraigada cultura de respeto a la privacidad, a la que se suma el hecho de que en Estados Unidos los abogados cobran por hora trabajada.
Las señales que no advertí
Hace dos años que estoy metida en este embrollo, piloteando lo mejor que puedo el bizantino proceso sucesorio y el duelo de mis hijos por su padre. Estoy firmemente convencida de que la cultura imperante en la profesión legal, en especial en los grandes estudios de abogados, tiene que ser más empática y estar más atenta a las señales de que alguien no está bien.
Y cuando miro hacia atrás, puedo ver las señales que yo misma no advertí.
Recuerdo un concierto escolar en el que tocaba la banda de nuestro hijo. Peter llegó tarde. Estaba muy nervioso, y tan flaco que la cabeza parecía demasiado grande para su cuello. Después del concierto lo acompañé caminando hasta su auto y se quejó de que en el estudio lo estaban apretando por trabajar demasiado desde su casa.
“Cuando trabajo desde casa soy más productivo, pero ellos quieren verme la cara, quieren que vaya a la oficina –me dijo–. Creen que si no estoy ahí, no estoy trabajando.” Y tenían razón.
Hace años, poco después de que lo hicieron socio, Peter solía bromear diciendo que la droga perfecta para él sería la combinación de un antidepresivo, un analgésico y un estimulante. Cuando tuve que limpiar y desocupar su casa, encontré todos los ingredientes necesarios: oxicodona, tramadol, dextroanfetamina, cocaína, alprazolam, metanfetamina y un caleidoscopio de muchas pastillas más.
Pero mientras las adicciones tomaban el control de su vida, Peter seguía trabajando. En el cuaderno donde anotaba el horario y la dosis de sus inyecciones, también escribía comentarios crípticos sobre sus clientes y sus reuniones de trabajo, listas de escritos legales que debía preparar y plazos de entrega.
El trabajo de los abogados de patentes y licencias es intelectualmente agotador, y Peter era realmente bueno en lo suyo, y lo fue durante mucho tiempo. Tal vez la arrogancia que genera una profesión en la que tu consejo profesional se paga 600 dólares la hora lo llevó a pensar que no tenía necesidad de pedir ayuda y que podía manejarlo solo. Tal vez para Peter su problema no era otra cosa que un ítem más de su larga lista de cosas por hacer.
De hecho, mientras limpiaba su casa encontré su lista de propósitos de Año Nuevo de 2014, olvidada en el fondo de uno de los cajones de ropa. “Correr tres carreras, pasar más tiempo con los chicos”, escribió en esa lista para sí mismo.
Y con marcador rojo, agregó una sola palabra: “dejar”. © The New York Times
Gracias a su formación científica, Peter abordaba los problemas de manera lógica Su decisión de estudiar leyes había sido un gran compromiso financiero, logístico y emocional
THE NEW YORK TIMES/LA NACION