02 Jul La edad ya no importa. ¿Avance social o sólo miedo a la vejez?
Por Tamara Tenenbaum
En una entrevista reciente, Chrissie Hynde, cantante de la emblemática banda The Pretenders, declaró a sus 65 años que “la edad ya no importa”. “Cuando yo tenía 25, el slogan de mi generación era ‘No confíes en nadie que tenga más de 30’, y lo decíamos en serio. En los años 80, ¿alguien se imaginaba que estaría yendo a ver a una banda de cincuentones? ¡No!”, bromeó sobre la convocatoria ininterrumpida de gente de todas las edades en los shows del conjunto musical. Más allá de los chistes y de la eterna juventud de algunas estrellas de rock, la sensación es que Hynde tiene una buena intuición sobre el clima de época.
En actividades que históricamente se asocian a la juventud (recitales, fiestas electrónicas o deportes extremos, por mencionar solo algunas) es cada vez más común cruzarse con gente de todas las edades; al mismo tiempo, se dice que la generación a la que actualmente le toca ser cronológicamente joven (los famosos “millennials”, ya prontos a ser destronados por la generación Z) sale de noche cada vez menos, baja su consumo de alcohol año a año (incluso en lugares con consumos históricos siderales, como el caso de la ciudad de Londres) y deja la discotecas vacías, prefiriendo quedarse en casa mirando una serie, cocinar algo con amigos y acostarse temprano. ¿Será cierto que la edad ya no nos condiciona en nada, o es una autoilusión que nos contamos a nosotros mismos para imaginar que podemos ganar una batalla inganable contra el paso del tiempo? Esta disyunción esconde un problema interesante, pero así planteada responde a una cantidad de prejuicios y nociones erradas que vale la pena dedicar una nota a desmalezar.
Roma no se construyó en un día
Esta aparente indefinición de las edades que observamos hoy parece resultar de la confluencia de una serie de procesos sociales, económicos, culturales y demográficos que datan, mayormente, de los últimos cincuenta años. En ambos extremos del espectro de la adultez, aquel que marca el comienzo de esta etapa y el que anuncia su final (cuando se nos empieza a considerar adultos mayores) se han producido enormes cambios en relación con los ritos de pasaje y condiciones de permanencia.
En relación con la transición a la adultez, esta etapa se concibe generalmente como aquella en la que las personas se independizan habitacional y económicamente, por una parte, y forman sus propias familias, por otra. De los años 80 a nuestros días ambos eventos se han retrasado mucho en el tiempo, por razones tanto económicas (que priman en el primer caso) como culturales (que priman en el segundo).
Vale la pena señalar que el modo en que estos retrasos se han producido es profundamente heterogéneo en los distintos sectores sociales. “Mientras en Europa se plantea como un tema generacional, que involucra a todos y todas por igual, en América Latina el fenómeno tiene una clara diferenciación de clase social. ¿Por qué? La perspectiva de la transición señala que durante el período de la juventud se desarrollan dos acontecimientos vitales clave: el paso de la educación al empleo y el paso del hogar familiar al hogar propio. Estos eventos, entre las clases medias y altas, se dan de forma cada vez más larga. En los y las jóvenes de menores ingresos, se presentan a edades más jóvenes, sobre todo en relación a los cuidados entre las mujeres, y la inserción laboral entre los hombres”, explica Ana Miranda, socióloga e investigadora en Flacso. La postergación de la adultez, que muchas veces implica acopiar recursos (educación, ahorros) que luego mejoran estabilidad de esa vida adulta, parece ser un lujo que hoy no está al alcance de todos.
Con el otro extremo, el ingreso en la vejez, sucede algo similar. En los últimos años no solamente se ha prolongado la vida sino que se ha hecho mucho para mejorar su calidad a edades avanzadas. Gracias a los conocimientos que hoy tenemos sobre prevención y bienestar, muchos miembros de las nuevas generaciones de adultos mayores empezaron hace varias décadas a cuidar sus estilos de vida para “llegar enteros”, y efectivamente lo han hecho; esa diferencia, sin embargo, también está repartida inequitativamente a lo largo de la pirámide social, e incluso a niveles insospechados.
Hace unas semanas, una nota en el Washington Post explicaba cómo a medida que en Estados Unidos crecía la brecha entre ricos y pobres, una de las manifestaciones más ignoradas era la diferencia en el cuidado dental al que acceden unos, que pagan millones por dentaduras perfectas, y la carencia total incluso de cuidados mínimos que les toca a los otros. La cifra que eligen mostrar impresiona: 1 de cada 5 norteamericanos mayores de 65 años no tiene ni un diente propio en la boca. ¿Qué tiene que ver este número con la cuestión de la vejez? No es casual que estemos hablando de mayores de 65 años; como bien saben los arqueólogos, las piezas dentales son la mejor manera de estimar la edad de un ser humano; también lo saben las estrellas de Hollywood y por eso gastan lo que gastan. Parecer joven (que, por supuesto, es una parte importante de ser percibido y tratado como un joven) es cada vez más fácil para algunos y cada vez más inalcanzable para otros.
