Coleccionables de hoy. ¿Qué objetos reflejan mejor nuestro tiempo?

Coleccionables de hoy. ¿Qué objetos reflejan mejor nuestro tiempo?

Por Fernando García
A partir de la iniciativa del Victoria &Albert Museum, que tiene una colección de objetos contemporáneos de impacto político y social, diez personalidades de la cultura y el arte eligen qué exhibirían en un museo imaginario destinado a representar el presente: crítica y nostalgia para subrayar o preservar lo que hoy nos mejor nos define.

Una sala oscura de cine
Andrés Di Tella

Cineasta
“Quisiera rescatar para el Museo del Presente algo que parece estar en vías de extinción, aunque tal vez resulte a la larga imposible de desterrar: el cine. La esencia del cine no está, desde ya, en el formato llamado ?fílmico’, es decir, el celuloide o el acetato que constituye la base física de la película, como no lo estuvo tampoco en el nitrato, el material original del cine, abandonado por inflamable. No obstante el lamento de los nostálgicos, el ?digital’ ha mejorado por lo general las condiciones de visionado en el cine, para no hablar del sonido, al menos en los cines del mundo real. Pero la tecnología digital amenaza al cine de otras maneras. La profusión de distintos aparatos para ver películas, ya sea en el hogar o portátiles, atenta contra la verdadera esencia del cine: la sala oscura. Esa sala compartida con desconocidos, en silencio, como en una especie de misa pagana. ¿En cuántos otros lugares públicos prospera aún el silencio? El silencio y la inmovilidad obligada, que justamente nos obliga a proyectar toda nuestra emoción en la película, hechizados por el haz de luz hipnótico del proyector; ¿en cuántos otros lugares nos atrevemos a llorar en público con igual desinhibición? La sala de cine no es un espacio público cualquiera, sino un ámbito de cierta soledad, como en el templo, compartido con otras soledades. Lo extraño es que la verdadera magia del cine a veces sucede afuera, al salir, como si algo del sentimiento de la película se infiltrara en la realidad de la calle, tiñendo o destiñendo todo del color de esa emoción que sólo se experimenta en la sala oscura. Lo que sucede allí dentro se parece a la catarsis de los griegos, la purga de nuestras emociones y el regreso a la normalidad tras haber sido poseídos por un dios. El cine nos hace, por un rato, mejores. Se seguirán viendo películas, pero el día en que desaparezca la sala oscura habrá muerto, por fin, el cine. Y con él, probablemente, algo insustituible de la especie humana.”

Smartphone y pastillas
Inés Katzenstein

Curadora
“Propongo dos vitrinas pequeñas para el Museo del Presente. En la primera, hay un smartphone: la masterpiece del museo de estos años. El smartphone nos conecta a través de la voz, de la palabra y de las imágenes. Crea una estética, una luminosidad, que influye incluso en cómo son hoy las obras de arte. Es el vehículo principal de nuestra afectividad, de nuestras relaciones sociales, de nuestras transacciones comerciales, de nuestros consumos, de nuestra sensibilidad. Es un puente abierto, una adicción, un apéndice de nuestros sentidos.
Por otro lado, presentaría una vitrina de coloridas pastillas que también definen nuestra época. Valium para descontracturar, Viagra para tener relaciones sexuales, Sommit para dormir hipnóticamente, Rivotril para diluir la angustia. Y así, para cada síntoma. Un botiquín para funcionar sin altibajos en un mundo que presiona para que estemos despiertos, alertas, potentes y alegres, para seguir trabajando y para seguir consumiendo.”

El punto ortográfico
Alberto Manguel

Escritor y director de la Biblioteca Nacional
“En este mundo de convenciones infieles, quisiera preservar en el Museo del Presente esa maravillosa invención del Renacimiento, el punto ortográfico. Hasta entonces, para indicar el final de una frase escrita se habían utilizado espacios en blanco, letras al margen o toda una combinación de signos tipográficos. Desde su aparición, la ausencia y la presencia de esta mínima mancha negra ha sido utilizada por los escritores -de Berceo a Pizarnik- para crear efectos de lectura y orientar la interpretación de sus obras. El punto corona la realización del pensamiento, proporciona la ilusión de un término, posee cierta altanería que nace, como en Napoleón, de su minúsculo tamaño. Como siempre estamos ansiosos por empezar, no pedimos nunca nada que nos indique el comienzo, pero necesitamos saber cuándo parar; este pequeñísimo mememto mori nos recuerda que todo, incluso nosotros mismos, debe mos algún día detenernos.
La necesidad de indicar el final de una frase escrita es probablemente tan antigua como la escritura misma, pero la solución, breve y maravillosa, es el fruto del ingenio de Aldo Manuzio el Joven, nieto del gran impresor veneciano a quien le debemos la invención del libro de bolsillo. En 1566, el joven Manuzio definió el punto en su manual de puntuación, el Interpungendi ratio. En un latín claro e inequívoco, describió por primera vez su función y su aspecto. Pensó que estaba preparando un manual para tipógrafos; no podía saber que estaba otorgándonos a nosotros, futuros lectores, los dones del sentido y de la música. Gracias a Manuzio, hoy tenemos a Hemingway y sus stacattos, a Beckett y sus recitativos, a Proust y sus largos sostenidos. “Ningún hierro -escribió Isaac Babel- puede hundirse en el corazón con la fuerza de un punto puesto en el lugar preciso.” Para afirmar tanto el poder como la pobreza de la palabra, nada nos ha sido tan útil como esa manchita mínima, definitiva y fiel.”

Los canales para adultos
Luis Felipe Noé

Artista
“Elegiría proyectar la televisión de hace algunos años, cuando al sintonizar los canales para adultos pagos, para quienes no estábamos suscriptos se sucedían una serie de escenas confusas y se adivinaban siluetas eróticas por detrás de las rayas. Creo que ese efecto revelaba la naturaleza de la televisión: no me interesaban los programas sino lo que sucedía con la imagen. Yo los buscaba con el control remoto sólo por eso. Tener que adivinar los cuerpos ocultos tras la lluvia electrónica es un espectáculo al que ya no tenemos acceso porque lo han corregido y en esos canales ahora hay placas con la información del abono y demás. Hace algunos años hice una muestra con algunas obras a las que había llamado Ready Made TV. Creo que sería una buena forma de llamar a estas imágenes en la colección del Museo del Presente, donde se exhibirían como las piezas de videoarte que vemos hoy.”

Un pupitre
Melina Furman

Especialista en educación e innovación
“Guardaría un pupitre en el Museo del Presente. Porque un pupitre representa, como pocas otras cosas, la escuela de hoy: un espacio para trabajar, propio y muchas veces querido (¡y hasta garabateado con nuestros secretos de la adolescencia!). Pero que al mismo tiempo es el símbolo de un aula estática, en la que los chicos están quietos por muchas horas, escuchando y tomando nota, copiando del pizarrón o respondiendo preguntas de textos que no terminan de comprender.

Ojalá los visitantes futuros del Museo del Presente se sonrían al ver esos pupitres de antaño, sintiendo el alivio de que en ese futuro la escuela ya ofrece espacios y modos de trabajo diversos que ayudan a encender la chispa del aprendizaje y a preparar a los chicos para la vida. Ojalá se sonrían al saber que sus escuelas proponen aprender en el aula, en el patio, en el barrio, desde casa, que plantean desafíos grupales y retos individuales, que a veces arman grupos con chicos de distintas edades, que conectan el aprendizaje con la vida real. Ojalá sientan, al ver los pupitres, que por fin las escuelas son lugares donde todos quieren estar.”

La colección completa de Los Simpsons
Carlos Scolari

Especialista en comunicación y narrativas digitales
“En un hipotético Museo del Presente (que no tardaría en llamarse Museo del Pasado), yo guardaría la colección completa de DVD de Los Simpsons. Esta serie de televisión es la mejor síntesis de la cultura de transición entre el siglo XX y XXI. En Los Simpsons entra todo, desde la música hasta el cine y el arte contemporáneo, pasando por la política, las marcas comerciales, el feminismo o los conflictos generacionales. La emergencia de nuevos dispositivos interactivos, desde el iPod hasta el smartphone, también forman parte de esa síntesis, junto al cigarro de Bill Clinton y la corbata de Donald Trump. Ahí donde Borges imaginó un Aleph, nosotros nos tiramos en el sofá para ver a Homer, Marge, Bart, Lisa, Maggie et al. Imagino una sala del Museo donde se proyecten, sin solución de continuidad, todos los episodios; esta sala debería estar situada al comienzo del recorrido, a modo de introducción a esta época que nos toca vivir. O al final, para resignificar todo lo que visitante haya visto, tocado, experimentado en las salas precedentes. Un detalle: no debemos olvidarnos de preservar un lector de DVD para reproducir la serie. En el peor de los casos, lo podemos pedir en préstamo al Museo Arqueológico de la Tecnología.”

Un libro
Alejandro Tantanian

Director del Teatro Cervantes
“El libro como objeto contiene, sí, la memoria de otros. Que es la nuestra. El aullido de otros, la decisión de decir y luego callar para que otros digan, en silencio o a voz alzada. Una voz que ya no es humana y que supo serlo, una voz escrita, la manera en que la voz sabrá permanecer.
En este objeto (si lo pensamos como un prototipo) pueden guardarse las experiencias del pasado y (algunos lo han intentado) las maravillas y las pesadillas del futuro. El objeto puede usarse en el presente y esto permite (de alguna manera) anular el tiempo, que el pasado y el futuro convivan en el mismo punto del tiempo.
Dice Pascal Quignard: «Hay maneras de decir que hacen temblar. Otras que lastiman. Hay maneras de decir que en el recuerdo lastiman más allá de la muerte de quienes las profirieron. Esas voces y esas entonaciones forman lo que podemos llamar la ?familia’. Hay maneras de decir que sobrecargan el aliento de una voz muerta y sorda. Pero son voces y ecos que no proceden directamente de los muertos. Provienen de un aliento que no es directamente ancestral. O asedian la pregunta de una voz secreta, de una oralidad mas disimulada que la resonancia vocal, más baja que el susurro, que da ganas de llorar. Son los libros».”