Pero el asunto va más allá de las apariencias. Una de las grandes luchas de la ciencia del cerebro hoy día es descubrir si hay algo que pueda hacerse para solucionar el aparentemente inevitable declive de funciones cognitivas que viene con el paso del tiempo. En la búsqueda de esa receta, la doctora Margie E. Lachman realizó un experimento en el que testeó a gente de edades muy distintas en habilidades como el reconocimiento de patrones numéricos y la memoria de corto plazo. Predeciblemente, las personas de más de 50 tuvieron peores resultados, pero el hallazgo importante fue otro: el nivel educativo hacía diferencias enormes. Las personas más educadas tenían performances equivalentes a las de personas de hasta diez años menos. “Los efectos de la educación en el cerebro son dramáticos y de largo plazo”, concluyó Lachman. Si pensamos que la educación correlaciona de forma igualmente dramática con el nivel socioeconómico en casi todo el mundo, el acceso a un cerebro joven más allá de la mediana edad aparece como un lujo que se puede comprar con dinero.
El fenómeno de la proliferación de las personas que se sienten o son percibidas por los demás como “ageless” (sin edad) debe ser pensado en el marco del desdibujamiento de estas transiciones, al que definitivamente no acceden todas las personas por igual.
Baby boomers al poder
El mercado, por supuesto, no tardó en hacerse eco del fenómeno. Los reportes de marketing empezaron a sugerir que, más allá del furor millennial, el verdadero mercado emergente eran los baby boomers, la generación de nacidos en la posguerra (de 1946 a 1964) que hoy se encuentra entre los 50 y los 70. Los sitios de lifestyle empezaron a incluirlos más explícitamente en sus targets; incluso aparecieron algunos como el británico High 50 (cuyo lema es “la edad tiene sus beneficios”) destinados específicamente a este segmento etario. En 2016, en la semana de la moda de Londres, se produjo la primera edición de la primera 50+Fashion Week, un desfile enteramente dedicado a las mujeres mayores. La marca J. D. Williams decidió organizarlo luego de que un estudio de mercado les informara que el 58% de las mujeres de más de 50 años en Inglaterra se sentían subrepresentadas en el mundo de la moda. En él desfiló, entre otras coetáneas, Daphne Selfe, que con 87 años es la modelo de edad más avanzada en actividad en el mundo.
Una cuestión interesante es que estos nuevos modelos no son solamente consumidos por las personas de cierta edad. En 2015 la casa Céline eligió como cara de la marca a la escritora Joan Didion, de entonces 80 años, en una campaña que no estaba destinada a mujeres mayores; en 2016 la elegida para la colección crucero de Gucci fue la actriz Vanessa Redgrave, con 79 años. El éxito de estas campañas coincidió con (y seguramente alimentó) el furor de los pelos grises entre las elecciones de color de las más jóvenes.
Tal vez no sea de extrañar esta apertura hacia formas distintas de entender la vitalidad, la elegancia y la belleza en una cultura que explícitamente celebra la nostalgia y la estética del pasado reciente, pero no se trata solamente de eso. Carlos Pérez, director de la agencia publicitaria BBDO, lo explica así: “La comunicación de compañías, marcas y productos ha entrado en una nueva era producto de la tecnología. Los vectores clásicos de segmentación (nivel socioeconómico y rango etario) estarían perdiendo peso para que otros vectores cobren relevancia: afinidad e interés. El marketing y la publicidad hoy, con la posibilidad de la hipersegmentación del mensaje, cuentan con la posibilidad de trabajar sobre lo que mi me interesa ‘en este momento’ o quiero ‘hoy a la noche’ y no tanto sobre lo que ‘soy’ o ‘pretendo ser’. Y ahí ya no importan tanto las edades: Pink Floyd le puede gustar a una chica de 18 años en Rawson y un señor de 68 en Ingeniero Jacobacci. Una cerveza liviana le puede gustar a un señora de 60, residente en Resistencia, y a un muchacho de 25 oriundo del barrio de Caballito. Es una nueva era, claramente”.