El mercado
Mercedes D’Alessandro

Economista
“Armaría una instalación. Una sala repleta de monitores nos muestra segundo a segundo, en rojo y en verde, líneas y números que cambian. Una matrix titilante que cuenta la historia de nuestras vidas como en un electrocardiograma que se traza a cada momento, en cada transacción. En la entrada de la sala sobrevuela un dron con un cartel que dice ?desigualdad’. Al entrar hay unos anteojos de realidad virtual. Si el visitante los usa, puede encontrarse a sí mismo en la mesa de decisiones de una de las 500 empresas más grandes del mundo. Puede comprar el supermercado orgánico de moda en Nueva York o una fábrica textil en Bangladesh. Puede llevar Facebook y teléfonos celulares al África o plantar soja en la Argentina hasta que ya no queden tierras disponibles. Puede ser un inmigrante que empezó en un garage suburbano y consigue las acciones más caras del mundo, invertir en viajar a Marte. Cada movimiento se refleja en los monitores. Cada color es una señal. Cada señal puede arrastrar o arrasar al resto, están todas conectadas entre sí.
Si la o el visitante no usa los anteojos, en cambio, los verdes y rojos de los monitores mutan rápidamente en otro tipo de imágenes. Un niño cose zapatillas, una larga fila de personas espera que le sirvan una ración de comida, un pueblo es fumigado con agrotóxicos, una joven africana camina cuatro kilómetros para buscar agua potable. Una manifestación de empleadas domésticas irrumpe en la sala reclamando derechos laborales. Los visitantes se sacan selfies, les ponen filtros y las suben a Internet con comentarios de indignación y de apoyo. Reciben muchos likes.
¿Para quién producimos? ¿Cómo producimos? ¿Cuál es la finalidad de la producción y cuál la del consumo? ¿Cuál es el rol de la ciencia y la tecnología? ¿La robotización nos libera de tiempo de trabajo o nos somete al desempleo? ¿Qué mundo vivimos? El mercado, ese organismo social, nos desafía a mirar más allá y más acá del tiempo. ”

Una pirámide de sal
Delia Cancela

Artista
“En épocas antiguas, la sal tenía un valor inmenso y se pagaba con ella. Pero la sal se consumía, era un bien muy necesario para la gente. Y lo sigue siendo. Hoy el valor de intercambio es el dinero, que no deja de ser un papel que en sí mismo no sirve para nada. Para dar cuenta de esto en una colección imagino una pirámide de sal sobre una mesa común y corriente. Podría estar hecha con sales de todo el mundo. Este objeto nos señalaría cómo en el presente perdimos dimensión de las cosas, empezando por el valor de la naturaleza que contiene todo lo que nos alimenta y, en cambio, le estamos dando importancia a la nada.
Otra cosa que me gustaría sugerir para esta colección es que de alguna forma se conservaran las expresiones de las personas que hoy, en distintas partes del mundo, aún se toman tiempo para contemplar una obra de arte. Sería interesante poder observarlas en el futuro.”

Las historietas en el kiosco
Rafael Cippolini

Ensayista y curador
“Si hay algo que todavía pertenece a nuestra época, aunque todo evidencia que no sólo está en vías de extinción sino que también dentro de muy poco será sólo un recuerdo más, es la imperiosa costumbre de comprar en un kiosco revistas de historietas. Que quede claro que no hablo de novelas gráficas en una comiquería: nada más lejos. Me refiero a poder continuar la lectura de una historia o una saga mes a mes o con la periodicidad que sea. Ya no existen revistas de rock, puramente de rock, que no sean franquicias de revistas extranjeras o pertenezcan a un gueto demasiado cerrado. Esta desaparición, para los que crecimos con ellas, fue inevitable y por supuesto triste, porque sabíamos que serían insuplantables.
Por suerte, las historietas de autor aún sobreviven y todavía se consiguen en el kiosco de la esquina. Revistas en papel, rústicas, con olor a tinta, hermosas al tacto. Cuando ya no estén disponibles, una parte fundamental de una sensibilidad que formó y expandió los mejores imaginarios de varias generaciones se empobrecerá todavía mucho más. Los museos me resultan extraordinarios, los adoro, pero también pueden manifestar algo aterrador: ser el triste reservorio de infinitas cosas que no supimos aprovechar lo suficiente.”
LA NACION