Focos de conflicto
Pero no todo es color de rosa en esta nueva era de la que habla Pérez. Diversas tensiones están apareciendo en esta borramiento sin pausa pero con prisa de los límites etarios. El término “midorexia” viene superpoblando artículos y columnas de opinión en los medios en inglés y en español, para referirse supuestamente a aquellas personas que tendrían una “disforia de edad” y estarían adoptando a los 50 o 60 conductas, consumos o modas inadecuadas para sus años.
A pesar de su resonancia científica, la midorexia no existe, ni como trastorno psicológico ni como tendencia sociológica: es un término originado en el periodismo y las redes sociales sin ningún basamento más allá de los prejuicios de aquellos que quieren, en términos sencillos, poner a “los viejos” (y particularmente a “las viejas”, que suelen ser el target preferido de estos artículos) en “su lugar”. A este tipo de discriminación de edad se la conoce como “ageism”, y los adultos mayores y las organizaciones que los acompañan la tienen muy en cuenta. La iniciativa #DisruptAging, patrocinada por la AARP (antiguamente la American Association for Retired Persons, que hoy se identifica solamente con su sigla y el lema “Real Possibilities”) y de la que la cantante Cyndi Lauper es una prominente embajadora, propone abrir la conversación sobre la experiencia de envejecer y alentar a los adultos mayores a desafiar las expectativas de parálisis y quietud que se ponen sobre ellos a través de la compilación y difusión de historias reales de adultos mayores famosos y desconocidos.
Otra cuestión que no suele ser discutida públicamente es lo que sucede en el mercado de trabajo y en los espacios de poder y decisión en general cuando los adultos mayores están perfectamente capacitados y decididos a permanecer en sus puestos; particularmente, lo que les sucede a los jóvenes que intentan ingresar a esos espacios. Hace apenas unos días, la periodista y escritora española Elvira Lindo publicó en El País una columna titulada “Hagamos sitio”, cuya bajada decía claramente: “Resulta urgente que nos mostremos dispuestos a compartir el espacio con una generación que ya debió asumir responsabilidades hace tiempo”. En el texto, Lindo hace referencia a una generación que no quiere retirarse: la suya. Distanciándose explícitamente de la celebración de la juventud por la juventud misma, la posición de Lindo es un reverso llamativo de esas diatribas contra los millennials a las que nos tienen acostumbrados los escritores de su generación: “¿Con qué cuajo los llamamos banales e ingenuos si mantenemos un tapón profesional que les impide entrar con todo derecho en el mundo de los instalados? Les condenamos al alternativismo de por vida con trabajos precarios, mala conciliación, alquileres prohibitivos, poca responsabilidad y una economía asfixiante que les hace dependientes de los padres, lo cual es humillante para unos y trabajoso para los otros”, escribe.
Finalmente, el peligro es que la posición de que “la edad no importa” esconda bajo el manto de una actitud vital y novedosa un miedo atávico a la vejez, que en este caso llegaría al extremo de negarla: algo así piensa Paula Hermida, psicóloga e investigadora del Conicet, que trabaja sobre los procesos que implica la jubilación para los adultos mayores: “La idea de que ‘la edad no importa’ podría estar asociada a un estigma, a un prejuicio, de la vejez, y a una voluntad de negar el envejecimiento, que es un proceso inevitable”. Los adultos mayores hoy llevan vidas mucho más activas que hace treinta, cuarenta o cincuenta años, pero las concepciones mayoritarias sobre la vejez no reflejan estos cambios e incluso en algunos aspectos parecen haber retrocedido, como en relación a la presencia de las personas mayores en el ámbito público. El cambio todavía no llegó, dice Hermida, pero es imprescindible, e involucra tanto cambios culturales como políticas públicas: “Es clave ampliar los espacios de participación de los adultos mayores en la comunidad, pensar en otros roles para ellos. En algunos países, por ejemplo, se los está involucrando cada vez más en actividades de voluntariado. También hay intercambios generacionales muy interesantes: en un geriátrico en Seattle, por ejemplo, una vez por mes un grupo de chicos chiquitos visita a los adultos mayores que viven ahí, que no son sus abuelos, y es interesante lo que aparece en ese intercambio generacional”, ejemplifica.
Hace ya casi medio siglo, los mismos baby boomers que hoy peinan canas con orgullo o tintura impulsaron la revolución de las costumbres que subvirtió todo lo que sus padres habían entendido sobre el matrimonio, el sexo, la familia, la libertad, la igualdad, el dinero y el trabajo: en suma, la adultez. Pero en esta ocasión no están solos en la línea de vanguardia: somos muchas generaciones las que hoy estamos probando, todos al mismo tiempo, mezclados y confundidos, nuevas formas de convivir con el paso de tiempo. El desafío, más que nunca, parece consistir en no dejar a nadie atrás.
LA NACION